Lo irreparable (Trigo)/VI
Por lo pronto, el juez, así que salió del tráfago de ios primeros días, pensó en procesar bonitamente a Morcillo, por calumnia. Nunca nadie podría decir más oportuno (si Margot, la ideal Margot, fuese mujer al alcance del desdichado escribiente) aquello de... imposible la hais dejado para vos y para mí. Procesarlo y reventarlo con los rigores de la ley. Pensó después que los procesos por calumnia sólo se siguen a instancia de parte; pensó que estos castigos de los delitos que afectan a la honra son demasiado leves con relación al irreparable daño que causan, y resolvió — señorito él de los que bajo la apariencia delicada guardan músculos de hierro — prescindir de su personalidad jurídica, considerarse como novio nada más, y aplicarle rápida y expeditamente el correctivo.
Al efecto, le buscó una noche y le dió seis puñetazos y cuatro o cinco puntapiés... Luego, entre el acogotado contra la pared de la calleja y el indignado vengador, vinieron las explicaciones Morcillo, con el pañuelo en la nariz para recogerse la sangre, y tentándose la espinilla y un chichón de la frente (creía que habíale pegado con llave), alegaba que él se limitó a recogerlo que dijeron todos aquel día; que había dado las noticias en lo referente a Margot, con toda clase de piedades y respetos, y hasta sin nombrarla; y que, por fin, rectificó absolutamente.
Y el buen corresponsal, prometiendo no meterse en nuevas aventuras, se fué a su casa con el pañuelo en las narices, cojeando, e incapaz de comprender cómo hubieran podido incomodarse todos éstos, después de haber él derrochado tanta poesía y tanta discreción en la supuesta desgracia de la joven... ¡Oh, sí, cuando el padre le llamó, bien sabe Dios que él iba pensando que sería para decirle: Morcillo, estoy agradecidísimo a usted por el respeto y la bella forma literaria con que ha contado lo de mi hija en los periódicos... En cambio, por las criadas, de quienes ni aludió a su previo estado de pureza, ni comentó elegiacamente la desdicha, suponiendo también que hubiera sido cierta, nadie sacó la cara. ¡Así es el mundo!
Athenógenes había tirado en sentido opuesto y cruzaba por delante del Casino. Vió grande animación a través de las ventanas. No se atrevió; no quiso entrar. Seguramente cortaría discusiones lamentables acerca de su novia. La honra de ella andaría de boca en boca de estas gentes, de la ciudad, de toda España, gracias al corresponsal mentecato. Y si alguno osara interrogarle, tendría que proceder con él igual que con Morcillo. ¡Oh, el honor de una mujer, desde el punto y hora en que llega a discutirse!
Venció las ansias de saber qué se diría y se encaminó a su fonda. Allí, encerrado a las nueve de la noche, hízose servir la cena en el cuarto. Le daba ira que el buen nombre de Margot, de su adorada Margot, de su futura, de su tesoro de bondades y purezas, y que a él solo competía juzgar, estuviese irremediablemente sirviendo para públicas e idiotas discusiones. Dábale al mismo tiempo una plena conciencia de bochorno, de fracaso, el no haber sabido capturar a los bandidos..., el no haber acertado siquiera a cortarles el paso hacia comarcas distantes. Otra hazaña de ellos, de las que no dejan duda, acababa de indicarlos en Sierra Morena, junto a Obejo. Y también ahora la audaz banda del Trianero le había robado a un personaje, cual si fuera su propósito anublar las tristes glorias del Pernales y el Vivillo.
Tomando el té, obstinábase una vez más en dejar bien definida su situación ante los hechos. Problema, en realidad, nada simple. Para enjuiciar, hasta la base faltaba. ¿Habían o no habían ultrajado la pureza de Margot? No la veía desde antes de irse al campo. Cuando se cruzó con el coche, en la mañana siguiente a la desgracia, respetó aquellas cerradas portezuelas: y en las declaraciones del sumario la dispensó de comparecencia personal, por cortesía.
