Los Templarios - I: 29

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Capítulo XXIX - Las dos copas[editar]

Era por la mañana. Don Guillén, según su costumbre, después de levantarse había ido a pasar revista a sus perros, halcones y caballos. Ordinariamente le acompañaba en esta inspección matutina el buen Pedro Fernández.

En uno de los patios, en el cual veíase un magnífico picadero, estaba don Guillén haciendo caracolear a un soberbio caballo árabe, que el año anterior le había regalado don Diego de Guzmán. Es de advertir que los Templarios poseían los mejores caballos que en aquella época había en Europa, porque se los enviaban los Templarios de Oriente.

Después que el joven caballero hizo marchar a su corcel al paso, al trote, al galope, y aun a la carrera, le obligó a saltar y hacer corvetas. Luego entregó el caballo a un palafrenero, felicitando a Pedro Fernández por el buen estado de instrucción y lozanía en que se encontraba el arrogante kochlan.

Era extremada la habilidad de don Guillén en equitación. Otra persona, a más del palafrenero y Fernández, había sido testigo del gentil donaire con que el mancebo manejara el caballo: Blanca, desde una ventana de la torre principal, no había perdido de vista ni un momento al gallardo y diestro jinete.

En seguida Lara fue a la perrera. Los fieles animales, acostumbrados a aquella visita diaria, comenzaron a saltar y latir de contento, como si quisiesen saludar a su dueño agradeciéndole la visita. Había allí perros de todas clases, lebreles, perdigueros, sabuesos, galgos, zarceros. En un sitio aparte, y mucho mejor cuidados que los demás, estaban aquellos que amaestrados con más esmero los llaman quitadores. De éstos había uno de cada especie, y formaban como un cuerpo de preferencia.

Don Guillén había concertado aquel día salir de caza con su amigo Álvaro. Este prefería la caza menor; pero Lara era más aficionado a la montería y volatería. El mancebo, pues, siempre acompañado del inteligente Fernández, fue a revisar las alcándaras, y él mismo cuidó por su mano algunas aves que por su maestría y bravura merecían la predilección de su dueño. En las alcándaras veíanse varias especies de aves cazadoras. Había halcones, gerifaltes, azores, sacres, neblíes, alcotanes y esmerejones. En el mismo sitio se veía también abundante provisión de guantes de gamuza, de capirotes y de otros efectos indispensables para la caza de cetrería.

Terminada esta requisa, ocupación muy importante para un caballero de aquella época, don Guillén volviose a su aposento, y en el camino se encontró a la hermosa Blanca.

Esta aparición no sorprendió al joven, supuesto que se verificaba todos los días.

Sin embargo, la doncella estaba más pálida que de costumbre, y sus hermosos ojos daban muestras de haber llorado.

Todos los días la joven salía al encuentro del caballero; mas siempre pasaba por su lado rápida y silenciosa. Es verdad que nada había más elocuente que la mirada purísima y suplicante que la amorosa Blanca dirigía al ingrato.

Aquella mañana no sucedió así.

Blanca se detuvo delante de don Guillén, que la contemplaba seducido por tan extraordinaria belleza.

Debemos advertir que ya habían mediado varias conversaciones entre ambos jóvenes, y que don Guillén había hecho ciertas exigencias a la candorosa virgen, exigencias que Blanca había rechazado con indignación. La infeliz lloraba porque amaba con locura al hermoso caballero, y un corazón que ama siempre cede a la irresistible aspiración de su ternura.

Conocía Blanca la dureza de su amado, y no obstante, su amor parecía crecer con los desdenes. No hemos dicho bien: Lara no se manifestaba desdeñoso; al contrario, trataba a la joven con la más exquisita galantería y hasta con cariño; pero este afecto, en el sentido que don Guillén lo experimentaba, era culpable para él e injurioso para ella. Los más crueles desdenes no habrían mortificado tanto a la doncella como la pasión que don Guillén le había manifestado, por más que esta pasión fuese, como realmente lo era, incontrastable, ciega, volcánica.

La joven permaneció algunos momentos inmóvil delante de don Guillén.

Al fin exhaló un profundo suspiro.

-¿No harás lo que te he suplicado? -preguntó don Guillén.

-¡Oh! No os burléis de mi amor, -dijo la doncella con timidez y sonriendo melancólicamente.

-¡Burlarme!

-¡Tened piedad de mí!

-Hablo de veras.

-¡Señor!

-Ya te he dicho lo que quiero.

-¿Lo queréis absolutamente?

-Lo exijo.

-Pero...

-De lo contrario, creeré que no me amas.

-¡Que no os amo!... ¡Ah! No digáis semejante blasfemia.

