Los Templarios - I: 43

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Capítulo XLIII - Ondinas y sirenas[editar]

La luna brillaba en el firmamento azul, sembrado de estrellas. Era una de esas hermosas noches de verano en que soplan suavemente frescos vientecillos perfumados de azahar y que recrean a la tierra agostada como el beso de la amante esposa al labrador o al guerrero que vuelve de sus fatigas. Parténope es en el universo el sitio destinado a recrear y encantar los sentidos con su delicioso ambiente, con sus risueños paisajes, con su luz dorada y con el plácido murmurio de las olas del mar, que en aquellas playas suspira como una sosegada fuente. Nada más bello ni más seductor que contemplar al sonreír del alba la enhiesta cumbre del monte Posílipo, y el encendido disco del sol que se eleva sobre el Vesubio e ilumina con sus rayos de oro la cordillera de montañas de Salerno, las azuladas ondas tachonadas con las blancas velas de las góndolas de los pescadores, y las islas de Capri, de Ischia y Prócida.

Al suave fulgor de la nacarada luna veíanse las ruinas de un antiguo pórtico junto a la orilla del mar. Inmóviles, y contemplando el espectáculo encantador que allí la naturaleza les ofrecía, estaban tres jóvenes ricamente vestidos, y que, a juzgar por su aspecto y traje, eran españoles. Los mancebos, apoyados sobre las columnas, permanecían silenciosos y completamente absortos, ya mirando aquel cielo tan azul y trasparente, que en el último término de la estelante y aérea bóveda hubiera podido verse el trono del Increado; ya contemplando las antiguas ruinas del pórtico, por entre cuyas columnas creían ver las sombras de Virgilio y de Plinio, del inmortal poeta cuya tumba no estaba distante, y que allí había colocado los Campos Elíseos, y del sabio naturalista que allí también murió víctima de su amor a la ciencia. Ora volvían sus ojos hacia las olas sollozantes como si las nereidas suspirasen de amor, o como si las sirenas, con la armonía de sus dulces cántigas, tendiesen nuevos lazos a los corazones; ora aspiraban con delicia el perfumado ambiente y exhalaban suspiros de fuego como amantes que aguardaban con impaciencia la ansiada cita que rebosaba de promesas y placeres.

Nuestros jóvenes experimentaban en aquel clima peligroso la misma dulce pereza, la misma languidez agradable que experimentó Telémaco cuando, lejos de Mentor, su apoyo y su guía, se encontraba en la isla de Chipre.

Sembrada de flores, con lejanas y encantadoras perspectivas, con dulces y jubilosos presentimientos, llena de un fuego tan grato como inagotable, rodeada de perfumes, interrumpida por alegres y bulliciosos festines, cruzada en mil direcciones por hermosísimas mujeres de ojos de fuego y de amable sonrisa, entre danzas, amores y placeres, se presentaba la vida a nuestros jóvenes engalanada con todos los encantos que su rica imaginación a manos llenas le prestaba, fogosa efusión de la juventud, tempestuoso rugir de las pasiones, bullicioso tumulto de las ideas, dulce y vaga e inexplicable ansiedad del sentimiento, que impulsa al hombre por los campos del vivir cual gigantesca tromba que en los Alpes arrebata el huracán.

Embebidos estaban en sus pensamientos, cuando súbito nuestros jóvenes oyeron una música deliciosa que salía del fondo del mar e iba, como las olas, a espirar cerca del pórtico.

Es imposible pintar el efecto desconocido de aquellas melodías suaves y misteriosas que atravesaban el espacio en alas de las brisas de la estrellada noche. No era aquella música el canto lleno y robusto que infunde en el ánimo del guerrero ambición de laureles regados con sangre; no eran tampoco esas melodías sagradas que parecen arrebatadas a los coros del cielo, y que elevan el espíritu a regiones que no tienen nombre en los idiomas, pero que en el corazón se encuentran algunas sílabas; no era tampoco el canto apasionado del amor ardiente y puro, dulces melodías que agitan suavemente y que hacen brotar de nuestros ojos lágrimas bienhechoras como el rocío sobre las flores; no era nada de esto lo que despertaba aquella música nocturna, vaga y dulce y como nacida de las cristalinas ondas.

Despertaban aquellos ecos un no se qué de inquieta alegría, de afeminada languidez, de regalada molicie, que perturbaba la razón y que, extraordinariamente y de una manera irresistible, recreaba los sentidos con el mismo agradable y pérfido encanto que un adulador seduce al hombre más prudente con sus lisonjeras palabras, saetas que convertidas en elogios atraviesan el corazón sin que se advierta que son heridas mortales; sabroso licor que recrea el paladar y emponzoña el cuerpo; deleite que mata, luz que consume y no alumbra, tacto de fantasma que se desvanece, debilidad con galas de fuerza, llanto de cocodrilo, sierpe escondida entre flores, sepulcro blanqueado, canto, en fin, de sirena.

