Los Templarios - I: 30
Capítulo XXX - Modelo ideal
[editar]Cuando el señor de Alconetar llegó a su habitación, ya le estaban aguardando Álvaro del Olmo y su compañero. Éste era también un íntimo amigo, y excusado parece advertir a nuestros lectores que el recién llegado no era otro que el trovador Jimeno. Saludole don Guillén con esa efusión propia de todos los afectos de la juventud.
-¡Voto a tantos! Ya te aguardaba con impaciencia para echar un párrafo, mi querido trovador. ¿Has olvidado nuestros proyectos por ventura? -preguntó Gómez de Lara.
-No en verdad; antes ahora más que nunca deseo se realicen.
-Yo también abrigo grandes deseos de partir, -dijo Álvaro.
-¿Y adónde pensáis que nos dirijamos?
-Ante todas cosas, a Italia.
-¿Y después?
-A Grecia.
-¿Y luego?
-A Jerusalén.
-¡Perfectamente!
-Visitaremos la antigua Roma, madre del imperio más grande que ha existido. Respiraremos allí el ambiente de las ruinas, que trasporta el espíritu del hombre a otros siglos, cuyos aéreos mantos sólo pueden vislumbrarse al través de las grietas de los antiguos monumentos, que tienen cierto sabor de eternidad, y a cuya contemplación los horizontes del espíritu se dilatan, y el impalpable tiempo se nos refleja en las obras de los hombres. ¡La acción! ¡La acción! ¡He aquí la gran palabra, centro y origen de todo!...
El señor de Alconetar quedose algunos minutos profundamente pensativo, como si la última frase que acababa de pronunciar reclamara toda la atención de su espíritu, inmenso como el Océano y elevado como el cielo.
Después continuó:
-Los actos de los hombres son los que dan la medida y el color de los siglos. ¿Por ventura el tiempo no es siempre el mismo? El tiempo es un lago inmóvil, un lago infinito, que si se agita, es porque cruza por sus aguas el misterioso bajel de la humanidad. Ahora bien, en las cristalinas ondas veremos trasparentarse, no el tiempo pasado, sino los hijos de Rómulo que pasaron, las naves latinas, que émulas de Neptuno se enseñorearon de todos los mares conocidos... Visitaremos los campos en que lloraban las sabinas en brazos de sus raptores; pisaremos el recinto de la sagrada fuente Egeria y pediremos a su Náyade nuevos oráculos, y en el monte Aventino aún nos parecerá oír el sonante clamoreo de los famosos juegos circenses...
-Tienes razón, mi querido amigo, -interrumpió Jimeno, dirigiéndose a Gómez de Lara-; sólo el pensar en ese viaje hace palpitar mi corazón de gozo. ¡Sí! Saludaremos a la soberbia Roma, y en medio de la noche silenciosa veremos cruzar por sus calles las augustas sombras de Bruto, de Cassio, de César, de Catón... Escucharemos el murmurio del Tíber, que arrastró en sus ondas las lágrimas de Virgilio, cuyos divinos acentos repetirán todavía las auras suaves de los campos de Mantua. Y nuestras miradas ansiosas se fijarán en la nevada cumbre del Soractes, y tal vez en la cima aún podremos encontrar las ruinas del antiguo templo consagrado al dios de la poesía. ¡Ah! ¡Cuán magnífico espectáculo nos presentará la ciudad! Aún creeremos ver al desgraciado Ovidio, cuando en aquella tristísima noche, al moribundo fulgor de la luna, saludaba por última vez a su patria, y con lento paso y ojos llorosos se encaminaba a su destierro.¡Con cuánto placer saludaremos a la madre de tantos héroes, a la cuna de tantos ilustres poetas!
-Verdaderamente que el proyectado viaje merece también mi aprobación y mi entusiasmo, -dijo el severo Álvaro, que hasta entonces había permanecido silencioso-. Roma es la gran ciudad destinada en el universo a no ver nunca el ocaso de su soberanía. Es verdad que después de las virtudes de Publícola, de Fabricio y Cincinato, vinieron los vicios y crímenes de Nerón y Mesalina. Mas luego el suave aroma del Cristianismo rejuveneció la ciudad, así como también vivificó al mundo. Allí podremos visitar las catacumbas, refugio un día de los tristes y de la religión perseguida; nuestras oraciones resonarán también en el recinto de la gran Basílica de la humanidad; nuestros ojos se elevarán al cielo con tristeza, recordando los horrores del anfiteatro de Vespasiono, y en las augustas y sublimes ceremonias de la Semana Santa besaremos los pies del sucesor de San Pedro. Roma, personificación del género humano, comenzó primero por tener el poderío material; pero después ha obtenido la dominación más bella y sublime que jamás pudo soñar en los días de sus héroes, que la cubrieron de gloria mundana. Hoy posee la dominación de los ángeles, que mandan sobre los espíritus. Jamás ha existido un poder semejante entre los hombres, el de la persuasión y la doctrina. Después del imperio por la fuerza de las armas, Roma se ha vestido el manto soberanamente imperial del pensamiento, siendo así el poder mediador entre todos los poderes. Roma es la reina de los reyes, la sacerdotisa del universo.
-Y después iremos a Grecia, -dijo don Guillén como siguiendo el hilo de sus reflexiones.