-Si eso fuera cierto...

-¿Qué?

-No te opondrías tan tenazmente a mis deseos. Yo no comprendo el amor sino como una completa abnegación. Cuando yo me convenza de que eres capaz de sacrificármelo todo, mi amor será más grande que el tuyo.

El orgullo egoísta pronunciaba estas palabras sonriéndose.

El amor desinteresado las escuchaba gimiendo.

Largo rato estuvo Blanca silenciosa, víctima de una lucha cruel, y con la cabeza inclinada, como el débil tallo de una flor que se doblega al rudo impulso del huracán. El amor de Blanca era el suspiro de las brisas, la luz de una estrella, el perfume de una flor, la melodía inefable de un arpa eolia.

El amor de don Guillén era un volcán de deseos.

Cuando Blanca levantó la cabeza, sus ojos estaban inundados de lágrimas y sus mejillas coloradas con el más vivo carmín. La joven clavó una mirada profunda en el hermoso caballero.

-Pues bien, -dijo Blanca atropelladamente-, supuesto que lo queréis, sea.

-¿Y cuándo?...

-Al anochecer os aguardo en mi aposento.

Blanca desapareció ligera como una mariposa.

Una sonrisa de triunfo se dibujó en los labios de don Guillén. Este en seguida se ausentó del castillo, acompañado de Álvaro del Olmo, para llevar a cabo su proyectada cacería.

Llegó por fin la hora de la cita entre Blanca y su amado.

Álvaro del Olmo se fue, como solía hacerlo muchas noches, a casa de su cuñado el mayordomo de las monjas, con el cual se entretenía jugando a las tablas.

Don Guillén, devorado por la fiebre de la impaciencia, se dirigió al aposento de la hermosa niña que tan tiernamente le amaba.

Muellemente reclinada en un sitial, vestida con el más cuidadoso esmero, apoyada la hermosa cabeza en una mano, con una expresión de vaga melancolía, hallábase Blanca en su aposento aguardando al señor del castillo.

Don Guillén quedó deslumbrado a vista de la maravillosa belleza de Blanca, que le recibió con la más dulce sonrisa.

La joven se levantó y cerró cuidadosamente la puerta. Nada podía compararse con aquella pequeña estancia, cuyo aspecto seducía y cautivaba la atención más que un suntuoso palacio. ¡Qué atmósfera de candor se respiraba allí! ¡Cuánto orden, qué buen gusto en la colocación de los muebles! Era verdaderamente una taza de plata aquella habitación, en la cual don Guillén pensaba ver realizados los voluptuosos ensueños que le inspiraba la diosa de la hermosura y del amor.

El aposento se hallaba situado en una galería, y componíase de una salita y de una alcoba, en la cual estaba el lecho de la doncella. La sala tenía una ventana que daba al campo. Sobre el alféizar se veían algunos búcaros con flores, a las cuales era muy aficionada la joven. También había allí una jaula de metal dorado que servía de cárcel a un ruiseñor, cuyos trinos melodiosos eran menos suaves que la voz de su dueña. Un bello rayo de luna penetraba por los vidrios de la ventana, y, como una sonrisa del cielo, venía a iluminar la tersa y nacarada frente de la graciosa y tímida virgen.

Al observar todo esto, don Guillén pareció muy conmovido; pero lo que más llamó su atención fue una mesa colocada en el centro, y sobre la cual se veían algunas pastas y almíbares, dos copas y una botella. Todo estaba colocado con la más exquisita pulcritud y simetría sobre los manteles de blanquísimo lino.

Don Guillén comprendió que su amada quería obsequiarle con una ligera refacción, muy oportuna en aquellos momentos en que acababa de llegar de la cacería.

-Buenas noches, hermosa niña, -dijo Lara-; a fe que estás encantadora.

-Yo bendigo mi hermosura, si ella acierta a complaceros.

-¿Quién podrá verte sin adorarte?

Y don Guillén estampó un beso de fuego sobre la nevada frente de la doncella, que se ruborizó como la rosa de mayo.

-¡Oh! ¡Cuán feliz soy! ¡Decís que me amáis!

-Como las flores al rocío.

-Y yo también, señor, os adoro con toda mi alma.

El mancebo permaneció algunos minutos silencioso, contemplando con éxtasis a la hermosa Blanca.

Al fin rompió su silencio, impetuosamente.

-¡Ah! -exclamó con voz apasionada-. Por fin será una realidad la ventura suprema que había soñado, la ventura de estrechar contra el tuyo mi corazón y confundir mi alma con la tuya...

