Lo irreparable (Trigo)/III

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época.
III


La Prensa, apoyada en gubernativas afirmaciones absolutas, había desmentido que en la provincia de Badajoz estuviesen ni hubiesen estado nunca los bandidos. El Pernales seguía por junto a Carmona; y al Trianero, la Guardia Civil acababa de batirlo en Huelva. Rateros harapientos, en suma, los que engendraron la alarma; hambrientos infelices que robaron mulas y bellotas tiempo atrás.

La tranquilidad reflorecía. El principio de una primavera hermosa llenaba de gente estos campos. Los cazadores del perdigón salían al alba, y al anochecer, solos, sin temor alguno ya a los forajidos. Las carreteras tornaban a animarse con los automóviles, con los carruajes en que paseaban su alborozo las muchachas, con los caballos tordos, negros, blancos, con las bicicletas.

Grú... grú... grú...» avisaba atrás un automóvil.

Era el Dion Bouton de Marcial. Segundo Jaime, que iba en su faetón con Athenógenes, apartó la jaca a la derecha.

— ¡Adiós!

— ¡¡Adiós!!

— Arsa... ¡qué rayo!

Segundo y el juez se quedaron entre la nube de polvo y gasolina. No conocieron a los acompañantes de Marcial, por las caretas.

— Irán a Badajoz.

— O a la feria de Alburquerque.

Caminaba despacio el faetón. El objeto de Segundo esta tarde cifrábase en confidenciar con Athenógenes. El, último novio de Emeria, que le dejó sin motivo, «la seguía adorando como un asno», según propia confesión. Sabía, lo mismo que los otros íntimos del juez, las vacilaciones de éste con respecto a Emeria y a Margot; y sin confesarlo, reconocía que los ojos de la ingrata, durante toda la novena, habían sido sobrado cariciosos para el temible rival.

— Bien — reanudó sus confidencias, apenas ocultando el egoísmo de pasión que le guiaba —, pues yo te afirmo, Athe, que exageran ésos en lo de la impasibilidad y las dificultades de Margot. Frecuento su casa, como sabes, y sé que le gusta hablar de ti. Su padre también te tiene en mucho; no sólo porque con el tuyo es compañero de Senado, sino porque le haces falta como juez, y porque admira tu elocuencia desde la discusión del Casino. ¿Qué? ¡Que es rica la muchacha!... ¿Acaso, Dios, no tienes tú con tu carrera y tu familia un brillante porvenir?... ¿Qué más quieren?

— Aparte — puntualizó Athenógenes — de que tampoco deja uno de tener donde caerse muerto.

— ¡Ea! ¿no ves...? Que ¡vaya, lo digo! yo que tú... Margort, sólo Margot... ¡y te la calzabas! Lo que hay, y valga esto por secreto, es que te teme Marcial, porque la quiere..., porque es él, desde hace mucho, quien abriga la esperanza de esa boda!

— ¡Hombre!

— ¡Oh, si ella le hubiera hecho caso alguna vez! Pero a él, y a otros tres o cuatro, les mantiene en ilusión el estar todos lo mismo. Margot nunca ha aceptado de nadie relaciones.

— ¿Y eso por qué? — se apresuró a indagar el forastero —. ¿No es chocante en una mujer de veinte años? ¿No será que no entre en sus cálculos casarse... o que la reserven para un matrimonio de familia?

— No. Es que es formal. La muchacha más buey más sencilla de la tierra. ¡Un ángel, en una mujer de primerísima! No quiso novios por no tontear como las otras; cuando se resuelva, será cosa de saber lo que se hace y de no perder el tiempo, estoy seguro. ¡Ah, si fuesen todas así!

Esta lamentación, tras los férvidos elogios, hizo que se acordase Athenógenes de Emeria. Cierto de su ventaja sobre Jaime, y deseando completar de ella los informes, deslizó: — Qué, Emeria... ¿es algo más loquilla?

— Hombre, como loquilla en el sentido malo, no. Pero, en fin, le gusta divertirse... y dice cosas... tonterías, y ha tenido novios..., novios, ¡antes que yo! No obstante, juraría que es a mí al que quiere... por más que estemos reñidos y ella juegue a darme rabias con... otros, y sería capaz de apostarme la cabeza a que solamente se casa conmigo.

Athenógenes, advirtiéndole el acento de fieros disimulos, comprendió que era un celoso — un terrible celoso quizás —. Mas no era él, en cambio, hombre que se atemorizase fácilmente, y le preguntó con ironía:

— Pues di... si mira a... otros, ¿cómo sabes que te quiere?

— De una muchacha — repuso Jaime — ¡eso se sabe siempre cuando se la ha hablado un año por la reja!

Su tono esta vez fué definitivamente fanfarrón, alabancioso — cual si guardase un secreto de los que obligan de veras.

El joven juez le acosó:

— También la habló Marcial por la reja, y Román y Teodorito!

— Pero es que hay rejas y rejas... y modos de... ¡Oh, amigo! ¡Permíteme que me calle!

— ¿Te dió a besar la muñeca?

