Los Templarios - I: 28

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Capítulo XXVIII - Desaliento[editar]

Desde la funesta revelación que don Guillén Gómez de Lara tuvo en la fuente, cayó sobre su corazón una losa fría como un sepulcro. La conversación de las zagalas que había sorprendido le hizo conocer el origen de la desaparición de la pérfida cuanto hermosa Elvira.

Encerrose don Guillén en su castillo, y se disculpó con el rey pretextando que se hallaba gravemente enfermo, por cuya razón no podía regresar a Alcalá de Henares, como había prometido. Y a la verdad que no mentía el noble Lara al decir que estaba enfermo; pues le aquejaba la dolencia más cruel que puede afligir a un mortal. Estaba enfermo del corazón. Había en el dolor de don Guillén algo de terrible y de satánico. Ciertamente que nadie, a excepción de Elvira, le había ofendido; pero el celoso Lara, de bueno y generoso que antes era se había vuelto ahora maligno, rencoroso y cruel para con todo el mundo. Hubiera querido tener en su mano el secreto de envenenar el corazón de todos los hombres de la misma manera que lo estaba el suyo.

También con el mismo golpe había sido herida otra persona. El triste Álvaro del Olmo afligíase al pensar en la liviandad de Elvira, no porque él hubiera de ser en algún tiempo amado de ella, sino porque adorándola como a una creación divina, Álvaro sentía ver a Elvira mancillada, del mismo modo que sentimos ver la tierra cubierta de crímenes. No porque personalmente le perjudiquen las maldades se aflige el hombre en presencia de ellas, sino porque se mancha el cándido manto de la pureza ideal, porque la fe que tenemos respecto a los demás nos abandona, porque la virtud llora desamparada.

Durante muchos días ambos amigos permanecieron abismados en sus tristes reflexiones y encerrados obstinadamente en el castillo.

Una sola persona había sido recibida alguna que otra vez por los dos mancebos. Esta persona era el trovador, a quien trataban sus dos amigos con la mayor ternura y confianza.

Era una tarde al caer el sol.

Don Guillén estaba asomado a la ventana de su aposento, y contemplaba extático el bello cuadro que la naturaleza presentaba ante sus ojos.

Largo rato permaneció en esta actitud, perdido en sus pensamientos como una navecilla en medio del Océano.

-¡Oh! -exclamó de pronto-. ¡Límpido azul de los cielos! ¡Moribunda luz del sol poniente! ¡Blando murmurio del río! ¡Dulce encanto de la selva! ¡Ronco hervir de los volcanes! ¡Sonante estrépito de los torrentes! ¡Perfumadas flores que engalanáis el manto de la primavera! ¡Antorchas de la noche, fúlgidas estrellas, capitaneadas por la luna! ¡Tempestades bramadoras, magnífica y formidable orquesta del Criador!... ¡Ah! ¿Por qué, a vuestro aspecto, mi alma permanece ahora insensible, como la piedra abandonada en el desierto arenoso? ¿Qué he hecho yo, Dios mío, qué he hecho yo para que aquella fuerza sublime que dentro de mí pensaba y sentía, se haya evaporado como un riquísimo aroma de una vasija destapada? Antes, mi pensamiento se paseaba gozoso por todas las bellezas del universo, como el águila que mide el éter con sus alas, teniendo el sol por corona y los montes y los mares bajo sus plantas... Un dulce y plácido sentimiento se unía a mi existencia. ¡Yo era feliz de ser! Ahora mi espíritu se agita dentro de mi cuerpo, y me atormenta y me punza como si llevase un vestido de espinas... Una soledad espantosa me cerca, la tristeza ha penetrado hasta la médula de mis huesos, un fúnebre crespón cubre toda la naturaleza, el inerte desaliento se ha apoderado de mi espíritu, y ha lanzado sobre mi cabeza una montaña de hielo... ¿Es posible que una mujer encontrada al azar pueda tanto sobre el corazón del hombre? ¿De dónde dimana tan extraña y poderosa influencia? ¡Elvira! ¡Elvira! Yo conozco que eres indigna de mi recuerdo siquiera, cuanto más de mi amor... ¡He aquí los misterios del alma humana! Yo amaba antes al amor mismo, y mi ser abrigaba por la creación entera un sentimiento santo y purísimo, un sentimiento que, como un preciado tesoro, tuve la debilidad de encerrarlo en una mujer indigna y pérfida. Yo no la elegí el acaso la presentó en mi camino, y ella fue el aura fecundante que hizo brotar la flor de mis amores, ella fue el mágico tridente que, como el de Neptuno, embraveció el mar de mis pasiones. Estas existían antes, es verdad; pero no se reconcentraban en un objeto, sino que se esparcían sobre el universo, como la luz y el aire se difunden en la inmensidad del espacio... ¡Poner en ella mi amor fue arrojar al mar mi tesoro! Y ahora, ¿adónde iré? ¡Cuánto valen las primeras impresiones! ¡Un encuentro casual arrastra en pos de sí toda una existencia! ¡Una esperanza desvanecida deja al hombre ciego y triste, como quedaría la tierra si el sol se despeñase en los abismos de la mar!... ¡Oh! El desaliento... El desaliento es la muerte más cruel que puede afligir la vida humana! ¡Es vivir para el dolor! ¡Morir para la alegría!...