-Deteneos, don Guillén, -dijo la joven apartándose un poco y tomando una actitud entre grave y risueña-. Ante todos cosas es preciso que hagáis honor al banquete que os he prevenido.

Una llamarada siniestra y rápida como un relámpago brilló en los ojos de la joven. Luego añadió:

-A la verdad que es muy parca esta cena; pero no es el don lo que debe estimarse, sino la voluntad y la intención de quien lo hace. ¿No es así, señor?

-Sin duda alguna; y en prueba de ello ahora mismo voy a brindar por nuestro amor y por las delicias que esta noche nos promete.

-¿De veras creéis que vais a ser muy feliz?

-Mi mayor felicidad es estar a tu lado y beber en tus miradas de fuego el néctar calenturiento del amor.

Y así diciendo, Gómez de Lara se aproximó a la mesa, y llenando de vino una copa, se dispuso a honrar los manjares de Blanca y a celebrar de antemano los placeres que su amoroso delirio le pintaba.

La joven palideció espantosamente cuando vio a don Guillén tomar la copa; empero antes que éste la hubiese llevado a sus labios, Blanca le detuvo el brazo, diciendo:

-Aguardad, señor, os suplico.

-¿Pues no me invitabas a participar de tu convite?

-Sí, sí; pero antes es preciso que hablemos.

-¿Pues no estábamos hablando de cosas muy lisonjeras, y me interrumpiste?

-Sois muy vivo de genio, señor... Ahora no se trata de cosas lisonjeras.

Don Guillén miró con extrañeza a la joven, y dejó intacta la copa sobre la mesa.

-¿Pues de qué se trata? -preguntó frunciendo el ceño.

Blanca, toda pálida y temblorosa, estuvo a punto de desmayarse al contemplar la expresión soberanamente altiva que había tomado el rostro del señor de Alconetar.

Pero haciendo un esfuerzo sobrehumano, la doncella se atrevió a decir:

-Señor, se trata de cosas muy importantes.

-Se me hace tarde el saberlas.

-Tened la bondad de tomar asiento.

-Ya estás complacida.

-Habéis de saber, señor, que en vuestro castillo he aprendido muchas cosas. Ya sabéis que soy muy amiga de la soledad; ¡ay! la soledad es la única que no interrumpe su silencio para venir a insultar mis dolores. Pues bien, una mañana había subido al torreoncillo que se llama del vigía, desde el cual, como sabéis, se descubre un dilatado horizonte que recrea los ojos y el alma con los variados accidentes de la luz en los edificios, en el monte, en la llanura. Todos los días a la hora del alba me gustaba subir a contemplar tan delicioso paisaje. Desde el torreón divisaba el campanario del convento de Nuestra Señora de la Luz, y al concierto místico de las vírgenes del Señor, que entonaban sus oraciones matutinas en el coro, mezclábanse en el exterior los ecos gozosos de las aves que revolaban en torno de la torre, a la par que bulliciosas bandadas de jilguerillos cruzaban los aires con dirección al río, cuyas riberas se ostentaban a mi vista cubiertas de verdes tarayes avasallados por altos chopos. A la otra parte se veían el convento de los Templarios y las gallardas torres de la Encomienda. Aquí y allá cruzaban algunos caballeros del Templo, que de dos en dos, con su pintoresco traje y cabalgando en sus ligeros caballos, salían a dar sus paseos hacia las márgenes del río Almonte, cuyo blando murmullo traían a intervalos las auras matinales. Yo me hallaba embebecida en la contemplación de este bellísimo cuadro que despertaba en mi pecho mil suaves emociones de celestial ternura. Esto sucedía en el tiempo que vos, señor, estabais herido, y ya recordaréis con cuánta eficacia vuestro médico Isaac procuró salvaros con el auxilio de los brebajes que él mismo confeccionaba.

-Ciertamente, -dijo don Guillén-, que en esa ocasión el buen Estigio manifestó una habilidad rara en su arte, así como tú también, amable niña, me diste entonces las más lisonjeras pruebas de cariño.

La joven, después de fijar una mirada de ternura en el caballero, continuó:

-De pronto sentí ruido de pasos; volví la cara, y con grande sorpresa mía halleme frente a frente con vuestro médico. Le pregunté si tal vez iba a buscar allí también el recreo de aquellas hermosas vistas. Entonces me manifestó que se dirigía a la celdilla que hay junto al torreoncillo, y cuya puerta, constantemente cerrada, me había ya de mucho tiempo antes llamado la atención y despertado mi curiosidad. Aquella mañana supe que aquel cubículo era el laboratorio adonde se retiraba Estigio a estudiar y a confeccionar sus medicamentos...

