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Los Templarios - I: 44

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Capítulo XLIV - Amargura de la dulzura

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La aurora, meciéndose en blando lecho de rosadas nubes, parecía salir del seno del mar en el golfo de Sorrento. En una isla que divide el golfo de Gaeta del de Nápoles, veíase un frondoso bosque de castaños, de mirtos, de aromos y naranjos. En el fondo de la perfumada selva se levantaba un suntuoso palacio de exquisitos mármoles labrado y más suntuoso y bello aún por los primores del arte que por la solidez de la fábrica.

Allí tenía su eterno imperio la primavera bajo un cielo de zafiro. Diríase que en aquella isla afortunada la salud y la alegría habían elegido su mansión agradable. Aquel portentoso palacio era de las tres hermanas, Acidalia, Eufrosina y Erato.

Las frescas auras matinales sacudían las perlas del rocío de las plantas y las flores. Trinaban gozosos los pajarillos, y el ambiente, embriagado de perfumes, despertaba en el corazón la plácida inquietud de los amores.

Junto a una cristalina fuente veíase un gallardo mancebo que, a juzgar por su actitud, aguardaba ansioso el momento de una cita. Luego el joven, con muestras de impaciencia, comenzó a pasearse por el ameno jardín que se encontraba dentro del recinto del suntuoso palacio.

Pocos momentos después, por direcciones opuestas, aparecieron otros dos jóvenes, que casi a un mismo tiempo llegaron a reunirse con el que primero estaba aguardando.

-En verdad que has madrugado mucho, Guillén, -dijo Álvaro del Olmo.

-¡Ira de Dios! Estoy impaciente por averiguar los misterios que encierra esta mansión portentosa.

-A mí me sucede lo mismo, -añadió Jimeno.

-En efecto, tenéis razón; pero ellas pronto despertarán, y entonces no nos será posible realizar nuestros deseos.

-¿Y qué importa que ellas se despierten? -repuso don Guillén-. A despecho de ellas es preciso que yo vea y examine todo lo que este palacio y esta isla contienen.

-¿No has notado en ellas cierta reserva respecto a nuestros deseos de satisfacer nuestra curiosidad?

-Cualquiera diría que tienen grande interés en que no recorramos la isla, ni mucho menos los departamentos del palacio. Hasta ahora no hemos visto más que los suntuosos aposentos en que hemos habitado desde que llegamos aquí.

-Ese empeño tenaz que ellas muestran porque no veamos todo esto es precisamente la causa que ha aumentado mi curiosidad, -dijo Gómez de Lara.

-Aquí vivimos como prisioneros, -observó el trovador.

-¡Qué vida! -exclamó con aire sombrío Álvaro del Olmo-. Tal estado de cosas no puede prolongarse... Mañana hace mes y medio que nos encontramos aquí...

-Verdaderamente que los encantos del amor seducen al hombre más sesudo; pero la libertad... ¡Oh! La libertad es lo primero. ¡La libertad es el hombre! -exclamó el poeta con énfasis.

-Pues ello es preciso romper estas cadenas.

-Por más que sean cadenas de flores.

-Soy de la misma opinión.

-Amigos míos, ya visteis ayer cuánto trabajo nos costó ponernos de acuerdo para reunirnos hoy en este sitio...

-Sin duda alguna; yo no sé cómo ellas no se apercibieron de nuestras señas.

-Pues bien, ya que ahora afortunadamente se encuentran durmiendo, no debemos perder tan buena ocasión.

-Pues manos a la obra.

-¿Y por dónde empezaremos?

-Yo, francamente lo digo, preferiría empezar por reconocer la isla.

-Tanto monta; quiere decir que después tendremos ocasión de examinar el palacio.

-Pero se me ocurre una dificultad.

-¿Cuál?

-¿Por dónde hemos de salir?

-Por la puerta principal.

-En ese caso tropezaremos con un grave inconveniente. Nos vamos a ver en la necesidad de pasar muy cerca de los aposentos en que duermen nuestras damas.

-Eso puede evitarse.

-¿Y cómo?

-Por fortuna, al venir a este sitio he reparado en una puerta que hay en la tapia de este jardín.

-¡Y está abierta! -exclamaron a la vez los dos amigos.

-Eso es lo que no he reparado; la puerta estaba cerrada, pero ignoro si estará entornada o cerrada con llave.

-Pues vamos a verlo.

Y sin más, los tres jóvenes se encaminaron rápidamente hacia el sitio en que la puerta se hallaba. Cuando ya estuvieron cerca., sus semblantes se anublaron.