Su padre y su madre, con todo pormenor, depusieron sobre el robo, pero sin formular quejas de otra índole ni aludir a nada más; y ni los criados ni la gente de los chozos, que, según el público rumor, había sido la propaladora del delicadísimo incidente, dijeron de él ni una letra. Fué inútil que el juez, ya prevenido, y con el afán y el tacto que puedan suponerse, tratara de inducirlos en sentido tal: o no era cierto, y sí obra inicua de un malvado (¡de alguno de los fracasados pretendientes de Margot!), o tenían ya repasada por el amo su lección de prudencia los testigos.
De prudencia, sí, después de todo — él lo comprendía —. Porque realmente a nada práctico habrían de conducir reclamaciones legales de esta clase contra hombres cuya pena no podría agravar ningún delito... ¡carne de horca!...
Don Nicanor, pues, hizo bien. Y ésta era «la verdad oficial» — que nada le decía a Athenógenes de la verdadera realidad de la verdad.
En la duda, en la espantosa duda, Margot se le ofrecía con alternativas bien tristes, pero bien distintas entre sí, de una virgen purísima en cruel martirio de calumnia, o de un ángel en horror y en tormento de impureza y de mancilla, con las alas rotas..., con las blancas alas plegadas por el zarpazo de un monstruo. Habíala él manifestado delicadamente su pesar en una carta, y ella le contestó a los tres días con otra digna y breve, en que la emoción se contenía en la gratitud, pero delatada en el papel por huellas de lágrimas. Tampoco, claro es, la carta de ella le resolvía la duda — y menos esta segunda, recibida hoy, en no muy presurosa aunque sí muy sentido respuesta a la segunda de él, y en las que ya ninguno, por piadoso olvido hacia lo ingrato, aludía siquiera a la horrenda noche.
La casa de ella permanecía cerrada. ¿Por el susto, que aun tuviera a Margot y su madre sobrecogidas y nerviosas, o... por pena inconsolable de... lo irreparable?
No recibían ni a las amigas más... íntimas. Exteriormente, la vivienda, con sus puertas y ventanas en tijera, su silencio siniestro, asemejábase a una mansión luctuosa de donde se ha despedido a un ser querido para siempre.
¡Todo enigma, en fin, frente al apasionado por tanto ambiente de tragedia, y alrededor de la enamorada y trágica infeliz! Porque era indudable: no sólo aquel dulce charlar en la reja y los paseos, de los primeros días de relaciones, habíales dado una compenetración de almas perfecta; no sólo aquella correspondencia dichosa que le sostuvo ella desde el campo, en que las cartas de tres o cuatro plieguecillos perfumados se cruzaban diariamente; no sólo aquellas dos visitas de él en coche, con Segundo Jaime, que le permitieron verla y hablarla idílicamente entre encinas, les había encendido la plena simpatía de amor ancho, profundo, sereno como un lago, sino que, para aumentárselo hasta una tensión irresistible, había surgido una catástrofe poblada, con respecto a él, de melodramáticos misterios!
Y, sin embargo, él, que como juez debía conformarse con la «verdad oficial», como hombre de corazón y como caballero tenía derecho a la verdad completa — cualquiera que ésta fuese, y aun suponiendo que la una con respecto de la otra hallárase truncada.
Preguntárselo a Margot por carta y aun invitarla a explicarse con vagas alusiones, era imposible. Abrir una especie de subrepticia información con sobornos de pastores y criadas, indigno. Mas... ¿por qué el padre de Margot, sabiéndole novio de ella, no pudiendo alegar tampoco ignorancia de lo que falso o verdad había pregonado la Prensa, y como caballero también, no le llamaba a su casa y hablábale particularmente?... Si era cierto, para quitarle a su silencio cuanto antes la complicidad resignada que de este modo cobraría; si no, para tranquilizarle de una vez, franco, leal..., pues dicho se está que habría de fiarse el hidalgo enamorado de la palabra hidalga de un hombre que por su familiar tradición y por su fama simbolizaba toda la hidalguía!