-Sin duda que ese judío es un hombre extraordinario, -dijo don Guillén maquinalmente. Conocíase que el joven se atormentaba por adivinar adónde Blanca iría a parar con tan largo razonamiento.

La joven continuó:

-Invitome Isaac a que penetrase en su extraño gabinete de estudio, y no pude menos de admirarme al considerar tantas vasijas, hierbas, animales disecados, libros y otros mil trebejos que yo nunca había visto. Sobre la mesa había una redoma que contenía un licor rojo de un matiz tan delicado, que imitaba todos los cambiantes de un encendido rubí. Yo dije al médico que si aquella bebida tenía el sabor como el color, debía ser un néctar deliciosísimo.

-Hermosa Blanca, -dijo don Guillén algo impaciente-, yo no acierto a comprender por qué dilatas mi ventura con tan prolijo razonamiento. Durante todo el día no he dejado de pensar en tu hermosura, encantadora niña, y en que habías sido tan amable que, me habías dado una cita esta noche en tu aposento. Nunca, hermosa Blanca, nunca la fiebre de la impaciencia ha devorado mi pecho con tanta energía; hoy yo hubiera querido, al contrario que Josué, empujar al sol en su carrera para que el día sólo hubiese durado algunos minutos; yo aguardaba la noche con la felicidad, y... ¡Ahora te atreves a mortificarme con tan crueles dilaciones!

La joven, con una expresión inexplicable, miró en silencio al gallardo y altivo caballero, que la devoraba con sus miradas de fuego.

-Tened la bondad de escucharme, señor, -dijo Blanca con su voz de querubín-. Isaac me respondió: «¿Veis este líquido tan agradable a los ojos? Pues con lo que esta redoma contiene habría bastante para envenenar a una ciudad entera, por muy populosa que fuese». Y Blanca guardó silencio.

Don Guillén quedó asaz confuso con semejantes palabras.

Pero al cabo de algunos instantes encogiose de hombros, y con el aire resuelto y altivo que le era peculiar y que daba a su hermoso semblante una expresión irresistible de soberana autoridad, preguntó:

-¿Has concluido ya, hermosa niña?

-Sí, señor; he concluido por ahora.

-¡Por ahora!

-Eso dependerá de vos.

-¿Aún tienes más que decirme?

-Tal vez.

-Pues bien, sea ello lo que quiera, vamos a lo que importa.

Don Guillén guardó silencio durante algunos momentos, como si reflexionase profundamente. Después se levantó y cogió entre las suyas la blanca y torneada mano de la gentil doncella.

Y con un arrebato casi delirante, exclamó:

-Vencido por tus miradas, hermosa niña, veo que encadenas mi corazón y despiertas en él furiosas tempestades. Apuremos hasta el fondo con ansia ardiente la deliciosa copa, aun cuando en ella se encuentren escondidas mil y mil muertes. Déjame que en blanda nube de oro y azul me remonte contigo por los brillantes espacios de ilusiones seductoras. Evócalas con tu lánguida sonrisa, con tus suspiros de amor y con las delirantes miradas de tus ojos, que robaron su color a los cielos.

Nunca el hermoso Adonis se presentó más seductor a la diosa nacida de las cándidas espumas del reino de Neptuno. Don Guillén lanzaba de sus ojos vívidos rayos de amor, voluptuoso incendio que con sus magnéticas miradas supo trasladar al pecho de la tímida Blanca, a la manera que el hirviente volcán arroja desde la cima destructores tormentos de lava sobre la llanura.

-Sí, sí, -exclamó arrebatada la virgen-. Yo no sé qué fuerza superior me domina cuando oigo el acento de vuestra voz y contemplo vuestros ojos radiantes que me abrasan con su fuego.

-¡Hermosa mía!... ¡Yo te adoro!

-Y yo os amo con todo mi corazón.

-¡Oh ventura inexplicable!... ¿No has visto jamás, hermosa Blanca, a la amorosa paloma, menos cándida que tu nombre y tu alma, cuando su ardiente compañero la requiere con blandos arrullos? Dulcemente enlazados los picos, baten las trémulas alas palpitantes y embriagados de amor...

-¡Ay! Yo conozco, don Guillén, yo conozco que nada puedo negaros. ¡Cruel! ¿Por qué me exigís tales pruebas? ¿No comprendéis que aun cuando sea para arrojarme al abismo, con tal que me ofrezcáis vuestros brazos, no vacilaré en arrojarme a ellos?

-¿Y qué nos importa perdernos en el abismo, con tal que nuestras miradas se encuentren?

-¡Ah! Yo presiento que me olvidaréis después... ¿Quién soy yo, Dios mío, quién soy yo para merecer la ventura de encadenar vuestro corazón insaciable? ¡Pluguiera a Dios que nunca os hubiese conocido!