-¡Ira de Dios! -exclamó don Guillén-. ¡Cerrada!

-No hay que desesperarse todavía, -dijo el trovador.

-¡Victoria! -exclamó Álvaro del Olmo, que en silencio se había adelantado y visto que el pesado cerrojo estaba solamente corrido, pero sin candado, ni llave ni otro obstáculo.

Con tanta precaución como júbilo descorrieron el cerrojo, y muy en breve se hallaron en el campo. No sabían qué rumbo tomar, ansiosos como estaban de recorrer a un tiempo y por todas partes aquel pequeño mundo enclavado en el seno de los mares. Por último, tomaron a la ventura la primera senda que se les presentó, y que les condujo, después de haber atravesado una fértil y florida pradera, a un recinto lúgubre, sombrío y cubierto por funestos cipreses. Aquello parecía un cementerio.

De repente descubrieron en el fondo de aquel bosque, que pudiera llamarse de la Muerte, una torre desvencijada y ruinosa.

Los tres amigos sin vacilar se encaminaron hacia el abandonado edificio. Siguiendo una sombría calle de cipreses, llegaron muy pronto a la puerta de la solitaria torre.

Iban los jóvenes discurriendo sobre la extrañeza de aquellos sitios y echando de menos una persona que les fuese explicando las maravillas que se imaginaban ver. Penetrando por la puerta descubrieron a una anciana de malísima catadura, que estaba sentada y ocupándose en hilar. Aquella mujer viejísima causó grande impresión en el ánimo de nuestros caballeros.

La anciana a la verdad tenía un aspecto singular, bondadoso, siniestro y burlón a la vez. Sus cabellos eran espesísimos, pero más blancos que la nieve, y en sus ojos negros y extremadamente vivaces se leía algo de sombrío furor. Quedose mirando la vieja muy atentamente a los tres mancebos, y después de algunos momentos del más minucioso examen, preguntó con aspecto agradable, pero con voz extraña y que nada tenía de humano:

-¡Jóvenes! ¿Adónde vais?

-Deseamos recorrer esta isla, y no es cosa de quedarnos sin examinar esta torre.

La vieja miró a los jóvenes con marcadas muestras de sorpresa.

-¿No habéis pensado, -dijo-, que es empresa muy arriesgada la que tratáis de emprender?

-Ningún riesgo será bastante a hacernos renunciar a nuestro propósito.

-¿Luego estáis decididos?

-Lo estamos.

-Pues en ese caso podéis pasar adelante; pero os advierto que aún os quedan que atravesar dos patios y dos puertas, o ignoro si mis hermanas, que son las porteras, querrán manifestarse tan complacientes como yo me he manifestado. ¡Pasad!

Los caballeros saludaron muy afectuosamente a la vieja y penetraron en la extraña mansión que de una manera indescribible había despertado su curiosidad. Atravesando un extenso patio a manera de huerto, en el que había muchos árboles y parrales, descubrieron a lo lejos, en el tostado fondo de la vetusta muralla, otra puerta en la cual veíase otra vieja, que sin duda era hermana de la primera que hemos visto. Delante de unas gigantescas devanaderas de ébano se ocupaba en devanar.

Esta segunda vieja parecía de peor índole, a juzgar por su avinagrado gesto.

-¿Adónde vais? -gritó la vieja furiosa como un energúmeno.

-Deseamos ver el interior de esta torre.

-No quiero, no quiero, -repuso de mal humor la vieja, aumentando el impulso y la rapidez de sus devanaderas.

Nuestros jóvenes permanecieron algunos minutos silenciosos e indecisos; pero al fin don Guillén, más curioso y más resuelto, se aventuró a decir con la mayor cortesía:

-Amable señora, vuestra hermana se ha dignado concedernos permiso para que entremos a satisfacer nuestra curiosidad...

-Pues mi hermana ha hecho muy mal.

-Sin embargo, señora, yo espero que vos también al fin tendréis la amabilidad de no disgustarnos por cosa de tan poco momento.

-¡Cosa de poco momento decís!

-¿Pues no? ¿Qué inconveniente puede haber en que nos dejéis entrar?

-Para ello debería faltar a mi obligación.

-Y vuestra obligación, ¿puede saberse cuál es?

-Claro está, guardar esa puerta.

-Pero debéis guardarla de asesinos o ladrones, -dijo el trovador con irónica sonrisa, aludiendo sin duda alguna a la vejez y debilidad de la portera.