-La patria de Homero, de Fidias, de Helena y Aspasia; la cuna de las artes, de la belleza y de la poesía. ¡Oh placer! -exclamaba Jimeno entusiasmado-. Visitaremos también las ruinas de Troya, y nos parecerá ver en la playa al terrible Paladión y al desdichado sacerdote de Neptuno, castigado por ser el más prudente de todos los Teucros, el solo que llegó a sospechar la astucia de los Dánaos, y que parece que por lo mismo el hado se complació en castigarle, enviando las serpientes de Ténedos que le devoraron, como también a sus hijos. Buscaremos el sitio donde estaba el Templo de Minerva, en que murió el desdichado amante de Casandra; la fantasía nos representará al anciano Príamo en medio de su esposa y sus cien nueras, viendo espirar a su hijo Polites a manos del bárbaro Pyrro al pie del laurel sagrado; al piadoso Eneas sacando de entre las llamas a su padre sobre los hombros y conduciendo a su hijo de la mano, y las angustias del héroe al perder a Creusa... ¡Famoso Simoís! ¡Sombrío Erimanto! ¡Márgenes risueñas del Alfeo y del Cefiso! ¡Isla un tiempo flotante de Delos! ¡Campos ilustres de Platea y Maratón! ¡Excelsa cumbre del Pindo, consagrado a las Hipocrenydes! ¡Yo os saludo, sitios hermosos, bellos recuerdos y risueñas ficciones de la Grecia! Tus ruinas son sagradas para el poeta... ¡Sí! ¡Sí! Volemos pronto a escuchar en los festines de Alcinoo los divinos ecos de la lira del ciego de Esmirna, el de los cánticos inmortales... ¡Ondas tranquilas del mar Tyrreno, que retratáis las estrellas refulgentes del cielo más azul que existe sobre la tierra; vosotras que enlazáis a los hijos de Rómulo con los descendientes de Argos; vosotras que llevasteis las naves de Idomeneo a la hospitalaria costa de Salento; ondas azules, sobre cada una de las cuales cabalga una Nereyda, muy en breve sobre vuestra espalda cristalina conduciréis nuestro bajel a la patria de Alejandro, de Temístocles y de Trasíbulo! Allí nuestros ojos gozosos se recrearán en la región de Lymnos, famosa por sus fiestas a Diana, y a la par que creeremos ver las aéreas danzas de las vírgenes de Creta, y oír la voz de Eurípides y Demóstenes, se nos aparecerán las sombras venerables y sagradas de Filopemen y Sócrates, apurando la cicuta. Aquí, con la cabeza descubierta, saludaremos los sepulcros de Epaminondas, de Licurgo y de Leónidas. Allá, en la Élide, buscaremos el Poecilo que repetía por siete veces el eco de la voz de los estoicos, y al atravesar el Archipiélago saludaremos a Lesbos, entonando algunas trovas en loor de la encantadora y desdichada Safo, que murió de amores.
Jimeno, al pronunciar estas palabras, tenía el rostro centelleante de entusiasmo, y su pecho se agitaba de impaciencia por realizar el proyectado viaje. De esta manera el corcel de generosa raza hiere impaciente la tierra con sus cascos y puebla el aire de fogosos relinchos, cuando ganoso de triunfos para su señor, anhela ostentar su pompa guerrera al escuchar alborozado el estruendo de bélicos clarines.
-¡Cuántos placeres nos ofrecerá Parténope en la Italia, y Chipre entre las islas de la Grecia! -exclamó don Guillén-. En Parténope aún se le tributa adoración y culto a la diosa de la hermosura. Allí en danzas voluptuosas veremos agitarse las doncellas, que con risueña boca prometerán dulces premios a nuestro amor... ¡Ah! ¡Y en Chipre!... ¡Cuánto me conmueven las agradables pinturas que nos hacen los antiguos de esta isla afortunada! En la estación de las flores, bajo un cielo el más azul, respirando un ambiente perfumado, en verdes bosquecillos de arrayanes, en torno del templo de la diosa, las vírgenes de Pafos, de Citérea y Amatunta, en compañía de los mancebos, entonaban amorosos cantares, a cuyo compás danzaban veloces como los genios del aire y agradables como las rosas de Mayo, las rosas teñidas con la sangre de Adonis, el amante tan tiernamente querido como llorado de la deidad que nació de las espumas. Las doncellas, coronadas de flores y los ojos animados por el fuego de Venus, lanzaban miradas como saetas a los vigorosos mancebos, ya impacientes por desatar de los esbeltos talles de las vírgenes el ceñidor hechizado de las Gracias. Todos en aquellas fiestas del mes de Abril se consagraban al servicio de la más omnipotente de las deidades.
-Y después que, dejando a Chipre a un lado, demos vista a las cumbres sagradas del Tabor, del Carmelo y del Líbano, experimentaremos la emoción más intensa que jamás pudiéramos haber soñado. Aquella es la tierra de los prodigios, la cuna de la regeneración del hombre, la patria de Dios. Allí se vieron caer los muros al sonido de las trompetas de Israel que volvía de Egipto; allí se oyeron los cánticos más sublimes que jamás entonaron los hombres; las Piérides se hubieran muerto de envidia y de vergüenza al escuchar los divinos acentos de Ezequiel y Jeremías. Nunca pudo competir la lira de Homero, a pesar de sus armonías inmortales, con el arpa de David. Los levitas y los profetas ejercieron allí su misión sublime con una majestad irresistible y con una perfección divina. Allí jamás se sobornaron los oráculos, allí jamás la musa fue engañosa... ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! De tus abrasadas campiñas brotó el manantial de agua viva que purificó al género humano, saciando su sed de infinita ventura. Allí donde pereció Pentápolis por la ira de Dios, allí también el Eterno quiso manifestar sus bondades; junto al lago de muerte de Asphaltites están las aguas de vida del Jordán ¡Oh tierra portentosa! El desierto aún está mudo de asombro por las maravillas del Señor; allí los sepulcros devolvieron sus muertos; allí cada gruta revela los misterios del porvenir; allí los profetas, allí el Hijo de Dios, allí los apóstoles, allí, en fin, el valle de Josafat, en donde ha de verificarse todavía el gran juicio.