-Preciosa niña, desecha tales supersticiones. ¿Vas a creer en vanos presentimientos?

-Ellos son una voz divina que nos envía el cielo.

-¿Y renunciarás a las voluptades inefables que nos promete la tierra?

-Por piedad, señor; tened en cuenta la amarga aflicción en que me veré sumergida cuando, después de todo, me mire abandonada y sola sin tener a quién volver los ojos en mi cruel quebranto.

-¿Es posible que tal creas? Yo siempre te amaré.

-No, no; yo conozco que vuestro corazón se me escapa. Hay en vos un no sé qué de grandeza y de altivez, que me aterra al mismo tiempo que me seduce. Además... Vuestros primeros amores...

La doncella se detuvo casi asustada. Don Guillén había fruncido las cejas con la misma soberana expresión que el Júpiter de Homero.

Reinaron algunos instantes de silencio.

-Perdonadme, señor, -dijo Blanca al fin-; perdonadme si acaso mis palabras han podido disgustaros. Sólo quisiera deciros... ¡Ah, don Guillén! Muchas mujeres os amarán. ¿Quién podrá veros sin amaros? Pero yo os digo que aun cuando cada una os ame todo cuanto pueda, os amará menos que yo, porque no es posible que haya ninguna que sienta como yo siento... ¡Ay, Dios mío! Tal vez mientras que os digo sin rebozo los sentimientos que me dominan, tal vez os estaré moviendo a risa con mi ignorancia y mi franqueza.

-No, no, ciertamente que no.

-¡Y cuando pienso que proyectáis ausentaros!...

-También pienso volver.

-Y mientras...

-Yo pensaré en ti.

-¡Ah! ¡Si vos pensaseis en mí como yo pensaré en vos!... ¿Por qué no abandonáis ese proyecto?

-Volveré más amante que nunca. Por lo demás, casi es una necesidad imprescindible para mi corazón. Los viajes desarrollan el entendimiento, ensanchando el círculo de nuestras ideas, y para esto es necesario aprovechar los años de la juventud. Visitaré la Italia, la Grecia, la Palestina, y veré otras costumbres, otros edificios, otros campos, otro cielo, otros hombres...

-Y otras mujeres, -murmuró tímida y tristemente la dolorida Blanca-. ¡Ah! Mientras que vos en remotos países estaréis gozando mil placenteras emociones, yo ¡infeliz de mí! yo saldré todas las tardes a aguardaros, y sentada en la cruz del camino cantaré tristes endechas, y preguntaré a los pasajeros: ¿habéis visto a mi amado? Y tal vez nadie me responda, o acaso me cuenten que os han visto alegre y risueño hablar de amores con alguna hermosa y noble dama...

La triste doncella comenzó a sollozar con tan amargo desconsuelo, que partía el corazón.

Don Guillén la contemplaba con aire satisfecho.

-¡Oh! -exclamó súbitamente la joven-. ¡No! No será así.

Y clavó una mirada sombría en la botella que estaba sobre la mesa, y levantándose llenó la otra copa.

El caballero, que observaba atentamente todos estos movimientos, volvió a sus primitivas sospechas; pero haciendo un esfuerzo por aparecer tranquilo, y, sobre todo, arrastrado por sus vehementes deseos, comenzó a decir:

-¿No acabarás, hermosa mía, de hacerme dichoso con tu amor?

Blanca prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

Don Guillén creyó que se hallaba bajo el dominio de una espantosa pesadilla. El furor comenzaba a ocupar en su pecho el lugar que pocos momentos antes había ocupado el amor. Por más que a primera vista le pareciese imposible, llegó a creer que Blanca había intentado burlarse de su presuntuosa credulidad. Aferrose a este pensamiento, y púsose azul de ira.

Ciertamente que no era temeridad el que don Guillén se recelase de la joven, en vista de su extraña e incomprensible conducta. ¿No podía suceder muy bien que Blanca, cruelmente ofendida por la ingratitud e indiferencia del caballero, tratase de vengar su amor despreciado? Todas las apariencias, por lo menos, hacían esta opinión altamente probable. A la manera que por momentos se ennegrece la nube próxima a estallar en rayo y trueno, así se iba oscureciendo el altivo semblante de don Guillén, que acaso en su recóndita furia imploraba de la venganza que le iluminase con la más cruenta de sus inspiraciones.

Sin embargo, en el mismo momento en que iba a dejarse dominar por el furor, Lara pareció más admirado y confuso.

Blanca había prorrumpido en el más doloroso llanto.