Cada vez la música sonaba más cercana, hasta que nuestros jóvenes advirtieron que un elegante bajel, entoldado como una góndola, pero de mayores dimensiones, se iba aproximando a la playa. Pocos momentos después la embarcación se detuvo y botó al mar una lanchita que, guiada por dos blancas figuras, en breves momentos atracó a tierra.

Los tres amigos vieron llegar muy luego a dos jóvenes napolitanas, vestidas de blanco, y que, con ademán respetuoso, se llegaron a los caballeros, y dijeron:

-Mis señoras os aguardan.

Al punto los tres mancebos, lanzando una exclamación de alegría, siguieron a las doncellas de la hermosa Acidalia. Era ésta una dama nacida en una de las Cicladas, si bien su padre había huido primero, de las islas del Archipiélago después de Bizancio, porque entonces aquel país estaba trabajado por las últimas convulsiones del imperio de Oriente. Afrodisio murió en Nápoles, dejando dueñas de sí mismas a sus tres hijas Erato, Eufrosina y Acidalia. Era ésta la más joven de las tres hermanas, si bien en viveza, en gracia y en arrojo superaba a sus dos hermanas mayores, por lo cual éstas se dejaban guiar fácilmente por los consejos de la graciosa y bellísima Acidalia.

Viéndose las tres jóvenes dueñas de sí mismas y poseedoras de inmensas riquezas, se habían entregado con todo el ardor de su juventud y de aquel clima a una vida deliciosamente adornada por el esplendor del lujo, por el encanto de la más completa independencia y por la inagotable variedad de mil y mil placeres, que noche y día revolaban entorno de las jóvenes, rodeándolas de una atmósfera muelle y perfumada. En Nápoles y en toda Italia eran conocidas las tres hermanas, volando a todas partes la fama de su belleza, de su habilidad en el baile y en la música, de su inmensa fortuna y de sus costumbres en demasía galantes.

En damas de tal especie, no sólo sería inútil, sino también ridículo buscar fidelidad ni constancia. Cada semana tenían un amante. El señor de Alconetar y sus amigos hacía pocos días que habían llegado a Nápoles. Poseedores de un inmenso tesoro a más de las riquezas de Lara, llamaron la atención los caballeros españoles por el lujo de sus vestidos, por sus soberbios caballos, por la numerosa comitiva de pajes y escuderos que los servían. Los tres jóvenes, cuando vieron a Acidalia y a sus hermanas, no pudieron menos de maravillarse de la gracia y hermosura incomparable de aquellas damas. Muy pronto se entabló entre los españoles y aquellas bellísimas mujeres amorosa comunicación.

Aquella era la primer noche que los tres jóvenes habían obtenido una cita de las encantadoras hijas de Afrodisio.

Debemos también decir, en honor de la verdad, que Álvaro del Olmo no fue el que más provocó aquella cita, como era natural en un hombre cuyas austeras costumbres conocemos. No obstante, Álvaro no era tampoco ningún anacoreta, ni insensible a los encantos de la hermosura, ni sordo a las pasiones de la juventud.

Apenas los tres mancebos saltaron en la barquilla, cuando las dos jóvenes napolitanas comenzaron a remar con suma gracia y rapidez, haciendo que la frágil lancha se deslizase sobre las ondas veloz como una golondrina.

¡Cuántas gratas emociones experimentaban nuestros mancebos! Todo suspendía sus sentidos y embriagaba sus corazones de alegría. El clima, la noche, la luna, el mar y las dulces melodías que les llevaba el viento, aumentaban en ellos su embriaguez deliciosa.

Nada puede imaginarse más rico ni más gracioso que la materia y la figura de la elegante embarcación en que se hallaban las hijas encantadoras de Afrodisio. Aquella linda nave estaba construida de maderas preciosas, y por todas partes enriquecida y adornada con mil incrustaciones de nácar y oro, formando caprichosas labores de exquisito gusto, y la figura de la nave se asemejaba mucho a una concha. Diríase que en el golfo de Nápoles se había aparecido ahora la elegante embarcación en que la hermosa reina de Egipto salió con sus doncellas a recibir al orgulloso romano que después fue su esclavo, o bien que la diosa de los placeres, en su graciosa concha marina, venía a recrearse con el suave cantar de la sirena Parténope.

Cuando los gallardos caballeros fueron recibidos a bordo de aquel movible templo de los placeres, quedáronse atónitos a vista de tanta magnificencia como en el interior de la nave se advertía.

Blandamente reclinadas, y con graciosas sonrisas, recibieron las bellísimas damas a los gallardos caballeros.

