Lo irreparable (Trigo)/V
En la ciudad caía la nueva como una ceniza de volcán que fuese cerniendo el aire. Se supo por cien soplos, aun antes que llegase la familia, a las once. Desde el hermético landó, tirado por mulas de labranza, y no por los magníficos caballos, pasó a encerrarse en su mansión la familia consternada. Un grupo, en trágica manifestación silenciosa, siguió al coche, viéndolos entrar. La casa quedó con las puertas en duelo. El adminisrador recibió las visitas de cuantos fueron a testimoniarles el pesar, y a inquirir también detalles con una curiosidad conmovida y perversa.
Primero había corrido que los muertos fueron dos: el guarda y una sirviente..., y atropelladas todas las mujeres. Al fin, por las criadas mismas, que llegaron por la tarde en un carro, se aclaró que sólo murió la cocinera, ahogada por los trapos de la boca y a consecuencia de tener en la narices pólipos que no la dejaron respirar. En cuanto a atropellada, sólo lo fué la señorita..., la pobre señorita Margot — aun al alba encontrada como muerta y con inequívocas señales cuando llegaron los pastores.
La hirviente excitación que a todos causaba la desgracia en conjunto, con sus enormidades de audacia y de crueldad, en las calles, y en la plaza, y en los círculos, hizo que nadie al pronto reparase en la impresión tremenda que hubiera podido producirle al juez, como novio de la joven. Hablaban los más del juez, únicamente para transmitirse que había partido en automóvil hacia el sitio del suceso, con cuatro guardias civiles. Teodorio, en otro automóvil, y con otras dos parejas de guardias, le acompañó. El objeto era poner a la benemérita con toda rapidez cerca de donde pudiesen empezar la busca de los forajidos — que resultaban trece, según las referencias.
¡Horrible! ¡Horrible!... El cadáver de la cocinera llegó a las cinco y doce. Y fué el joven Morcillo, escribiente de notario, que ordinariamente pasaba para todo el mundo inadvertido, quien hoy, como único corresponsal de la Prensa madrileña en la ciudad, anotaba exacto los detalles. Celebró entrevistas con los que fueron llegando de la dehesa, y habíale expedido ya largos despachos al Heraldo. Los grupos le interrogaban. El se desentendía, corriendo con sus cuartillas al telégrafo. El lápiz lo llevaba en la mano también.
Mas no sólo el Heraldo, sino toda la Prensa de Madrid, trajo la extensa y más que ingenua información del escribiente. Tras de relatado el asalto y descrita en varios telegramas las escenas de pillaje, llegaban las de violación : Los terribles bandoleros, no contentos con el festín que celebraron en el comedor de la suntuosa vivienda, quisieron completar su obra de iniquidad ultrajando a las mujeres. Cuatro o cinco volvieron al piso inferior, donde habían dejado atadas a las tres sirvientes, y mataron a una y violaron a dos. Tres o cuatro saciaron sus deseos bestiales con la mujer del guarda. Y en fin, algunos, sin respetar siquiera la pureza y el honor de la honorable familia, dirigiéronse a las habitaciones principales, donde en castos lechos yacían inermes los virginales pudores de un ángel y de una santa matrona.»
Esto causaba el público estupor. No eran lo mismo las cosas comentadas secreta y fragmentariamente que en letra de molde. El escribiente recorría los círculos, orondo con la importancia de su corresponsalía.
Pero otro telegrama, a seguida, y de dos horas después, decía urgente:
«Acabo de hablar con las criadas que vuelvan del cortijo, muy bellas, por cierto, y debo rectificar mis últimas noticias. Ni ellas, ni la mujer del guarda, ni la muy respetable esposa del excelentísimo Sr. D. Nicanor Rivadalta, sufrieron ultraje personal alguno por parte de los forajidos. La única víctima de estos miserables, en tal concepto, parece que cobra una mayor aureola de martirio con la grandísima piedad que a la ciudad entera le infunden su delicadeza y su desdicha.»
¡Bravo! ¡Se felicitaba al escribiente! ¡al corresponsal! ¡Muy bien contado todo, y con buen estilo!..., y el escribiente, perdonado de oficina, se pasó la tarde en triunfo, en héroe, ampliando picantes pormenores que suprimió el Heraldo en lo relativo a cómo encontraron los pastores a la joven, y fumándose uno tras otro los puros de a medio real con que a porfía le agasajaban.
Al anochecer recibió un premiosísimo recado de Rivadalta.
Desde la casa del prócer se le vió ir muy triste al telégrafo, y luego desapareció.
Al otro día volvían a traer una rectificación importante el Heraldo y todos los periódicos:
«Por culpa de las inevitables exageraciones con que ayer fuí recogiendo las noticias, incurrí en algunos graves errores de información, que hoy desmiento en absoluto. La banda de malhechores no cometió ni intentó comenter ningún acto de impudor contra mujer alguna de las que estaban en la finca.»
El telegrama defraudaba en no poco el interés de la catástrofe. El corresponsal se sumió en su notaría. Todos comprendieron el motivo de la entrevista aquella con Rivadalta, o con el grave administrador, y se dividieron los juicios. Unos, apoyados en lo que para dejar más depurada su virtud pregonaban con respecto a la señorita Margot las dos criadas, afeábanle al gran cacique el haber hecho que Morcillo desmintiese un hecho tan notorio. Otros no hallaban tan notorio el hecho, en verdad, y sostenían que únicamente y mejor que nadie lo sabrían la interesada y su padre, que hacíanlo desmentir. ¿Iba a estar el honor de una familia a la merced de un pelagatos?... Además, encontrábanle a los primeros telegramas, releyéndolos, y sin contar con lo que les quitó discreto el Heraldo un sin fin de tonterías... como inermes... y virginales pudores de la niña y la mamá.
— ¿Qué?... — resumiendo se preguntaban, sin embargo, hasta los más graves y sesudos —. ¿Había sido Margot ultrajada o no?... ¿Podría ni siquiera dilucidarlo el juez con la declaración de los pastores?... Porque éstos a buena cuenta sólo aducirían que la hallaron en el lecho descubierta y desmayada..., con señales, que lo mismo podían ser de una violación que de un estado fisiológico. Y ante la duda, ante la duda tremenda que para el juez y para ellos quedaría por siempre insoluble, acudía a sus pensamientos, por primera vez, la idea de Athenógenes como tal novio de Margot...
¡La idea del pavoroso conflicto moral que se les echaba encima a los dos enamorados!