Y así diciendo, Álvaro quedose sumido en honda meditación, como si su espíritu vagase, perdido en la inmensidad de pensamientos que en él despertaba el recuerdo de la Judea, país consagrado por tantos milagros, a la vez que deshonrado por el mayor de los crímenes de la humanidad.
Aquí llegaban nuestros jóvenes en su diálogo, cuando súbitamente se abrió la puerta y apareció el señor Gil Antúnez. A su llegada, los tres mancebos dieron señáles de respeto hacia el anciano sacerdote, el cual con noble familiaridad tomó asiento entre los jóvenes.
Es probable que el deseo de saber la última resolución de don Guillén fuese el que condujo a Gil Antúnez a visitarle a tales horas. El anciano había oído hablar bastante en aquellos días acerca del viaje que su poderoso señor y discípulo proyectaba.
Don Guillén entretanto, por más que disimulaba, no podía olvidar ni un instante la escena ocurrida con la enamorada y afligida Blanca. Inquieto y caviloso, Lara se levantó, y después de dar algunos paseos por el aposento, fue a colocarse junto a la ventana y tendió sus ojos melancólicos por la extensión de la campiña cubierta de sombras y por el cielo tachonado de estrellas.
El joven, como si obedeciera a un súbito recuerdo, se asomó a la puerta del aposento y llamó:
-¡Fernández!
Al punto apareció el halconero.
-¿Qué mandáis, señor?
-Dile a Momo que venga al instante.
Pedro partió a obedecer la orden que se le había comunicado.
El señor de Alconetar se volvió al sitio que antes ocupaba junto a la ventana.
Pocos momentos después apareció Isaac. Era éste, como ya hemos dicho, el médico del opulento señor feudal. Ciertamente que el carácter de Isaac merece mucha atención de parte del lector y del cronista. Era el judío un hombrezuelo calvo, pálido y de faz rugosa. Sus ojos, extremadamente vivaces, eran pequeñísimos, negros y brillantes como carbunclos. Nadie hubiera podido desconocer la soberana inteligencia que aquel rostro manifestaba; si bien al mismo tiempo era imposible dejar de leer en aquella fisonomía una expresión inexplicable de malignidad y astucia. El espíritu de contradicción reinaba siempre en sus palabras, y con admirable tino sabía manejar el chiste y la sátira. Poseía un talento singular para envilecer las cosas más grandes, los sentimientos más generosos. Así como el noble uso de la inteligencia humana propende irresistiblemente a embellecer la naturaleza y a engrandecer todas las aspiraciones del hombre, así, por el contrario, Isaac encontraba defectos y manchas hasta en el mismo disco del sol. Sabía el secreto de rebajar las estrellas y los ángeles hasta el nivel de la serpiente que se arrastra por los suelos.
Y no se crea por esto que el compás de su inteligencia fuese limitado; antes bien, era tan inmenso como el del genio más sublime. Isaac estaba dotado de las cualidades más eminentes; era un hombre grande igual a los de talla más gigantesca; pero toda su fuerza la dirigía hacia el mal. El señor de Alconetar, no obedeciendo nunca a otra ley que la que sus mismos deseos le imponían, era la viva personificación del abuso más lamentable que puede hacerse del libre albedrío. Isaac, no encontrando en el hombre y en el mundo sino horribles deformidades, era el más deplorable ejemplo del abuso que puede hacerse del don sublime de la inteligencia.
Presentose el judío, como siempre, con una expresión indescriptible y casi contradictoria. En el fruncimiento de sus cejas y en la contracción desdeñosa de su nariz, indicaba como si estuviese enojado, a la par que por sus delgados y pálidos labios vagaba una sonrisa falsa y burlona.
Don Guillén continuaba junto a la ventana, y sus ojos se fijaban casi involuntariamente en la casa que en otro tiempo habitaba la encantadora y pérfida Elvira.
¡Cuántos crueles pensamientos se agolpaban a la mente del mancebo! Recordaba con aflicción profundísima la inexplicable ventura que como un rápido relámpago había iluminado su existencia. El caballero conocía con amargo pesar que había entrado en su alma una cosa que ya no podía salir, un desengaño cruel que a manera de devastador torrente había destrozado los verdes campos de sus lozanas y juveniles esperanzas. Ni el cielo ni la tierra podían ya remediar su infortunio. ¡Tal es la fuerza irresistible e inevitable de los hechos consumados!
Al fin, el señor de Alconetar exhaló un profundo suspiro, y pasándose la mano por la frente como para arrancarse sus tristes pensamientos, se alejó de la ventana murmurando:
-¿En esto han venido a parar mis hermosos proyectos? Yo me encuentro débil, afligido, con propensión irresistible hacia el mal, casi imposibilitado de practicar el bien... ¡Infeliz de mí!