Era Acidalia de talle gentil y flexible como un junco, graciosa y ligera como una cervatilla, de formas esbeltas, pero llenas, y de suavísimos contornos. Estaba cubierta con un trasparente velo que la envolvía como una vaporosa nube. Así veneraban a la amante de Adonis en la isla de Coo con mejor acuerdo que en Gnido. Aquel velo sobre tantas bellezas abría ancho espacio a los vuelos de la imaginación ansiosa.

Acidalia llevaba caída sobre sus graciosos hombros su perfumada crencha de cabellos negros, engalanados con una guirnalda de verdes mirtos y encendidas rosas, menos frescas y purpúreas que sus labios coralinos, copa encantada en que el amor ofrecía el dulce néctar de voluptuosas sonrisas. Sus ojos negros lanzaban relámpagos, sus miradas eran saetas que abrasaban y consumían los corazones. Acidalia era morena como Cleopatra, como Safo, como la Venus de Corinto; pero como ellas también era ardiente, apasionada y seductora.

Acidalia, con ademán afectuoso, hizo seña a don Guillén para que se sentase junto a ella. El joven obedeció, clavando en la hermosa joven miradas de fuego.

Eufrosina, la hermana segunda, era blanca de color, de tez rosada, de cabellos castaños, de mediana estatura, de ojos garzos. En su graciosa boca anidaban constantemente los chistes y las risas. Vivaz, burlona, veloz, alada, era la imagen viva del seductor atolondramiento, de la deliciosa superficialidad de la mujer, que nada entiende ni quiere entender si no es cantar, reír y gozar. En sus ojos notábase un no sé qué de picaresco, así como también se advertía algo de irónico y zumbón en sus frescos labios, casi siempre seductoramente fruncidos por un mohín preciosísimo. Era Eufrosina la alegría en persona, una mariposa, una calandria, una preciosa niña, juguetona y risueña y capaz de hacer reír al hombre más hipocondríaco, al mismo Heráclito.

Eufrosina no pudo menos de sonreírse al ver la gravedad española de Álvaro del Olmo, cuya figura, sin embargo, le agradó sobremanera. Ella, pues, hizo sentarse a su lado a Álvaro.

La hermana mayor, Erato, era blanca como la espuma del mar y de frente serena como la superficie del lago que no riza el más leve soplo de las auras. Era rubia, con los ojos negros, como Helena, en cuyas miradas se abrasó Troya. Notábase en el porte y ademanes de Erato algo de reflexivo y de inteligente, y era maravillosa su habilidad en el canto, en la música, y sobre todo en la poesía, pues con admirable facilidad improvisaba versos llenos de armonía y de pasión.

Erato y Jimeno simpatizaron al punto, y el hermoso trovador, rendido de amores, sentose al lado de la bella poetisa.

Acidalia dio sus órdenes, y la elegante embarcación se internó en la mar, bogando con dirección a la encantadora isla de Ischia, poco distante de Nápoles.

Cuando ya estuvieron bastante lejos de la costa, Acidalia y sus hermanas ofrecieron a los caballeros un opíparo banquete. Nada se perdonó para hacer más delicioso aquel festín, mezclando en él todos los encantos del lujo, de la rareza de los manjares, de la excelencia de los vinos, de la música y del baile. Fue el banquete servido por jóvenes napolitanas, vestidas de blanco coronadas de flores. Durante la comida se quemaban en pebeteros de oro los más exquisitos aromas del Oriente. Todos los bancos de los remeros estaban llenos de hermosas jóvenes que tañían arpas, laúdes y salterios. De vez en cuando algunas de aquellas jóvenes, que tenían una voz dulcísima, entonaban voluptuosas canciones. Diríase que las ondinas y nereidas, para recrear a Neptuno, fiaban a los céfiros la melodía de su voz y de sus instrumentos.

Cantaban de esta manera:


¡Oh jóvenes! Mirad, mirad la rosa
Mecerse sobre el tallo virginal,
Que recibe encendida y amorosa
Las caricias del aura matinal.
Pero a la tarde triste desfallece
Bajo los rayos del estivo sol,
Marchita por los aires desparece
O en el suelo se pierde su arrebol.
Así la juventud pasa ligera
Llevándose los sueños del placer,
Y torna la florida primavera;
Mas el alma no torna a florecer.
¡Oh jóvenes! Coged, coged las rosas
Antes que las deshoje el vendaval;
Que las flores que os brindan las hermosas
Exhalan un perfume celestial.
No a la triste vejez Amor recibe,
Amor que busca el juvenil ardor.
¡Oh jóvenes! El que ama es el que vive,
Coged la rosa que os promete Amor.


Luego varias jóvenes, dotadas de singular belleza y vestidas de blanca y trasparente gasa, danzaron voluptuosamente al compás de los dulces instrumentos. Nuestros mancebos estaban profundamente conmovidos, y no apartaban sus ojos de las peligrosas bellezas que ofrecían a sus miradas mil y mil encantos. Un fuego extraordinario circulaba por sus venas, y exhalaban hondos suspiros.