Sin embargo, también llegaba a un punto de incidencias que, aumentándole a él la confusión, disculpaba la conducta de don Nicanor Rivadalta. Sus reservas quizás obedecieron al enojo y al desprecio que le inspirase el juez, el torpe juez que había dejado escaparse a los bandidos, el ilustre prócer había efectuado a Madrid dos viajes para recabar del ministro la captura, para ponerle a él a sus órdenes casi un tercio de la Guardia civil... de a pie, de a caballo...! y ¡oh, dolor!..., he aquí cuando se creía a los forajidos estrechamente acorralados por los mausers en los montes del Batán..., que saltan en Sierra Morena! ¡Había para que le menospreciase un hombre ávido de venganza y de castigo, y más si la ofensa miserable cayó en su honra!
Pero ¿y si, al revés, todo se redujo al susto, a la pobre cocinera muerta y a dos o tres mil duros robados? ¿Y si entonces, concediéndole don Nicanor al hecho, desde el punto de vista caballeresco, menos impotancia, juzgase innecesaria e inoportuna cualquier rectificación particular, tras de la que públicamente exigió de Morcillo en los periódicos? ¡Oh, cuán sutiles, en verdad, estas cuestiones de honor!... Aun siendo evidente que la reserva del padre podía en recta lógica hacerle sospechoso de cómplice egoísmo, no lo era menos que una oficiosa satisfacción confidencial para con quien al cabo no tenía ningún carácter de «novio admitido oficialmente», y aun en el caso de que Margot no hubiera sufrido agravios, implicase el opuesto riesgo: el de dar a sospechar que se humillaba ante el futuro yerno por recurso, por doblez... mintiéndole para atraparle bajo el honor de una palabra!
Volvíase loco Athenógenes. En último resultado, no le quedaba más que este mismo consuelo de no ser «novio oficial» todavía. Disponía de una cierta libertad, al menos, para espejar y proceder según el giro de las cosas. La nueva nota de escándalo que habría de significar en la catástrofe su ruptura con Margot, si fuese necesaria, tendría mucha menos importancia que si estuviese próxima la boda o él siquiera admitido en la casa por los padres.
Una sola verdad aparecíasele clara entre tantas dudas: de no haber tenido ya relaciones antes del suceso, libraríase de solicitádselas ahora, por lo que pudiera [1] tronar.
Pero, ¡ah, qué dos cosas asimismo tan distintas el deber y el corazón! Si aquella idea de libertad le calmaba con respecto al porvenir, con respecto a su facilidad perfecta para esquivarle a su decoro toda sombra, de nada, en cambio, le servía contra la zozobra que Margot le ponía en el pecho.
¡Margot! ¡Margot! ¡La ideal y la adorada! ¡La infortunada tal vez!
Púsose de pie, cogió el sombrero y salió — como otras noches — a ver la casa de Margot.
Ya en la calle, evitó la de Pizarro para no encontrarse amigos en las puertas de las tiendas. ¿Qué dirían de su novia los amigos? ¿Qué de él y sus amores? ¿Qué murmuraciones y juicios acerca del honor de Margot, acerca de la delicadeza de él propio, serían las que cortasen los grupos tan pronto como él se aproximara?... ¡Ah, sí, sí; el Casino dábale horror como un infierno en donde estuviesen sacando tiras de las honras!... Sino que ¿qué hacer?... ¡Así era el honor de cada uno! ¡Algo sin lo cual hay que morir y que de cada uno tienen y guardan o destrozan a su arbitrio todos los demás.
Llegó a la casa. Cogía entera la manzana, y complacióse en rondarla por la calle Hernán Cortés, adonde caía el dormitorio de ella!
Todo silencio, tinieblas. Athenógenes púsose a fumar y paseaba. Además, tosía. Si le oyese..., que sí le oiría...; si quisiera salir a la reja un instante, en sus ojos de alma buena, inocentísimos, y con sólo el fulgor del cigarro, podría leerle lo que nada ni nadie más le podría decir..., lo que hubiera pasado en el cortijo.
No había luz ni en las rendijas. Osó tocar en los cristales, tan inútilmente como en las noches anteriores. La aterrada debía dormir con su madre en otra alcoba.