-¿Qué mandáis, señor? -preguntó Estigio Momo.
Después de algunos momentos de reflexión, Gómez de Lara dijo:
-Quiero hablaros de un arduo problema, para cuya solución deseo ilustrarme con el parecer de cada uno de vosotros.
-Decid, decid.
-Veamos.
-Explicaos.
-Todo se reduce a que cada cual vaya diciendo, no lo que es, sino lo que desea ser, porque cada hombre, en medio de sus imperfecciones y de los desaciertos de su conducta ordinaria, contempla como en perspectiva el modelo ideal de un hombre, hacia el cual incesantemente desea aproximarse. En resolución, debo deciros que yo me había propuesto adquirir todas las perfecciones de esa imagen de Dios que se llama criatura racional. Ahora bien, que cada uno diga cómo concibe esas perfecciones, y de qué manera desea realizarlas.
-Yo desde luego afirmo que si se adquieren por nuestro propio trabajo, esas perfecciones son mucho más gloriosas que si existieran en nosotros naturalmente, -dijo Álvaro.
-¡Magnífico problema! -exclamó entusiasmado el trovador.
-Sí; pero ese hermoso problema sólo es bueno para proponérselo, -dijo con maligna sonrisa el médico.
-Cuanto más graves sean los obstáculos que haya que vencer, mayor será la gloria del triunfo, -dijo gravemente el anciano Gil Antúnez.
Reinó un profundo silencio.
-¿Por qué decís que es un problema magnifico sólo para proponérselo? -preguntó al fin Jimeno dirigiéndose a Isaac.
-Porque hay una cosa que está del dicho más lejos todavía que el hecho.
-¿Y cuál es?
-El pensamiento.
-Todos nuestros esfuerzos, -dijo Álvaro-, deben dirigirse a armonizar nuestra vida con nuestros pensamientos.
Isaac, a quien por otro nombre llamaban Momo, prorrumpió en una estrepitosa carcajada, y fijando sus ojillos en Álvaro, hizo un gesto que significaba:
-Acabáis de decir un solemnísimo disparate.
El rostro de Álvaro se encendió como una amapola.
-¿Por qué os reís? -preguntó mirando oblicuamente al judío.
-Porque habéis dicho una herejía, como dirá vuestro tío y mi señor el respetable Gil Antúnez.
El sacerdote pareció que prestaba entonces más atención a aquel diálogo.
-¿Qué es eso? -preguntó-. ¿De qué se trata?
-Se trata, -respondió Isaac-, de que vuestro sobrino ha dicho que todos nuestros esfuerzos deben dirigirse a armonizar nuestra vida con nuestros pensamientos.
Gil Antúnez reflexionó algunos instantes.
-Y bien, ¿vos qué decís?
-Digo que esas palabras envuelven un error gravísimo.
-¿Lo creéis así? -preguntó Jimeno.
-Yo no lo creo; antes por el contrario, según mis ideas, esas palabras contienen una profundísima sentencia.
-¿Pues entonces?...
-A pesar de todo, insisto en que el señor Álvaro ha sentado una proposición errónea, no según mi sistema, sino según el vuestro.
-Vamos, habla pronto, -dijo impaciente el señor de Alconetar.
-Todo está reducido a muy pocas palabras, con las cuales probaré cumplidamente mi aserto.
Isaac tomó la actitud y el gesto de escolar en conclusiones.
Luego dijo:
Sentando la máxima de que el hombre debe siempre armonizar su conducta con sus pensamientos (única manera de vivir dichoso), se afirma también implícitamente que el hombre debe practicar el mal...
-¡Cómo!
-¿Estás en ti?
-¡Vaya una consecuencia!
No pareció alterarse en lo más mínimo Isaac al oír tanta hostil exclamación.
Gil Antúnez, que hasta entonces había guardado silencio, dijo:
-Dejadlo, caballeros, dejadlo que concluya.
-Decía, -continuó el judío-, que como casi todos los pensamientos que al hombre se le ocurren son malos, hallaremos que, si debe seguirlos, uno de sus más continuos deberes será el de estar siempre obrando el mal.
Calló el judío y fijó sus ojos triunfantes en los interlocutores con una expresión que hubiera podido traducirse por estas palabras:
-Vamos, ¿qué decís ahora?
-Tú debes saber que el espíritu que dicta las palabras vale más aún que las palabras mismas. No te atengas estrictamente a lo que mi sobrino ha dicho con la boca, sino a lo que ha querido decir con el pensamiento.
-Yo no me precio de profeta, señor Gil Antúnez, -dijo con redomada sonrisa Isaac.
-Pero te precias de sofista, -respondió Álvaro del Olmo-. Ya has debido comprender que sólo he querido hablar de los buenos pensamientos, teniendo presente la actividad del espíritu humano en su buen sentido.
-Es, señor mío, que la actividad en mal sentido puede ser y es efectivamente mayor que aquella de que vos habláis.
-Los malos pensamientos deben ser reprobados.
-Eso no quita que sean los más abundantes.
-La que yo digo es la inteligencia de los ángeles.
-Bien, quiere decir que la otra será la inteligencia de los diablos.
-El hombre debe obrar siempre el bien.
-Pero siempre se inclina al mal.
-Aquí sólo se trata de deberes.
-Yo diría que sólo se trataba de gustos.
