Los Césares de la Patagonia/XVI
Exploración de Basilio Villarino.
Como quiera que el rey se había reservado la designación de los parajes que en el litoral patagónico debían fortificarse y el nombramiento del comisario, en 1778 partió de La Coruña don Juan de la Piedra á bordo de La Diana, y fundó el primer establecimiento de San José en Bahía Honda. Por divergencias con el virrey de Buenos Aires fué procesado, y su causa se tramitó en la Península, sucediéndole don Francisco de Viedma, que en la boca del Río Negro fundó la población y fuerte del Carmen de Patagones.
En el pliego de instrucciones dadas por el Gobierno español al comisario superintendente se le ordenaba "practicar los más exactos reconocimientos del país inmediato, procurando sacar de ellos todo el provecho posible para la solidez y aumento de los establecimientos, extendiendo sus exploraciones á los terrenos internos. Procurará dirigirlos por mar como á primer objeto hacia la boca del Río Colorado ó de las Barrancas, que se interna en el reino de Chile y se halla situado como á 20 leguas al Norte del Río Negro, que forma el puerto de la Bahía sin Fondo."—Este mandato de exploración patagónica era, como se ve, para algo más que "con el importante fin de hacer la pesca de la ballena", como decía la real cédula primera; y es que á la corte de Madrid le preocupaba el peligro de que una potencia extranjera se internase por el Río Negro y llegase hasta Valdivia, cruzando la cordillera, como escribía Falkner.
En virtud de la Real orden se encomendó en 1782 la exploración del Río Negro al teniente de la real armada don Basilio Villarino, gallego benemérito que en los dos años anteriores había hecho reconocimientos sucesivos por el Río Colorado. Saliendo del Carmen subió el Río Negro con cuatro chalupas de tres pies de calado, armados con pedreros y tripulados por 62 hombres. Villarino llevaba consigo el libro de Falkner y por él se guiaba. Quedó asombrado de la precisión con que el gran viajero describía los parajes y de la corrección con que el mapa señalaba el curso y entronque de los rios, especialmente del Negro, por el que ahora navegaba.
Como el piloto español iba contra la corriente y el río llevaba poca agua, por ser época del verano, su tripulación tenía que echarse al agua diariamente para arrastrar las embarcaciones por los bajos ó abrir canales. Otras veces tropezaban con barricadas de troncos ó de peñones á flor de agua y no había más remedio que tirar las chalupas á la sirga. Al mes de la partida, arribó á la isla de Choelechel, la tierra del gigante Cacapol, el amigo de Falkner. De toda la familia del cacique quedaba una hija, con la que Villarino trabó conocimiento.
Siguiendo viaje alcanzó á las caravanas indias que iban y venían de la cosecha de las manzanas, tal y como las vió Cabrera á su paso por estos lugares. Ya estaban más mansos que sus antepasados, pero seguían tan ladrones; algunos de ellos llevaban ganado robado en los campos de Buenos Aires, que se proponían vender en Valdivia. Dos desertores de la escuadrilla española que se les juntaron, movieron gran alboroto entre los indios, atribuyendo á Villarino intenciones hostiles, pero tuvieron su merecido, porque á la postre fueron asesinados por éstos.
Villarino adoptó la táctica de congraciarse con todas las princesas indias que encontraba en el camino y ellas le dieron interesantes informaciones. Algunas hablaban el español y le acompañaron de intérpretes.
A los cuatro meses de viaje, en Marzo de 1783, el navegante alcanzó á ver el Cerro Imperial, un picacho andino con honores de volcán que se refleja en las aguas del Chaja-lauquen (laguna de los chajás), ya reconocido por Falkner. Días después tropezó con el Río Limay, que viene del lago Nahuelhuapí; pero como sus instrucciones eran buscar el camino á Valdivia, entró en otro afluente del Negro, el río Caleofú, llegando al sitio hoy correspendiente al pueblo argentino Junin de los Andes. Lo mismo que Cabrera halló tantas manzanas silvestres, que Villarino, en su Diario, calcula en treinta mil las que gastó y llevó para su avío. En estos parajes encontró el navegante indios estables, y al altivo cacique Chulilaquin, que usaba un gran bastón de mando, regalo del virrey de Buenos Aires. Como á los españoles sólo los quería por el interés, después de sacarle á Villarino aguardiente, tabaco, hierba-mate, bizcocho, sombreros y hasta las cobijas de su cama, trató de armarle una zancadilla, así como el Cacique Negro hizo con Mascardi; pero no encontró quien le ayudara: antes por el contrario, tuvo que pedir al jefe español protección contra una tribu auca vecina, cuyo cacique Guchumpilque, había sido asesinado por un hijo de Chulilaquin.
Villarino se la concedió á instancias de la princesa María López, cuñada del cacique, lenguaraza y de modales finos, casi aristocráticos. El astuto cacique achacaba la causa de la muerte de su rival á que éste le exigía que se juntara con él para exterminar á los españoles; quizá fuera todo lo contrario: que él matase á Guchumpilque por no prestarse á sus intenciones siniestras. De todos modos, Villarino fingió creerle, y le alojó en su cuartel. Chulilaquin se abrazó á su protector, dando gracias á Pepechel (una deidad), que le había traído su "mejor amigo".
Disgustados los aucas con Villarino porque éste no les dejaba vengarse de Chulilaquin, no dieron paso al correo que enviara aquél al gobernador de Valdivia con el fin de ponerse en comunicación con los españoles de Chile. Viendo esto Villarino; que ya había alcanzado la latitud de Valdivia (40 grados), y que el río crecía con las lluvias, decidió el regreso. Antes se lo comunicó á su protegido para que se pusiera en salvo. En efecto, el mismo día Chulilaquin levantó sus toldos y, siguiendo el curso del Río Negro, caminó hacia El Carmen á ponerse bajo el amparo de los españoles.
También el navegante gallego llegó al mismo punto, después de un viaje de ocho meses al través de medio continente, por ríos poco accesibles, por sitios únicamente visitados por los misioneros jesuítas y notable por la prudencia y energía con que afrontó los peligros de la indiada.
En seguida de su arribo, Villarino remitió su Diario al virrey de Buenos Aires, quien lo pasó á informe del capitán de navío D. José Varela. Este marino, rindiendo justicia al merito de su camarada, encomió el reconocimiento hecho del Río Negro, y sobre este particular manifestó que, según los datos de la exploración, era materialmente imposible que una potencia extranjera cruzara por la vía fluvial del Negro la Patagonia hasta alcanzar la cordillera. En virtud de este informe, el gobierno de Madrid retiró las guardias de San José y San Julián, conservando sólo el fuerte del Carmen de Patagones para proteger la pesca en el litoral, monopolio de las "compañías" de Cádiz y Madrid.
El fin de Villarino fué desgraciado. Al año siguiente de su famosa exploración, acompañando al intendente Piedra, ya repuesto en su destino, á una expedición contra los indios entre la cuenca del Negro y Colorado, murieron ambos en una refriega, sumándose su nombre al de tantas víctimas ilustres en los fastos geográficos.
La nación argentina ha honrado modernamente la memoria del oficial de la Marina española poniendo el nombre de La Villarino á una de sus transportes de guerra; distinción que es un reproche para el almirantazgo español que no sabe otros nombres para cañoneros y demás buques menores, que los de personajes que han pasado por el Ministerio de Marina, sólo inmortalizados en las colecciones de la Gaceta.