El caballero llegó a sospechar que algún rapto de demencia extraviaba la razón de la enamorada y triste doncella, la cual, después de haber dado algunos paseos por la estancia con todas las muestras de la más cruel agitación, se detuvo delante del mancebo, y clavando en él sus ojos hermosos y suplicantes, dijo:

-¡Señor! ¿No comprendéis que deseando vuestra dicha, queréis también mi muerte?

-No lo comprendo.

-¿Queréis absolutamente?...

-¡Buena pregunta!

-Pues bien, señor, -dijo Blanca con tono resuelto-, vos lo habéis querido.

-¿Y qué cosa más natural?

-Sí, sí, amado mío; tu voluntad es la mía.

Y reclinó lánguidamente su cabeza en el hombro del caballero, que a la vez la contemplaba con extrañeza y placer.

Luego Blanca, señalando a las copas, dijo con voz solemne:

-Tomad, señor, y bebed. Ahora es la ocasión de que brindemos alegremente por nuestro amor eterno.

-Verdaderamente, Blanca, que te has manifestado esta noche bajo tantas faces, que no acabo de comprenderte.

-Ahora lo comprenderéis todo.

-Explícate.

-¿Vos creísteis tal vez que la visita que os referí había hecho al gabinete de Isaac era extemporánea o extravagante? Pues bien, señor, yo me he proporcionado una gran cantidad de aquel líquido rojo que vuestro médico me dijo ser uno de los venenos más activos, y yo sé por experiencia que Isaac no mentía.

-¡Por experiencia lo sabes!

-Sí, señor. Venid y os convenceréis.

Blanca asió de la mano al caballero, que la siguió sin resistencia. La joven condujo a don Guillén a la alcoba en donde estaba el casto lecho de la hermosa virgen. En un rincón de la alcoba se veía una pajarera o jaula grande, primorosamente construida y pintada, dentro de la cual había diversas especies de tórtolas y palomas.

-¡Mirad! -dijo Blanca señalando a la jaula.

Don Guillén vio que todas las aves estaban muertas.

-Una sola gota de aquel vino echada en el vaso en que bebían estas inocentes avecillas ha bastado para matarlas instantáneamente. Ahora comprenderéis que tengo razón para decir que el veneno de Isaac es en efecto de los más activos.

-¿Y bien?

-Señor, os repito que vuestra voluntad es la mía. Sólo os impongo una condición...

-¿Cuál?

-Allí tenemos servido nuestro banquete nupcial. ¡Venid!

Blanca volvió a conducir al caballero a la sala, y ambos se sentaron a la mesa, don Guillén mudo de asombro, Blanca radiante de alegría, con el semblante sereno, feliz y seductora.

-Ahora bien, -continuó la doncella con encantadora sonrisa-, no diréis que no os amo; soy capaz hasta de sacrificaros mi vida, por un instante de efímero placer. Yo no puedo resistir a vuestro amor; pero tampoco quiero que la deshonra manche mi nombre, ni humille a mi hermano, ni afrente las canas de mi buen tío... Por fortuna, el morir no me espanta, supuesto que puede complaceros mi muerte.

Un rayo que se hubiese desplomado sobre el castillo no habría aterrado tanto a don Guillén como aquella extraña resolución de la joven, que tan gozosa y serena se manifestaba.

Por otra parte, las últimas palabras de Blanca hicieron profundísima impresión en el ánimo del mancebo. Es verdad que después de la ponzoñosa espina de la más cruel decepción, que Elvira había clavado en el corazón de Lara, la índole de éste se había radicalmente modificado, y que con la primera ilusión, desvanecida al soplo del desengaño, diríase que al mismo tiempo había penetrado en su alma un soplo satánico. No obstante, aquel elemento de perversidad nuevamente implantado en su carácter no había echado todavía tan hondas raíces, que permaneciese insensible a los más santos deberes que le imponían la amistad de Álvaro y el respeto a su maestro, el venerable señor Gil Antúnez. Así es que cuando la joven nombró a su hermano y a su tío, el altivo don Guillén Gómez de Lara comprendió que había caído muy bajo y se avergonzó de su vileza, porque hacía traición a los más nobles sentimientos que hasta entonces había abrigado. Todas estas consideraciones se agolparon en tropel a la mente del joven; pero a pesar de todo, era tan indomable su orgullo, que le repugnaba sobremanera desistir de su empeño y no conseguir su propósito, aunque hollase la amistad y el honor. Ya su carácter comenzaba a revelarse con aquellas gigantescas proporciones que más adelante hicieron del señor de Alconetar, ora un Satanás, ora un Ariel, grande en sus crímenes y grande en sus virtudes.