¡Pobre Margot!
Se la imaginaba llorando, asustada, abrazada estrechamente a la mamá, con el terror del recuerdo de aquellos hombres negros y con el terror, aún más hondo y más frío en su misma pureza inmaculada, de haber visto su deshonra en todos los periódicos.
¡Oh, claro! Una virgen de quien dícese que no lo es..., un ángel de mujer que estima su honor más que la vida... y que no puede demostrarle que es calumnia, calumnia vil, a toda España, más que con una rectificación sin firma siquiera, sin fuerza.
¡Bien dados, aunque harto pocos, estaban los trompazos al corresponsal! Deploraba no haberle roto de veras las narices.
Y volvía a pensar en Margot, que lloraría, que lloraría..., víctima de un mentecato que quiso darse tono telegrafiando sandeces.
¡Pobre Margot!
Fumaba, paseaba, y otras veces, figurándosela a través de la pared en los brazos de su madre, no podía dejar de figurársela también en el lecho del cortijo, visto por él en el horrendo [2] desorden que conservó por la mañana..., cortadas y anudadas aún a los barrotes del lecho las cuerdas..., lecho de castidad para los ensueños de un ángel... y que..., tal vez, sobre el ángel tornó un macabro asesino en revolcadero de impudicia...
Esto le partía el corazón, tal que si él hubiera asistido a la escena y el feroz criminal hubiérale dejado en el corazón el cuchillo al entregarse a la hazaña repugnante.
Esto, cual si él, de pie, inmóvil por terrible sortilegio, conservase todavía el cuchillo y fuese eterna la escena, hacía perdurar ante sus ojos el cuadro demoniesco... ¡Pobre Margot!
Pesábale haber tenido que contemplar aquella casa del cortijo, aquella muerta, aquel destrozo de muebles, aquella alcoba, sobre todo, que era el santuario profanado de su amor y su esperanza... Y pesábale porque esto le prestaba una implacable viveza mayor a sus dolores. Quisiera no verla, y, despierto y dormido, veía la escena horrible como en un cinematógrafo infernal.
Margot, acaso apenas trasvelada al dulzor y entre las luces rosa de la larga carta que hubo escrito para él, y que él mismo halló al día siguiente en la mesita. Todo silencio en la noche. Todo amorosa calma en la casa. De pronto, golpes; el guarda que, llamando abajo, la despierta. Luego, rumores sordos, algún ronco rugir que no supiese ella si era del viento, y luego, nada... Pero Margot, inquieta, vigila atenta en su cama, y no ha vuelto a dormir... Oye pasos, que bien pudieran ser de un gato, o papeles que arrastran no se sabe qué por las tinieblas, y algún tropezón de alguien contra un mueble cerca, en el oscuro corredor, la incorpora a las almohadas... Mira la puerta a la vaga luz del crucifijo, y un escalofrío debe correr por su nuca..., porque la puerta se mueve, porque la puerta es empujada por invisible mano... Después, ¡ah!, un espasmo de horror en los ojos y en la sangre: los dedos grandes y negros de la mano han cogido el borde de la puerta, y entre ambas hojas asómase en silencio la hoja de un cuchillo y la espantosa cabeza de un ladrón.
Un grito, otros gritos fuera, de la madre, de su padre...; más gritos abajo, por la casa entera, llena de bandidos..., y la infeliz se desmaya... ¡Sí, fueron simultáneos los gritos, según las declaraciones! ¿Por qué tenía él datos tan exactos para reconstituir todo esto...? Y Athenógenes, el juez hombre aquí y con casi una lágrima en los ojos, con la indignación y la ira en el pecho, seguía forjándose la visión tremenda en la parte también que todos tal vez le callaban... El asesino la ató, primero, los brazos y los hombros; luego, los pies..., y al descubrirla..., al tocar con sus manotas coriáceas la carne blanca, la carne pura de la virgen...; al contemplar brutal la hermosa desnudez de la pobre desmayada..., debió de fulgurar en sus ojos la codicia y en su boca sucia un beso... Al poco rato, Margot, la pureza, la hermosura entera de Margot, despertaría del desmayo, de miedo bajo el peso de la bestia... ¡Despertaría ahogada por las barbas, por el monstruo horrible y repulsivo, por el contacto brutal que haría volver en sí de no importa qué desmayos de horror a toda honesta..., y, tras breve lucha de indignación y de locura, volvería a caer inerte en otro más hondo desmayo, en que al espanto se juntasen el asco y la ignominia y la vergüenza de quien va a morir en un doble e inmundo asesinato... de la honra y de la vida.