Y el mancebo se enjugó dos lágrimas, que no fue dueño de contener en sus ojos enrojecidos.

-¡Ira de Dios! -exclamó como avergonzado de su llanto-. ¿Es posible que un acontecimiento semejante haya trastornado mi naturaleza hasta el punto de no conocerme yo mismo? ¿Quién había de pensar que la perfidia de la mujer había de influir tan portentosamente en el alma del hombre? ¡Ah! ¿En esto han venido a parar mis proyectos de perfeccionar cuanto fuese posible mi naturaleza?... Ilusiones!... ¡Maldito sea el refulgente velo de la fascinación que engaña al alma!... ¡Maldito sea el amor, el más grave de todos los pasatiempos, la más dulce de todas las mentiras, la más amarga de todas las verdades! ¡Malditas sean la fe y la esperanza que ponemos en las mujeres!

El noble mancebo exhaló un profundísimo suspiro, y las lágrimas corrían hilo a hilo por sus mejillas. Luego, como cediendo a la agitación que le devoraba, comenzó a pasearse a grandes pasos por el aposento.

Al fin se detuvo otra vez en el mismo sitio, y volvió a fijar sus miradas melancólicas y errantes sobre las encinas del bosque, cuyas copas aparecían como de oro, suavemente heridas por los moribundos rayos del sol.

-¡Cómo! -exclamaba-. ¿Cómo tan pronto huisteis, hermosos ensueños de amor? ¿En dónde está el plácido sosiego de mi alma? ¡Ah! Mi ventura fue un brillante meteoro que cruzó rápidamente los espacios, dejando en pos de sí tristeza y oscuridad... Y, sin embargo, ¡infeliz de mí! dos almas habitan dentro de mí mismo, y la una sin cesar propende a separarse de la otra. Por una parte, los movimientos ciegos e impetuosos del sentimiento me encadenan a este mundo, y los sentidos me prometen saborear una a una todas las voluptades de la tierra... ¡Oh, vana esperanza! ¡En lugar de placer sólo he hallado dolor!... En cambio, el espíritu que piensa, sacudiendo violentamente la negra noche de los sentidos, se arroja osado a las regiones de lo infinito....¡Oh! ¿Es posible que en ese espacio magnífico y luminoso que media entre la tierra y el cielo, en donde continuamente se agita un diluvio rutilante de astros, es posible que no habiten sílfidas y espíritus? ¡Genios del aire, venid a mí y arrebatadme en nubes de oro y conducidme a una vida nueva y luminosa donde mi espíritu gigante pueda saciar su hidrópica sed en los ocultos manantiales de la verdad eterna! ¡Cuánto el deseo de saber me devora! ¡Cuánta desesperación me causa la ley fatal de la materia inexorable! ¡Si yo pudiera vencer tantos imposibles! ¡Que no tuviese yo una alfombra encantada, como la de Hussaín, para que me condujese al través de los espacios inmensos!...

Don Guillén quedó sumergido en una profunda meditación y fijos los ojos en la bóveda azul de los cielos, que ya comenzaba a vestirse de estrellas.

Aquel espíritu impetuoso, ya que en la tierra había encontrado tan amargas decepciones, se abalanzaba ahora con curiosidad sublime hacia los misterios de la creación, que a sí mismo pretendía descifrarse.

-¡Cuánto me engañaba! -exclamó el mancebo-. El sentimiento es todo! ¡Esta era mi creencia!... ¡Mentira! ¡Mentira!... Es verdad que el sentimiento se desarrolla siempre paralelo a la inteligencia; pero es preciso confesarlo, la inteligencia va delante. En este momento, ¿no lo estoy experimentando yo mismo? ¡Ah! La aspiración sublime hacia la verdad vale mucho más que el amor. Mas ¿qué digo? Si el vuelo audaz de mi espíritu me complace, ¿no es también porque tributo a la verdad una adoración santa? ¡Siempre el sentimiento! ¡Siempre el amor! Si no adoramos a una mujer, amamos a una idea; si no es a una idea, nos enamoramos hasta de nuestras mismas ilusiones... Se ha dicho que la ilusión es mentira. ¡Qué absurdo! La ilusión es mentira porque no tiene existencia real... ¿Por ventura, no es también naturaleza el interior del hombre? Las ilusiones, pues, son una verdad innegable, a la vez que la actividad más necesaria de la naturaleza humana... Sí, sí, es preciso que yo salga de este letargo que ha paralizado todas las fuerzas de mi pensamiento... La vida del hombre es una peregrinación hacia lo infinito... ¡Y bien! Atravesaré llanuras, salvaré montes, surcaré mares, y después otros montes y otras llanuras... ¡Mi corazón fogoso necesita una actividad sin límites!