-La única condición que os impongo es que apuremos la copa de muerte, que nos brindan los placeres, -repitió la joven.

Don Guillén permaneció algún tiempo profundamente pensativo.

-¿Acaso no os atreveréis, valeroso caballero? -dijo Blanca con un acento de ironía que hirió en lo más vivo el corazón de Lara.

-¡Blanca! ¿Estás en ti? ¡Eso es una locura!

-¡Eso es miedo!... Venid, tomad la copa que yo misma os ofrezco; no, no la rehusaréis... Yo aguardo con impaciencia vuestras caricias, hermoso caballero; yo deseo verme sumergida en ese delicioso delirio que me han pintado vuestras palabras, mucho más ponzoñosas que este vino que nos brinda la muerte entre las supremas voluptades de la vida. ¡Tomad y bebed!

Y así diciendo, Blanca alargaba la copa a don Guillén, que la contemplaba con ojos atónitos.

Ciertamente que la doncella había encontrado el secreto más poderoso para obligar al joven a no retroceder ante aquella prueba terrible. Le había atacado por el amor propio, y los hombres como don Guillén, por orgullo, son capaces de prender fuego al universo, aun cuando ellos sean los primeros que hayan de convertirse en pavesas.

Blanca, en la febril y demente excitación de que era víctima, se arrojó delirante en los brazos del señor de Alconetar y estampó en su frente un beso de fuego. En seguida retirose por un movimiento rápido como una exhalación, y alargando la copa a Lara, ella se dispuso también a apurar la mortífera bebida.

Don Guillén, por un arranque involuntario, no pudo menos de sujetarle el brazo a la aturdida y desesperada doncella.

-No creas que es por mí, encantadora niña, por lo que yo no accedo a tus deseos; pero yo no puedo consentir que a la vez cometas una locura y un crimen. La vida...

-¡Oh! ¿Y pensáis en la vida?

-En la tuya.

-Eso no merece la pena... Y para que veáis hasta qué punto soy capaz de amaros sin que mi afrenta me sobreviva, os hago gracia de la condición que os impuse... Yo seré vuestra esclava, señor, y también yo sola moriré. ¿Podéis pedir más a un corazón amante? ¡Ah! ¿Y no estaréis contento todavía?...

Y así diciendo, la amorosa Blanca llevó a sus labios la homicida copa; empero don Guillén le detuvo el brazo, diciendo:

-¿Qué haces, Blanca? Yo necesito que tú vivas...

En aquel momento llamaron a la puerta.

Ambos jóvenes quedaron sobrecogidos de terror.

Ni uno ni otro tenían la audacia bastante para aparecer culpables sin que el remordimiento royese su corazón y sin que la vergüenza sonrojase sus mejillas.

Segunda vez llamaron a la puerta más fuertemente que al principio.

-¡Dios mío! -exclamó la joven-. ¿Qué hacemos?

-¿Qué hemos de hacer, sino abrir? -respondió Lara.

-¡Si nos ven juntos!

-Me ocultaré.

-¡Oh! Sí, sí... Eso es lo mejor... ¡Venid! ¡Venid!

Blanca tomó de la mano al caballero y lo condujo a la alcoba.

-¿Quién piensas que pueda ser? -preguntó don Guillén.

-Mi tío.

-¡Gil Antúnez!

-Tiene la costumbre de venir a verme todas las noches a estas horas. Yo había olvidado...

Don Guillén bajó los ojos. Se avergonzaba de sí mismo por haber ido tan lejos en la conquista y galanteo de Blanca.

Tercera vez volvieron a llamar con extraordinario brío.

Blanca abrió la puerta esforzándose por aparecer tranquila.

-Querida Blanca, -dijo el señor Gil Antúnez-. ¿Estabas tal vez dormida?

-Sí, señor, -murmuró la joven avergonzada de tener que mentir.

-¡Hola! Parece que tú también te regalas aparte de la cena en comunidad. ¿Estás mala, hija mía?

-No, señor... Como os esperaba... Os tenía preparada una sorpresa.

-Y yo la acepto, porque es muy agradable, querida Blanca. ¡Qué rico almíbar! ¡Vaya un color que seduce! ¡Qué trasparencia!

Y el buen eclesiástico, que a la cuenta debía de ser un tanto goloso, se aproximó a la bandeja para gastar el exquisito almíbar.

-¿Has confeccionado tú estas delicadas compotas? -preguntó con la boca llena el buen eclesiástico.

-No, señor; son regalitos de las monjas.