Que esto debió así suceder y no en orgía de lujuria de borrachos luego del festín...; que sólo un desalmado, el que la ató, y no todos, había abusado de ella, decíaselo con bien triste consuelo al pobre novio el hecho de no haber sufrido atropello alguno las criadas... Una de éstas, en efecto, con el afán de desmentirlo al menos para sí, y con el incuidado y con el honrado impudor que sólo a ciertas educaciones les permiten ciertas pruebas, habíase hecho reconocer por un médico.
¡Ah, pobre Margot, pobre divina guardadora de pureza... para el abyecto desposorio de un criminal asesino..., sobre otra cámara donde yacía ya una estrangulada..., junto a otras estancias donde ella misma no sabría si estaban apuñalando a su madre, a su padre, que no la pudo defender!
¡Bah, sí; le parecía a Athenógenes que de su Margot sólo quedó allá, en la finca, este espectro de desgracia..., y que esta otra real, que lloraba al lado opuesto de estos muros, era una especie de infeliz asesinada que unos brazos crueles del destino habían arrojado a un abismo!
La pena hízole alejarse de la casa.
Fué a la suya y se acostó.
Un día recibió el juez un anónimo: «Se sabe que sostienes vergonzosamente las relaciones con Margot. ¡Amigo, valen mucho sus millones!» Lo estrujó y lo despreció, dominando el como latigazo de nieve que le había tendido por los nervios. Pero creyó que podría olvidar el cobarde escrito y al cobarde comunicante, y no fué así. Le preocuparon muchas horas. En resumen, vino como a probarle la pureza de su novia, porque el hecho de mostrarse alguien interesado en que no siguiese él las relaciones respondía al supuesto de que ese mismo alguien, a raíz de la catástrofe, hubiera sido el inventor de la mentira vil.
Otro día recibió otro anónimo. Este traía letra de mujer: «Está probado que eres un sinvergüenza, que no buscabas por Margot más que los cuartos. Antes, habiéndote casado con ella, lo podrías disimular. Ahora no, hijo, me parece.» Y era de mujer también el espíritu de la cruda injuria. Es decir, que coincidían los pretendientes fracasados y las amigas envidiosas de Margot. ¡Pobre Margot! ¡Cada cual sacaba de su honra un pedazo entre los dientes!
Le preocupó más esta vez. Veía con tristísima evidencia que, siendo pura o no siéndolo Margot, y desde el momento en que su honra no la tiene cada uno, sino que se la tienen las gentes, era una irremisible deshonrada. Honra: concepto social; pues bien, la pobre Margot lo tenía perdido, y aunque él, por íntima persuasión y generosidad de su conciencia, se casase con ella sin escrúpulos, no por eso sería menos verdad que él se casaría con un ángel, con una santa, con una mártir...; pero con una deshonrada.
Amargándole en grado mayor todavía la impresión de esta verdad, tan absurda como innegable y formidable, él, que, como buen hombre de orden y como excelente abogado, era un casuísta, tuvo consigo propio que convenir en que había elegido a Margot, al llegar a esta ciudad, con propósitos de boda, no porque fuese la más bella de todas las muchachas ni porque fuese la más buena, aunque, al fin, esto hubiese resultado, sino por ser la más rica. Emeria, por ejemplo, superaba en perfección de cara a Margot, y aun más linda que Emeria, indiscutiblemente, era Paquita (beldad como de postal), la hija del humilde escribano de actuaciones.