Don Guillén quedose abismado en este profundo pensamiento, en el cual se encierra todo el secreto de la insaciable ansiedad de la vida humana.

El gallardo cuanto afligido joven dejaba ahora volar su imaginación hacia desconocidos horizontes que le prometían nuevos paisajes, pasiones nuevas y diferentes y bellas ilusiones. ¡Este es el gran secreto! Mientras a una ilusión desvanecida pueda reemplazar otra ilusión naciente, ¿quién se atreverá a contrastar el indomable brío, la aspiración constante, el febril arrebato del corazón humano?

El amor, el odio, la venganza, la generosidad, la ambición, la gloria, el placer, la tristeza, la ciencia, todos esos hilos de fuego, en fin, que se anudan y entrelazan, ahogando, afligiendo, recreando y ennobleciendo al hombre, se encerraban en el pecho de don Guillén con increíble fuerza, y trabando en su interior una lucha espantosa y semejante a la del caos antes de que el mágico poder de la palabra divina crease los mundos.

El señor de Alconetar quería saberlo y gozarlo todo. Espíritu inmenso como el Océano, voluntad de bronce, personalidad enérgica, orgullo indomable, don Guillén poseía todos los dones sublimes del genio humano. En cambio, en su altiva independencia se encontraba a un mismo tiempo el germen de su pequeñez y de su grandeza. Aquella criatura poderosa, que encerraba en sí misma de la manera más enérgica todos los elementos de la vida y todas las condiciones del bien y del mal, era una especie de ángel caído, porque, como Luzbel, no reconocía otra ley que los impulsos de su voluntad soberana.

A la sazón el mancebo aún no tenía conciencia de sí mismo. Intrépido guerrero, mas no veterano, ignoraba él mismo todavía cómo se había de conducir en el fragor de los combates.

Tal vez aquella primera decepción, la liviandad de la pérfida Elvira, era la que había acumulado sobre el corazón del mancebo tanta amargura, que con ella había para llenar de hiel y de veneno a la humanidad entera.

Largo rato permaneció el joven sumergido en su meditación, comprendiendo que entre otras cosas necesitaba amar y viajar; pero ¿quién sería el objeto de su amor?

Súbitamente, como para responder a esta secreta pregunta, se abrió la puerta del aposento y apareció una doncella de maravillosa hermosura.

-¡Blanca! -exclamó don Guillén.

La candorosa virgen estaba trémula como la azucena agitada por el viento. Su abundante y blonda cabellera caía sobre su ebúrnea espalda como una lluvia de oro, como una brillante aureola. Su angélico semblante revelaba profunda tristeza, que, sin embargo, aumentaba el encanto de aquella beldad divina. La joven iba vestida de blanco y parecía una sacerdotisa de Vesta.

Don Guillén clavó una mirada escrutadora en la hermosa virgen.

Y al punto recordó la tierna solicitud de Blanca durante todo el tiempo que él estuvo enfermo de resultas de la herida que recibió en la ventana del jardín de la pérfida Elvira.

¡Ah! El ingrato no sospechaba siquiera el dulce, sentimiento que había inspirado a la inocente Blanca.

Súbito el carmín del pudor tiñó las mejillas, poco antes pálidas, de la enamorada doncella.

Y haciendo un esfuerzo sobre sí misma, se dispuso a hablar al hermoso caballero.

-¿Quieres decirme alguna cosa? -preguntó don Guillén.

En vano la virgen se esforzaba por responder. Durante algunos minutos guardó silencio. La turbación le impedía el uso de la palabra.

Por último, toda confusa y sonrojada, la joven balbuceó:

-¿Es cierto, señor, que pensáis ausentaros de España?

-Lo he pensado.

-¡Oh, Dios!

-Pero todavía ignoro si llevaré a cabo mi pensamiento.

-¡Si permanecieseis aquí!

-¿Quién te ha dicho mi proyecto de viajar?

-Mi hermano.

-Justamente he hablado de eso con él y con Jimeno.

La virgen guardó silencio por algunos instantes. Luego asió la mano del joven y la besó con una expresión de profundo respeto, como pudiera haber besado la mano de un sacerdote.

Don Guillén no dejaba de admirarse de todo lo que le pasaba.

-Pues bien, señor, -dijo la joven-, necesito revelaros un secreto...

Blanca se detuvo.

-Habla, hermosa niña, habla.

-Si os ausentáis... tomaré el velo de las vírgenes del Señor en el convento de Nuestra Señora de la Luz... Además, estoy segura de que no vivirá mucho tiempo después de vuestra partida. ¡He aquí todo cuanto tenía que deciros!... ¡Adiós!

Y la virgen, cubriéndose el rostro con ambas manos, ahogó un sollozo y desapareció rápidamente, dejando atónito a Gómez de Lara.