La triste Blanca se encontraba en una situación difícil de describir. Temblaba porque de un momento a otro esperaba sucediese una cosa muy natural; esto es, que el anciano hiciese una libación del zacarino clarete de Cazalla. Beber de aquel vino era beber la muerte.

Blanca estaba trémula como la hoja en el árbol, y se hallaba a punto de desmayarse. En el aturdimiento que la devoraba se le ocurrió una idea luminosa.

Entretanto el señor Gil Antúnez se limpiaba los labios con el mantel, y sin duda alguna aquel era el momento crítico, solemne, aterrador. Antúnez alargaba la mano a la funesta copa.

Por un movimiento rápido como el rayo, Blanca se abalanzó hacia la mesa con el objeto, al parecer, de servir a su tío; pero consiguió tan admirablemente su intento, que, sacudiendo la mesa con violencia, derribó la botella y las copas, quebrándose éstas y vertiéndose en el suelo el ponzoñoso licor.

El anciano al principio hizo un ademán de asombro y de atortolamiento; pero después prorrumpió en estrepitosa risa.

-¡Gentil modo de servirme tienes! -exclamó el buen Antúnez en su acceso de hilaridad.

-¡Querido tío!... -murmuró la sobrina toda cortada y sin necesidad de hacer grandes esfuerzos por aparecer en extremo confusa, pues realmente había experimentado la más cruel tortura durante algunos momentos.

Blanca, sin embargo, después de haber salvado a su tío de una muerte inevitable, sintió que su pecho se dilataba como si le hubiesen quitado de encima una montaña de hielo.

Pero aquella alegría se desvaneció muy pronto.

-¡Qué lástima! ¿No tienes un poquito de vino? ¡Me habría sentado tan bien ahora!

Y esto diciendo, el anciano se dirigió hacia la alcoba, en donde al mismo tiempo sintiose un rumor ligero.

-¿Qué es eso? -preguntó con viveza el anciano.

-Son los palomos, que oyendo hablar y viendo luz, no tienen un momento de reposo.

-En efecto, son aves muy inquietas.

Blanca estaba que, como se suele decir, podía ahogarse con un cabello.

-Perdonad, querido tío, mi aturdimiento; pero ya que ha sido mía la culpa de que no hayáis podido satisfacer vuestro deseo, yo me encargo de serviros de un vino más delicioso que el néctar. Sentaos aquí.

El anciano se apresuró a complacer a su sobrina, la cual entró en la alcoba y de un pequeño armario sacó una botella. Cuando salió Blanca, estaba completamente tranquila. Había observado que don Guillén había tomado sus precauciones para no ser descubierto.

Una vez satisfecho el goloso capricho del buen Gil Antúnez éste se despidió de su sobrina, diciendo:

-¡Adiós, querida Blanca! Siento haber interrumpido tu sueño... Pero como no nos habíamos visto después de la hora de comer, estaba ya impaciente... ¡Adiós, hija mía!

Apenas salió Gil Antúnez, cuando Blanca corrió a la alcoba. Al mismo tiempo salía don Guillén pálido y sombrío.

-¿En dónde os habíais escondido, señor, que no os vi cuando entré estando aquí mi buen tío? -preguntó Blanca.

-Me oculté detrás de tu lecho.

Y así diciendo, el joven se sonrió con amargura. Indudablemente le mortificaba el estado de bajeza en que había caído. No sabemos si era por orgullo o por virtud; lo que sí podemos asegurar es que sobremanera le repugnaba mentir a un hombre de carácter tan altivo como lo era don Guillén de Lara.

Por su parte, Blanca estaba también avergonzada por las supercherías que se había visto obligada a usar para no ser causa de la muerte de su buen tío.

En situación tan delicada y dolorosa se encontraban ambos jóvenes, cuando sonaron pasos en la galería.

Los pasos se aproximaban cada vez más, hasta que por último oyeron clara y distintamente la voz de Álvaro, que parecía venir departiendo con otra persona.

Durante algunos minutos, Blanca tembló, temerosa de que a su hermano se le ocurriese la idea de entrar, como algunas veces solía, en su aposento. Ambos jóvenes guardaron el mismo lúgubre silencio del reo que aguarda su sentencia de muerte. Al fin respiraron como si les quitasen del corazón un peso enorme. Álvaro y su compañero habían pasado de largo. Don Guillén había conocido la voz del que acompañaba al sobrino de Gil Antúnez.

-¡Oh! -exclamó-. Me interesa mucho hablar con ese joven.

-Creo que van a vuestro aposento.

-Sin duda irán a buscarme. ¡Adiós! ¡Adiós!

Y don Guillén, al despedirse, estampó un beso en la mano de Blanca, que, exhalando un suspiro, contempló a su amado que se alejaba.