-¿Cómo es eso?
-Quiero decir que el hombre a su gusto elige el obrar de esta o de aquella manera, y también a su gusto aplica el nombre de buenas o malas a aquellas o estotras acciones.
-Vamos, termínese esa vana disputa, -dijo Gil Antúnez interponiendo sus canas, su autoridad y ciencia-. El hombre no se equivoca fácilmente respecto a tales cosas. Hay una voz interior que, a nuestro pesar, nos dice la acción que es buena o mala. Así, pues, Isaac, tú te engañas mucho, muchísimo, al decir que esta es cuestión de gustos. Aunque no queramos, conocemos el bien. De otro modo la moral y la virtud serían cosas tan pasajeras, y variables como nuestros antojos o caprichos. No hay tanta arbitrariedad como imaginas respecto a trocar las nociones del bien y del mal.
-Es que...
-Nada de réplicas, -dijo el sacerdote enardeciéndose de una manera extraordinaria-. Lo que yo digo es la verdad que está conforme con los dogmas de nuestra santa religión; todo lo que se diga fuera de esto son herejías; dejémonos de discusiones... ¡Creer o callar!
Durante algunos momentos reinó en la estancia el más profundo silencio.
Podía decirse que el principio de autoridad estaba dignísimamente representado en la persona del venerable señor Gil Antúnez.
-Me parece, -dijo el trovador-, que el proyecto de don Guillén puede ser sumamente fecundo.
-Ciertamente, yo lo creo así, -repuso Álvaro.
El trovador decía la verdad. Efectivamente daba mucha importancia a las palabras de Lara, porque más de una vez su imaginación de fuego se había detenido a la par con placer y asombro, en el mismo pensamiento de proponerse realizar un modelo de todas las perfecciones del hombre.
-Con la disputa que ha provocado Isaac, -dijo Álvaro-, nos hemos distraído de nuestro objeto principal.
-Eso es lo que siempre hacen los sofistas, -añadió don Guillén.
-Muy bien dicho, carísimo señor, -repuso Isaac riéndose.
-Lo bueno es, -observó Jimeno-, que nada hay perdido y que podemos continuar la discusión provocada.
-Me parece muy bien, -añadió Gil Antúnez.
Álvaro del Olmo, dirigiéndose al señor de Alconetar, dijo:
-Manifiesta primero tu opinión; pues de derecho te pertenece, supuesto que has planteado el problema.
-Mi opinión es que indudablemente Dios ha creado al hombre para llenar una misión sublime, de la cual debemos cumplir una parte en este planeta; mas para que se verifique el destino general de la especie humana, es necesario que cada hombre en particular tenga el deber de contribuir con sus facultades y actividad durante su tránsito sobre la tierra. Ahora bien; los primeros años de la vida se pasan en crecer y formarse como el árbol hasta que llega a su mayor desarrollo. Empero a cierto tiempo, el más importante, como lo es la época en que cada árbol da su fruto, según su especie, todo varía. El árbol ya no crece, o crece muy paulatinamente, y, por una ley fatal o inexorable, no puede menos de dar su fruto. En el hombre hay cierta fatalidad, porque, aunque nos subamos a la cima de la más alta montaña, nunca podremos añadir un solo cabello a nuestra estatura, a la natural capacidad que el cielo nos haya concedido. Sin embargo, en el hombre cabe la libertad de elegir hasta cierto punto el fruto que ha de producir. Cuando llegamos a cierto período en que la reflexión empuña su cetro, queremos tener dominio sobre nuestros pensamientos y dirigirlos a un punto, como el piloto dirige la nave al través de escollos y tormentas. Así, pues, cada hombre tiene sobre su corazón y sobre su frente cierta serie de deseos enérgicos y generosos, de pensamientos capitales, verdaderos, buenos y bellos, que son, como el norte de su existencia, como el faro hacia donde dirige su rumbo. Esta inclinación particular en nada perjudica ni se opone a que aspiremos a elegir todas las virtudes, todos los heroísmos, los méritos de toda especie en que han sobresalido los varones más ilustres. ¡Oh! ¡Si un hombre pudiese reunir en sí mismo todos los dolores, todas las alegrías, todos los goces, las verdades todas esparcidas en el resto de la humanidad!... ¡Cuán brillante destino! ¡Esto merecería la pena de vivir! Entonces, ¡oh Dios del cielo y de la tierra! entonces sí que el hombre pudiera llamarse con razón un microcosmos.
Calló don Guillén. Todos permanecieron mudos y suspensos, como el águila, detenido su vuelo, se cierne sobre la tierra en la región de las nubes. Tal fue el efecto desconocido que produjo en el auditorio la elevación de ideas del joven caballero, dotado de una ambición soberana, de una hidrópica sed de luz, de acción, de ciencia, de goces.
Isaac fue el único que permaneció impasible, o por mejor decir, su emoción fue completamente contraria a la que experimentaron los demás circunstantes. A duras penas consiguió reprimir una estrepitosa carcajada. No obstante, una burlona sonrisa vagaba por sus labios. Con razón merecía el judío el sobrenombre de Momo.
-Me place mucho escucharos, -dijo el señor Gil Antúnez-. Tendré sumo gusto en que cada uno de vosotros vaya proponiendo los principales deseos que quisiera ver realizados por sí mismo.
