Lo irreparable (Trigo)/IV

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época.
IV


Llegó el perro ladrando, terrible, y uno de los jinetes le descargó un latigazo. Gimió el perro; pero mordió más enfurecido los corvejones del potro. «¡Mata ese perro!», mandó el que delante cabalgaba, y a la orden, el de atrás, eligiendo bien el sitio, gracias a la clara luna y a la ceguedad del animal, lo atravesó con el chuzo.

El perro quedóse agonizante en el camino.

El potro, la yegua y las dos mulas armaban poco ruido en el polvo.

— ¿De modo, Rascao, que el guarda...?

— Er guarda, ahí, en la cazita. Laz majadaz eztán ar lado allá der río, a má e media legua, y no verán ná loz paztorez manque ze arme fregao. Loz zeñorez en la finca, allí... y en er bajo el aperaor y tres mozos.

Desde los últimos olivos vieron por la loma la casita del guarda, la alameda, y en lo alto la casa principal con seis balcones, entre la corralada y el jardín.

El jefe se apeó. Los otros le imitaron. — ¡Atai aquí las bestias!

Las bestias fueron atadas a los troncos. Revisó cada cual en su cintura sus pistolas, sus cuchillos; requirió cada uno su escopeta, exceptuando el Rascao, que sólo llevaba armas cortas, y avanzaron.

Olía a tomillo. El rocío del hierzabal mojábales los pies. El jefe vestía coquetamente gorra de liebre, marsellés, faja carmín y polainas.

— Niños, ¡ojo! — previno —. Si se pué no matar, no se mata. ¿Pa qué?

Llegaron a la caseta, y se apostó tras la esquina con el Raigón y el Obispo, mientras llamaba el Rascao.

El guarda despertó:

— ¿Quién va?

Salía su voz a través del ventanillo, y el Rascao corrióse un poco:

— Zoy yo, señó Gabrié... ¡Levánteze! Zoy yo, er escardaor Damián, que ha extao eztoz díaz con oztedez.

— ¿El andaluz?

— Zí, zeñó; er mezmo. Que me afuí pal pueblo ezta mañana, de pazo pa mi tierra, como zabe ozté... y man dao un recae urgente pal zeñó. Yo creo que es un telegrama.

— ¿Pa qué señor?

— Toma, pa don Anicanó Rivadalta...; pa quién va zé?

— Ya abro, hombre, ya abro. Aguate a que me vista. Pero, de todas las maneras, qué raro es que te l'haigan dao a ti. ¿No había más quien lo trújese? ¿Y cómo estaba tú por la zuidad habiéndote dío par pueblo?

— ¡Pues ezo, zeñó Grabié!... Qu'es der pueblo er mandao; y de la guardia ceví, que jué a veme a la posá, con esto de los laironez... Aluego se conoce que recibión er telegrama anocheció; y zabiendo ya que yo zé aquí, por ajorrarse traelo, m'han buscao de propio... ¡Vaya zi no hay ziete leguas, que a poco me pierdo cien veces!

Hubo una pausa. Lo más difícil de la diplomática misión quedaba hecho. Se oyó al guarda conversar con su mujer, y luego la puerta.

— ¡Trá cá hombre! — pidió Gabriel, tomándole el papel al Rascao —. ¡Cuarquiá despierta al amo a estas horas.

El Trianero, el Obispo y el Raigón escucharon que Gabriel volvía a cerrar con llave; es decir, que aprisionaba a su mujer y a los chiquillos, suprimiéndoles unos más que atar si acudían al zafarrancho.

Los dejaron alejarse treinta pasos, y como sombras de la sombra, por detrás de la vivienda, tomaron la alameda, que seguía de cerca y paralelamente la ruta de los dos. No había sacado escopeta Gabriel. Bien calculado el momento, a distancia igual de ambas casas, desviáronse a su alcance, con mañas de lobo, de cancho en cancho y de matujo en matujo. — ¡Alto al Trianero! — le intimaron por detrás.

El guarda se volvió. Se vió apuntado por tres bocas de escopeta, al tiempo que el Rascao se le abalanzó y le sujetaba fuertemente. Su asombro, su pánico, le dejaron tan sólo proferir un grito prolongado y sordo..., un grito que se da ante los fantasmas. Y la cosa fué sencilla: el aterrado, el que más que sujetado era sostenido por el otro, en vez de bocas de escopeta tuvo en un segundo sobre el pecho tres puñales. Incapaz siquiera de pedir clemencia, le oyó al Trianero, que le asestaba un negro pistolón:

— Te vuela la cabeza si no hases tó cuanto te diga... ¡y sin chistar! No se trata de martratal a naide, ¿estamos? Tus amos serán sagraos pa nosotros, que no queremos más que pasta. Tú te allegas, llamas a quien puea abrí, y dises lo der telegrama...; y en cuanti la puerta esté franca, s'acabó tu comisión. ¡Arrea p'alante y a portase..., que de ti y de tos los probes somos amigos nosotros y ná desagradesíus! ¡Amárrale, Raigón!

Raigón le ató los codos, le empujaron, y echaron a andar tras él.

Acabaron de animarle y de instruirle por el resto del trayecto. Pero aún su voz temblaba, cuando tuvo que decir en la reja a que llamó por su indicación un bandido:

— Abre, Tanasio, que están aquí los siviles con un parte pa l'amo.

Un minuto después, Tanasio, de espanto ante .... [1]

  1. Nota de WS: Faltan las páginas 229 hasta 236. Las mismas corresponden a la conclusión de este capítulo.