Claro estaba que no podían en su elección tampoco reprocharse violentas concesiones de fealdad, porque Margot distaba más que mucho de no ser una mujer encantadora, y bien claro veía al mismo tiempo que el factor de su riqueza fué tomado en cuenta por una suerte de afinidad de rango..., por una indudable caballerosa idea de ennoblecer más sus prestigios, si cabía, con el fausto que da siempre la desahogada posición. ¡Culto exterior de otro culto interno de hidalguías! Pero por lo mismo, si una obligación de caballero hízole atender a tal nobleza, dominándole hasta los locos impulsos libres del corazón, otra obligación de caballero imponíale ahora el caso de aceptar o no aceptar lo que pudiera convertírsele en oprobio.
¡Ah, si las rígidas delicadezas de su respetabilidad, de su alta educación, no le impidiesen a Margot que la reconociesen los médicos, igual que a la criada, colgando en plena plaza una tablilla!... Gran pena entonces (porque cada cosa de éstas le iban aumentando al bello juez la certidumbre de que ella estaba pura) para los fracasados pretendientes y las amigas envidiosas..., cualquiera de los cuales habría escrito el anónimo. Emeria, no; era una aturdida, a quien todo le importaba dos cominos: ya hablaba con otro forastero por la reja..., con un capitán de la Remonta; ya le estaría dando la muñeca a besar...
Otro día, la Prensa, con títulos de gala, trajo otra larga información, que fué para la ciudad de inmenso regocijo y cruel para Athenógenes. Los cuatro famosos criminales el Trianero, el Rascao, el Obispo y el Raigón, habían sido capturados junto a Córdoba.
¡Cómo comprendió el infortunado juez, casi pesaroso de sus golpes a Morcillo, la indiferencia del ajeno mal ante la vanidad de un triunfo resonante! De una manera inversa, hoy, antes estos periódicos, que le acusaban de torpe sin querer, él, sufriendo la tristeza de la suerte de otro compañero, hubiera dado algo por que no cogieran nunca a los bandidos..., así robaran y matasen a media Andalucía... Muy torpe, sí, muy torpe, y más estúpido que el corresponsal. Por haber contribuido él a afirmar que no estaban en Extremadura los cuatro malhechores, cuando estaban, además, en su distrito, se fué al campo la familia de Rivadalta, y ocurrió lo que ocurrió; luego, ni supo vengarla por su mano, aun hallándose interesado tan cordialmente...
Y una noche, por la parte más oscura de la calle Zurbarán, y deferente, por último, Margot a las súplicas del novio, que ahogábase sin verla, que decíala en cada carta que necesitaba verla y hablarla para no acabar de creer, al no consentir sin motivo en ello, y por sus respuestas vagas y breves, que le iba perdiendo el cariño, ella consintió en salir a la ventana.
Fué una espera de ansiedad y fué un momento el de acercarse, cuando sonaron los cristales, casi fantástico, casi terrible..., como en quien va a mirar galvanizada una muerta en su tumba o a verla resucitada. Margot vestía de oscuro, y se mantuvo, como en espasmo y paralización de espectro, de pie, entre las hojas de la vidriera y en el marco de negro fondo, sin acercarse a la reja. Le tendió él una mano, y ella, al darle la suya y sentírsela estrechada..., lloró, lloró profusamente, doblando la cabeza al pañuelo que en la otra alzó. Athenógenes dió un beso de piedad en la pobre mano que temblaba.
No habían cambiado una frase aún, ni siquiera de trivial saludo, en la emoción profunda que a él hacíale respetarla el llanto. Pero, al levantar el rostro la infeliz, el novio recibió toda la sorpresa. Estaba demudada y era otra. La velutina con que, quizá por gentileza, había querido ocultarle los destrozos de su faz, quedaba lavada por las lágrimas. Unas ojeras muy grandes, unos pómulos salientes, una boca seca, árida, cansada.. Una tísica, bella, sí, más bella acaso que nunca, por el sufrir ennoblecida; pero espectro..., espectro de sí propia. ¡Una vida arruinada, asesinada..., que se comprendía que no escribiese a quien tampoco ya pudo estarla escribiendo con reflejos inmediatos de su alegría y de su hermosura, sino aquellas líneas breves e inciertas!