-Veamos, -dijo don Guillén dirigiéndose a Jimeno-. ¿Qué dones pedirías tú al cielo? ¿Cuál crees tú que es la obra que te está encomendada?
-Yo, -respondió el poeta-, desearía encontrar en mi espíritu un manantial inagotable de ideas verdaderas y de sentimientos deliciosos.
-¿Nada más apeteces?
-Desearía unir a esto una vara mágica que tuviese el poder de realizar todos aquellos pensamientos que al nacer en mi mente me hubiesen conmovido de gozo. ¡Si pudiésemos tener un espejo ancho y rutilante como la bóveda celeste, que retratase exactísima y palpablemente nuestros más bellos pensamientos!... ¡Ah! ¡Sublime gozo del poeta! ¡Placer divino! Este sería un gozo semejante al del Dios del Génesis al contemplar la creación y ver que todas las cosas que había hecho eran muy buenas.
-Y tus deseos, Álvaro, ¿cuáles son?
-No tener jamás remordimientos.
-¿Luego sólo deseas no obrar mal?
-No; mi deseo es activo y fecundo. Quisiera hacer en favor de mis semejantes todo el más bien posible.
-Pues yo, -dijo don Guillén-, desearía conocer la causa de todas las cosas, hallarme sucesivamente en todas las diversas condiciones de los hombres, desde el pastor hasta el monarca, saberlo, y gozarlo todo, y en fin, realizar todos mis deseos buenos o malos. Yo aceptaría una responsabilidad inmensa, con tal que mi libertad tampoco tuviese límites.
Gil Antúnez frunció el ceño. Aunque su naturaleza no podía comprender la organización de su discípulo, no se le ocultaba que la ambición de don Guillén era tan inmensa como irrealizable, y aun vislumbraba que había algo de impiedad en aquella titánica arrogancia con que pretendía consagrar todos sus deseos, cualesquiera que ellos fuesen, sacudiendo así el yugo de la ley moral y aceptando valientemente las consecuencias de su voluntad soberana.
-Y tú, Isaac, ¿qué deseas? -preguntó don Guillén.
-Señor... me permitiréis que guarde silencio.
-De ninguna manera. Aquí todos han de decir franca y lealmente su opinión.
-Yo no quisiera desagradaros...
-Aunque tu anhelo fuera ser diablo, está seguro de que no has de desagradarme.
-Tal vez mi modo de pensar sea muy diferente.
-No importa, dilo...
-Pues bien, señor, supuesto que así lo queréis, voy a complaceros. Dos cosas hay en el mundo que me embelesan y que desearía que jamás tuviesen fin; estas dos cosas son la novedad y la risa. Afortunadamente los hombres dan mayor pábulo a mi ambición, a medida que más adelantan. La cosa es bastante clara, y si queréis convenceros de lo que digo, no tenéis que hacer más sino parar mientes en que todo pensamiento y toda acción tienen sus contrarios. Así es que la virtud de la liberalidad tiene dos vicios opuestos, uno por encima y otro por debajo, uno por exceso y otro por defecto, cuales son la prodigalidad y la avaricia. He aquí la razón por qué yo siempre, amigo de reírme de todo, tengo dos terceras partes más de distracción y alegría que el resto de los hombres, que sólo se fijan en el decantado y mezquino término medio. Nada puede afirmarse que no envuelva una negación. Así, pues, en tanto que los hombres encuentran una cosa, yo busco y hallo dos. Me dicen que hay luz, y respondo: también hay tinieblas. Ya comprenderéis que siempre, siempre tengo asegurada mi diversión. Yo, además, soy muy consecuente conmigo mismo, y en todos los casos encuentro mis dos negaciones, es decir, mis dos eternas amigas... Hay género masculino, femenino y neutro; hay linea recta, curva y mixta; hay día, noche y crepúsculo; hay cedros, elefantes y zoófitos... Desde luego, señor, no podréis menos de reconocer que yo contribuyo con doble contingente que los demás para esclarecer cualquier cuestión.
-¡Demonio de médico! -murmuraba don Guillén.
-Y en prueba de lo que digo, me bastará llamar vuestra atención sobre un importante descubrimiento. Todos vosotros decís que contra siete vicios hay siete virtudes. Pues bien, señor, yo afirmo que contra siete virtudes hay catorce vicios. ¿Os admira ahora que el mal abunde y venza?
Por más que al señor Gil Antúnez pareciesen especiosas y aun frívolas las razones de Momo, no sucedía lo mismo a los tres jóvenes, los cuales no dejaban de admirarse de la singularidad de aquellas ideas, que Isaac exponía con extraordinaria lucidez.
-Por lo demás, señor, -continuó el judío-, reconozco que no hay mucha diferencia entre vuestra ambición y la mía. Sin embargo, confieso que vuestro plan es más gigantesco, supuesto que deseáis reunir en vos mismo nada menos que los atributos de un Dios. Ni los Titanes cuando movieron guerra a Júpiter e intentaron hacinar las montañas para escalar el cielo, fueron más ambiciosos, más soberbios, más audaces que vos lo sois. Lo digo francamente, yo soy tal vez más tímido, pero en cambio me parece que procedo con más cordura.
-¿Qué quieres decir?
-Que yo me contento, como un pobre diablo, con levantar el velo de ese ídolo que los hombres llaman El Bien, y mostrarles que en la estatua hay una parte de oro y dos de barro. ¡A esto se reduce toda mi tarea!