A la afable burla, Jaime respondió excitado:

— Me dió a besar... o a no besar... ¡lo que a nadie!, ¡lo que ahora mismo pongo el pescuezo a que...! Oye, escucha — se atajó de pronto —, debo callar y me callo. No es que afecte a su honor seriamente lo que aludo; pero sí te probaría, si lo supieses, que ella quiere a aquel a quien le concedió tales favores. ¡Y hablemos de otra cosa!

Le dió un fustazo a la jaca, que en su libertad había acabado por pararse a comer ramas de un tronco, y Athenógenes respetó delicadamente la tardía prudencia del amigo. El uno dedicábase a guiar. El otro, mirando cómo al trotar erguía la breve cola el caballo, a deducir sobre una proporción entre la fealdad de Jaime y la gentileza de Emeria, la posible gravedad de los favores. ¿Serían de tal índole que se la imposibilitasen a él? ¡Cuan lejos el bello juez se encontraba, con sus designios de boda, de honorable establecimiento, cuyas bases tendrían que ser la pureza de un cariño y el sólido resplandor digno de una posición que aún más abrillantase la suya... del furtivo cazador de dotes. La indecisión le seguía. Margot, sí, más adorable, más noble; pero problemática. Emeria, más salada como mujer, y ofrecida enteramente. No había por qué descontar a ésta... aún. El celoso, por vanidad, y «porque se la dejasen libre», abultaría probablemente el valor de los favores. ¡Le adivinaba! Descubríaselo, asimismo. la ruptura de relaciones por la propia Emeria... ¿es que tan sin más ni más una mujer despide a un novio que «la ha comprometido»?

Sonó otro coche, detrás, oído desde el faetón hasta ya casi alcanzado por la cascabelería de la jaca, y al volverse los jóvenes vieron la victoria tronco miel en que venía Margot con su madre. Emparejáronse un momento, y al saludo y a la atención clavada de Athenógenes correspondió Margot con una larga sonrisa. Eran muy veloces los caballos miel, y se adelantó la victoria; mas no sin que una sombrilla cielo se alzase un poco y sin que unos ojos cándidos y grandes volviesen a mirar.

— Vaya, ¿lo ves? ¿Te convences? — dijo contento Segundo.

Y contento, loco al fin el juez, de alegría, porque ciertas sonrisas de bocas qué no suelen sonreír son una entrega, se limitó a responderle:

— ¡Arrea! ¡Síguela, Segundo!

La jaca trotó y galopó no lejos de los caballos miel toda la tarde. Unas veces los seguía, otras los pasaba; y cruzábanse miradas y palabras y cumplidos un instante entre la victoria y el faetón. Si el haber sido vistos al regreso el bello juez y Margot, en juego tal, por todos los demás coches, no hubiese sobrado para extender en los días siguientes la nueva de que ambos se gustaban, habría sido bastante Segundo Jaime, que se encargó de irlo diciendo, y a «su ingrata» la primera.

Las amigas dábanle norabuenas a Margot. El bello juez, el Ángel caído, según le nombraban todas dulcemente (porque además de parecer un ángel rubio, sabíase que en León, por hablar con una novia, se cayó desde un tejado), no había vuelto a pasar por la calle de... la otra.

Margot defendíase de tales plácemes, ruborosa y encantadamente, no porque rabiase la otra, pues no era vanidosa ni tenía por qué entablar rivalidades, sino porque le gustaba el juez...; porque la enamoraban del juez la belleza, la finura, la elegancia...; porque sabía que también a sus padres les placía del juez el talento y sus dotes de mundo insuperables... Y el nombre del juez, reservado de amigas en sus labios, secreto en el corazón, le sonaba a música divina: Athenógenes Aranguren de Aragón... ¡Digno del de ella! Margarita Rivadalta de Figuero... No, no compondrían sino muy bonitamente, como las dos personas mismas, en pareja... Y se reía, se reía acordándose de cuentos o de historias que corrían sobre algunas bodas imposibles, sólo por los nombres; por ejemplo, el tan sabido de un Cilla con una Mier, que resultaría para la pobre esposa Mier de... ¡qué barbaridad!

Pero un día, a los bien pocos, ya no pudo esquivarse a los plácemes de nadie. En plena calle Campoamor y en pleno anochecer, los había visto a la reja todo el mundo.

No eran gente que buscase sombras, y justamente daba el foco de El Águila Real frente a la ventana. En el cuarto de hora que Athenógenes hízola escuchar su gentil declaración, pudo por primera vez gozarse en contemplarla cerca y a su antojo. Era una cara de paz, de nobleza, de pureza... un poco redonda, entre los obscuros y abundantísimos rizos del helénico peinado, y blanca como una hostia. Ligeramente cortada la nariz; los ojos grandes, enormes, de una inocencia apasionada que chispeó en algunas frases; y la boca aristocrática. Su cuerpo... ¡ah, su cuerpo, sobre todo!... En esto llevábale ventaja a Emeria...: una candorosa poderosa estatua de macizas esbelteces, de elásticas y flexibles gallardías...