Y otra vez, de tiempo en tiempo, en los confines del reino de Neptuno se perdían las voces melodiosas que entonaban nuevos cantares.

Dejaos de combates,
Abandonad las ciencias,
Tratad sólo de amores,
De bailes y de fiestas.
De rosas coronados,
Gozad la primavera
De vuestra edad lozana,
Danzando con las bellas.
La gloria es nombre hueco,
Cosa cruel la guerra;
Sólo el que goza es sabio,
Gozar no es apariencia,
Gozar es certidumbre,
Es ciencia verdadera.
Ea, pues, nobles mancebos,
Dad al olvido penas,
No anticipéis dolores
Con previsión funesta
Que sople el aura leve,
Que ruja la tormenta,
Que ciegos los mortales
Bramen en la pelea,
O en sucios pergaminos
Busquen inútil ciencia,
Los unos homicidas,
Y otros el alma seca,
No entienden los arrullos
De tortolilla tierna.
Pues ea, ¿qué aguardáis?
Baco os ofrece néctar,
Venus placeres brinda
De Amor en la palestra.
Gozad, gozad, mancebos,
Del bien que se os presenta.


El silencio de la noche, la calma del mar, la luz trémula de la luna esparcida sobre la superficie de las ondas, el límpido azul del cielo sembrado de estrellas brillantes, todo esto contribuía a hacer aquel espectáculo más agradable, más seductor, más bello.

Terminado el banquete, las damas danzaron con los caballeros, hasta que al fin, jadeantes de cansancio, volvieron a sentarse. Cada uno de los mancebos se hallaba al lado de su dama, en cuyos ojos bebía el dulce y calenturiento filtro de la pasión más voluptuosa.

-¡Cuánto placer experimento a vuestro lado! -exclamaba don Guillén.

-¿Me amáis? -preguntó Acidalia.

-¡Y me lo preguntáis!

-Vosotros, los españoles, sois muy galantes.

-Tenemos el alma de fuego.

-Tal vez no tenéis más que amorosas palabras, -repuso sonriendo provocativamente la hermosa joven.

-¡Oh! ¡Si leyerais en mi corazón!...

Uno y otra permanecieron extasiados y, por decirlo así, sumergidos en una magnética mirada de amor.

Álvaro se hallaba completamente fascinado por la peregrina hermosura de su dama, la cual no dejaba de despertar hilaridad con los chistes que a cada instante se le ocurrían.

Más lejos estaban Jimeno y Erato. El trovador no dejaba de contemplar a la hermosa joven, que prestaba atento oído al eco melodioso de las arpas.

De repente Erato prorrumpió en un canto melodioso y suave como los trinos del ruiseñor en la primavera. Era aquella una improvisación brillante y espontánea como las rosas que crecen en los campos andaluces.

Es verdad que el acento y las palabras de Erato despertaban sólo los alegres y fugitivos sentimientos de los cantares anacreónticos. Jimeno, sin embargo, escuchaba con éxtasis a Erato.

Así es que los tres grupos de amantes se entregaban con delicia a sus pensamientos, mientras que la ligera nave surcaba las cristalinas ondas.

Las opulentas damas de Nápoles habían ordenado a sus sirvientes que se alejasen de la cámara, mandando también que sólo dejasen una lámpara que destellaba una luz plácida y suave como el crepúsculo.

Luego las tres venturosas parejas se separaron de manera que podían entablar amorosos diálogos sin que nadie las escuchase.

Don Guillén Gómez de Lara era el que se mostraba más apasionado. Su carácter impetuoso le arrastraba siempre hasta el último paroxismo de la pasión.

Blandamente reclinada, la hermosísima Acidalia tenía fijos sus ojos amorosos sobre el gallardo mancebo. ¡Cuán seductora parecía en aquellos momentos Acidalia! Su velo no cubría ya el alabastro de su torneada garganta, y los plácidos céfiros del mar jugueteaban con el suelto cabello; languidecía de amor, y en sus mejillas de carmín, que parecían enrojecidas por una llama que las abrasase, brillaba un sudor voluptuoso, que la hacía aún más hermosa; en sus húmedas pupilas centelleaba el fuego del deleite, a la manera que un rayo de sol penetra en las cristalinas aguas. Su cabeza estaba reclinada sobre él, y Lara tenía los ojos fijos sobre ella.

Las fogosas miradas del joven devoraban a la hermosa, y al mismo tiempo él se consumía en aquel fuego, a la vez placentero y mortífero como la luz que seduce a la incauta mariposa. Cubría Acidalia de ósculos ardientes los labios y los ojos del gallardo mancebo, y entonces él, suspirando con ansia profunda, parecía que exhalaba el alma en el alma de su amante.