-¿Y por qué dices que yo temerariamente pretendo adquirir los atributos de un Dios? ¿Por ventura no lo soy?
-No digo yo tanto; sólo digo que parece queréis serlo.
-En efecto, tal es mi voluntad.
-No basta sólo el querer, amado señor; es preciso poder. La empresa que os proponéis es una temeridad para un hombre. Deseáis una libertad inmensa. ¿Y de qué puede serviros, no teniendo sino facultades limitadas? Vuestro pensamiento deseara hacer de las estrellas una ruin alfombra para vuestros pies; pretendéis en un instante recorrer de polo a polo el universo; desearais, cabalgando sobre el sol, tener su carro y sus luces, y después sepultaros en los abismos del mar y de la tierra y sorprender la cuna del coral y el secreto de los volcanes, y luego, todavía no satisfecho, volveríais a la región etérea y preguntaríais a los astros que adónde iban sin vuestro permiso, pediríais también informes a los aerolitos [1] de los últimos confines de la atmósfera, de dónde han caído, o bien les exigiríais la descripción de la materia cósmica de otros planetas, si por ventura de allí vienen; pretenderíais adivinar las intenciones de los cometas, y penetrando con sublime osadía en el seno de las nubes, arrancarles sus flamígeros rayos, y con el vagido de vuestra voz infundir a la tempestad su voz de trueno. ¡Ah! ¿Por ventura podéis hacer alguna de estas cosas? Queréis estar en todas partes, resumir en vuestro pecho ambicioso todas las alegrías, los dolores, las verdades; en fin, saberlo, gozarlo y padecerlo todo, y... No comprendéis que una libertad inmensa, sin un poder infinito, es el mayor de los sarcasmos, el más ridículo de los monstruos?
Isaac se sonrió, fijando sus ojos malignos en don Guillén. Luego añadió:
-No puedo menos de compararos a un gigante que tuviese los brazos de un recién nacido, a un águila de prodigioso tamaño que no tuviese alas.
-Y yo te compararé a ti con Luzbel.
-Enhorabuena, señor. Luzbel es un personaje muy astuto, que sabe cuánto partido puede sacarse del mal, y como diablo consumado, no ignora que los términos medios son contradicciones y desdichas. Por eso ha elegido el mal franca y valientemente. Pero vos, señor, os encontráis ahora en el mismo caso que Eva cuando cedió a los consejos de la serpiente que le decía: «De ninguna manera moriréis, porque sabe Dios que en cualquier día que comieseis del árbol, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses, sabiendo el bien y el mal. Vos no queréis ni la luz ni las tinieblas separadamente, queréis ambas cosas a la vez...
-¿Y por ventura no es ese el destino del hombre? -interrumpió Gómez de Lara.
Isaac se sonrió.
-Como habíais dicho que, cualesquiera que fuesen vuestros deseos, queríais verlos cumplidos...
-Y lo repetiré mil veces. La dicha para mí es no encontrar obstáculos a mi voluntad. Si ésta alguna vez no fuese bien dirigida, todo está reducido a responder de mis actos.
-Esa es la cuestión, -observó Jimeno.
El judío se encogió de hombros sonriéndose maliciosamente.
-Mi buen señor, -murmuraba-, no comprende que se extravía.
Además, -dijo Álvaro-, que el hombre tiene una inmensa libertad, aunque no vuele por los aires ni cabalgue sobre el sol. El libre albedrío está colocado en el inmenso espacio que media entre el deseo y la voluntad.
-Y la gloria del hombre, -añadió gravemente el señor Gil Antúnez-, consiste en vencer sus malos deseos.
-¡Muy bien dicho! -exclamó Isaac con equívoca sonrisa.
-¿Y por qué no he de desear la posesión de esa corona brillante de la humanidad? Todas las fuerzas de mi ser me impulsan a realizar ese magnífico modelo, -dijo Lara.
-¡Muy bien deseado! -exclamó el picaresco judío-. Sólo es preciso que, según las doctrinas que aquí se proclaman, hagáis una levísima supresión.
-¿Cuál?
El judío calló por algunos momentos, como si temiese disgustar a su señor.
-¿Qué supresión debo hacer? -volvió a preguntar don Guillén.
-Para obtener la gloria que buscáis, -se apresuró a responder Gil Antúnez-, es preciso que suprimáis estas tres palabras, hablando de cumplir vuestros deseos, sean cuales fueren.
En seguida el anciano se despidió de la tertulia, pretextando que no le estaba bien trasnochar y que al día siguiente debía madrugar mucho para decir la misa de alba en el convento de Nuestra Señora de la Luz.
La juiciosa observación hecha por el sacerdote produjo bastante impresión en el ánimo del joven Lara.
-¿Veis cómo yo tenía razón? -dijo Isaac-. Y ahora, supuesto que os halláis con tan buenas disposiciones, es preciso que penséis en otra cosa de la mayor importancia. Para resumir y comprender todas las faces de la actividad humana, es indispensable también reunir todas las aptitudes, las cualidades más eminentes, que unas a otras se excluyen con frecuencia. Vamos a ver cómo os dais maña para amalgamar la templanza, sin perjudicar a la fortaleza; la prudencia, cuyos juicios no perjudiquen a la justicia; debéis encontrar el maravillosísimo secreto de enlazar en una unidad la grandeza de alma con la astucia, el espíritu que conoce con el espíritu que crea y engalana, la perseverancia y la viveza...