Tuvo Athenógenes completa la visión de la horrenda noche, cuyo fatídico despojo en esta mujer se le ofrecía trágicamente a la triste luz de una farola de la calle, y, sin querer, le habló de los bandidos.
— ¿Sabes?... ¡Los han preso! ¡Los ahorcarán!
Margot lloró de nuevo más inconsolable. Esta salutación de piedad, de noble ansia de venganzas que, al fin, dedicábala su novio, le había ido al corazón rectamente. Quiso el piadoso compartirle las penas, los recuerdos imborrables, y exclamó, tras un silencio:
— ¡Cuánto sufrirías aquella noche! ¡Oh, Margot! ¡Mi Margot!
La vió en seguida temblar..., sintió que le retiraba la mano en una indecisión de convulsiones, y quedóse él envuelto en el profundo respeto del horror de la infeliz..., sin saber ni qué decirla para no agrandárselo. La mano había ido a reforzar en el pañuelo, con la otra el vano empeño de atajar el llanto inagotable. La frente y los hombros habían tenido que apoyarse contra el bastidor de la ventana..., y se diría que iba a caerse...
— Pero, Margot, ¿qué te pasa? — acorrió, metiendo los brazos por los hierros, con el fin de sostenerla, el que un momento lo temió.
Sino que ya ella había recobrado por sí misma el equilibrio, y exclamó, tras otro instante en que contuvo los raudales de sus lágrimas:
— ¡Vete, por Dios! ¡No estoy buena! ¿Lo estas viendo? Me mareo... Por eso no quería salir a hablarte... ¡Vete! ¡Estoy muy mal!
— ¡Oh, sí, bien, mi Margarita!... ¡Pobre! Entrate..., y cuídate y olvida... ¿Quieres que avise en el portal a una criada para que te lleve?
— No... ¡Adiós!
Sin prisa, al fin, ella le cogió una mano y se la estrechaba con fuerza.
Se la estrechaba con fuerza, con fuerza..., con un frío en la mano suya y con una infinita avidez que heló a Athenógenes.
— ¡Adiós! ¡Adiós! — repetía ella —. ¡¡Adiós!!
Y, lejos de soltarle, oprimíale más, toda recta y fija ante él, con una inmovilidad de mármol, hasta darle miedo. Tenía esto la traza de una eterna despedida. Ni las lágrimas, que volvían a verterse en abundancia, eran capaz de quitarle su quieta, su intensa fijeza loca a aquellos ojos.
— ¡¡¡Adiós!!! — le lanzó por última vez al invadido por la nieve que ella le había ido transmitiendo desde el alma.
Y se arrancó de un tirón en la oscuridad..., demasiado firme, demasiado enérgica..., sin haber cerrado siquiera los cristales.
El, contemplando el fondo impenetrable y tenebroso donde un momento hubo de marcarse el cuadro de luz de la puerta por donde huyó la infeliz, tuvo por otro instante el ansia de gritar..., ¡de llamarla!..., ¡de llamarla!... Luego giró, tomó la acera arriba y se afirmó plenamente en la conciencia:
«¡Sí! ¡Fué ultrajada aquella noche!»
Pero el ultraje, cuya persuasión absoluta le llegaba a través de tanto dolor de amor, de tanta dignidad, de tanta heroica nobleza, no podría él decir ahora si le consagraba más a ella para siempre... ¡tanta era la congoja de su pecho!
Llegó a la fonda y le escribió, durante cuatro horas, una carta de franquezas ultrahumanas, en que prometíase con orgullo como esposo de la mártir, héroe él también.
Por la mañana, al despertarse, la rompió. Y le escribió otra de hábiles y frívolos cumplidos. La mañana volvíale su serenidad al pensamiento. Era asaz trascendental para darla por bien resuelta en una hora de lirismos la resolución, que, de tomarla, aún más profundamente heroica y noble, habría de ser bien meditada.
Ya lo pensaría.