Isaac se detuvo prorrumpiendo en una estrepitosa carcajada.
-Se me ocurre, -añadió-, que esto es tan difícil como producir una tragicomedia que haga llorar y reír hasta el extremo, como hallar una acción cuyos elementos sean tan diversos como las auras y las tempestades, como el dolor y la alegría... ¡Oh carísimo señor! Bien pudierais llamaros una abreviatura del mundo, siempre que llevaseis a cabo la realización de vuestro plan.
-Lo creo así, -dijo tranquilamente el altivo señor de Alconetar.
Después de algunos momentos en que reinó silencio profundo, Jimeno dijo, acordándose de Amalia:
-¡Oh! ¡Si yo pudiese en el curso de mi vida recibir una guirnalda de laurel y rosas de manos de la gloria y del amor!
Al escuchar estas palabras, don Guillén exhaló un profundísimo suspiro.
Isaac se sonrió maliciosamente.
-Vamos, -dijo Lara-. ¿Qué piensas tú de todo eso? Quiero saber tu opinión.
-Antes de complaceros me permitiréis que os cuente parte de la historia de un dios.
-¡De un dios!
-Sí, señor.
-Pues vamos, cuenta.
-Éranse tres dioses que disputaban sobre cuál había dejado su obra más perfecta. Neptuno había formado un toro, Vulcano un hombre y Minerva una casa. Para terminar la disputa, conviniéronse en elegir un juez que decidiese sobre el mérito de las tres obras. Como todos eran dioses, claro está que no podían sujetarse sino a otro dios. Eligieron a Momo, quien reprendió a Neptuno porque al toro no le había puesto las astas en la misma frente y por encima de los ojos para que pudiera ver claramente en dónde hería. Criticó a Vulcano porque no había hecho una ventana en el pecho del hombre por donde se pudiese ver lo que había en el corazón, y si correspondían con él las palabras o si procedía con engaño. Minerva, muy contenta viendo lo mal que habían librado sus competidores, túvose por vencedora, atendiendo a la hermosa proporción y ricos mármoles que había empleado al fabricar la casa. La diosa de la sabiduría conocía muy mal al descontentadizo Momo, que la reprendió porque no había hecho la casa portátil para que se pudiese trasladar a otro barrio, cuando uno diese con malos vecinos...
-Ahora comprendo con cuánta razón te dan el sobrenombre de Momo.
-Carísimo señor, habéis acertado mi pensamiento de dar razón de mi nombre. Mi maestro, que además de la medicina me enseñó él griego y muchos secretos de filosofía natural, atendido mi carácter, me llamaba siempre Stigio Momo, murmurador hasta de los dioses inmortales.
-¡Cuánta razón tenía tu maestro!
-Ahora bien, ¿queréis todavía saber mi opinión respecto a cada uno de vuestros planes?
-Sí, sí, -dijeron a la vez los tres jóvenes.
-Va a repetirse la escena de los tres dioses.
-No importa. ¿Qué dices de mi plan? -preguntó Gómez de Lara.
-Que es una merienda de memoria.
-¿Y del mío? -preguntó Álvaro.
-Os diré las mismas palabras de Marco Junio Bruto después de la batalla, de Philipos, en el momento de quitarse la vida: «¡Oh virtud! no eres más que un nombre vano».
-Y mis deseos, ¿qué te parecen? -preguntó Jimeno.
-Inútilmente buscaréis la corona de laurel y rosas de la gloria y del amor. ¡La gloria es un vano ruido! ¡El amor! Mientras que tengáis en los brazos a vuestra amada, ella en su imaginación estará contemplando el rostro del amante no poseído.
Estas palabras resonaron dolorosamente en el corazón de Álvaro y Lara, que habían amado a la pérfida Elvira.
Jimeno suspiró pensando en Amalia.
-¡Todo lo envenenas tú, víbora! -exclamó don Guillén.
El judío se encogió de hombros.
Durante largo rato nuestros jóvenes se estuvieron paseando por la estancia con ademán profundamente meditabundo. De pronto detúvose Gómez de Lara reparando en Pedro Fernández, que, inmóvil como una estatua, estaba de pie en la puerta. Don Guillén se había distraído, olvidándose de decir a su servidor que se alejase.
-Y tú, Pedro, ¿qué es lo que más deseas? -preguntó Lara.
-Señor, casarme con Mari-Ruiz.
Grande hilaridad produjo esta respuesta en nuestros caballeros.
La noche estaba ya muy avanzada. Jimeno y Álvaro se despidieron de don Guillén para irse a sus respectivos aposentos, después de haber quedado convenidos en verificar cuanto antes sus viajes y proyectos.
Entretanto el judío murmuraba.
-Los hombres proyectan mucho, y muy bien; pero después vienen los acontecimientos, y hacen que se realice poco y muy mal.
Aquella noche nuestros jóvenes se durmieron entre un torbellino de ideas y sentimientos, en medio de los cuales aparecía el recuerdo del halconero. Los tres amigos, comparando sus deseos con los de Pedro Fernández, escuchaban en el fondo de su conciencia una voz que les decía:
-¡Feliz él!
- ↑ Piedras meteóricas, cuyos elementos están contenidos en diversos gases, los cuales se combinan en la atmósfera, produciendo una detonación. Según algunos cosmólogos, la formación de los planetas tal vez fue un fenómeno de esta especie, bien que infinitamente más poderoso.