La anciana lanzó una mirada de tigre sobre Jimeno.

El trovador sostuvo aquella mirada con una gravedad tan cómica, que al fin la vejezuela se echo a reír.

-Permitidme, -dijo Lara-, que os pregunte a quién debéis dar cuenta de vuestra conducta.

-Fácil es adivinarlo.

-Yo por mi parte no lo adivino.

-¿No conocéis a Acidalia y a sus hermanas?

-Ya comprenderéis que debemos conocerlas.

-Pues a ellas es a quien yo debo obedecer.

-Pero vuestras señoras serán indulgentes para con vos.

-¡Mis señoras! ¡Estáis muy equivocados!

-Pues qué, ¿son ellas vuestras criadas? -preguntó Jimeno con aire zumbón.

-Me explicaré, me explicaré, -repuso la vieja parando sus devanaderas.

Después de algunos momentos continuó:

-Habéis de saber que aun cuando Acidalia y sus hermanas son o parecen más jóvenes que nosotras, ellas nos tratan como si fuesen nuestras madres.

-¡Vuestras madres!

-Ellas a lo menos son causa de que nosotras estemos aquí obedeciéndolas y presenciando los desastres que sus locos amoríos producen.

-¡Desastres!

-Y muy grandes.

-Explicaos, señora, si gustáis.

-Me basta deciros que sus amores han traído y traen aquí diariamente a muchos jóvenes incautos, que pasan el resto de su vida en la más estéril impaciencia y en la inacción más vergonzosa, cuando no quedan para siempre lánguidos y enfermos.

Nuestros jóvenes cambiaron entre sí una mirada asaz significativa. Aquellas naturalezas elevadas se avergonzaban de que una vida muelle y afeminada pudiese cortar el vuelo de sus varoniles bríos. No obstante, bien pronto se levantó en los jóvenes un deseo más fuerte que todas las consideraciones, el deseo de satisfacer su curiosidad.

Y otra vez tornaron a exigir de la vieja el permiso para pasar adelante.

Al fin la estantigua, consintió en dejar el paso libre a los tres amigos, quienes no dejaron de advertir en la vejezuela una maligna sonrisa.

Los mancebos, sin embargo, continuaron adelante, muy gozosos y también muy ajenos de lo que había de acaecerles. Atravesando otro patio cubierto de maleza, y más abandonado aún que los anteriores tránsitos, llegaron por último a una tercera puerta, en donde encontraron una vieja más repugnante y más asquerosa que las dos anteriores. A tiro de ballesta podía reconocerse que aquellas tres mujeres eran hermanas, por más que sus grados de vejez fuesen diferentes y aun su estatura y fisonomía.

Pero todas tres tenían de común una expresión idéntica de malicia, de astucia y de crueldad.

La vieja que estaba en la tercera puerta se ocupaba con unas inmensas tijeras en cortar las cuendas de un montón de madejas que tenía a su lado.

-¡Mortales! -gritó la anciana con voz solemne y capaz de hacer temblar a un mármol-. ¿Adónde vais por estos sitios?

-Vuestras hermanas han tenido la bondad de dejarnos llegar hasta aquí...

-¡Oh! Pero no es posible que paséis más adelante.

Los jóvenes insistieron de manera que al fin la anciana consintió en dejarles libre el paso.

Bien hubieran querido nuestros caballeros tener un guía que los condujese por aquellos parajes desconocidos; pero hubieron de contentarse con visitar solos aquella mansión extraordinaria.

Verdaderamente había motivo para que la más viva sorpresa se apoderase de nuestros jóvenes. Entregados a su propio capricho, recorrieron durante mucho tiempo infinidad de habitaciones espléndidamente amuebladas, y cuya magnificencia formaba un contraste singular con el aspecto ruinoso que exteriormente presentaba aquel extraño edificio.

En muchas de las estancias que recorrieron, hallaron mesas cubiertas con ricas vajillas de oro y preciosos ramilletes de flores naturales, pudiéndose deducir que sólo faltaba se sirviesen los manjares que habían de recrear el apetito de los misteriosos habitantes de aquella mansión de las Parcas, que así pudieran llamarse las tres diabólicas viejas que guardaban la entrada de las tres puertas.

Luego salieron a un anchuroso claustro, en donde, vieron un rótulo sobre la puerta de un aposento. La inscripción decía: Sala de los Dolientes.

-¿Qué clase de duelos serán estos?

-Allá veremos.

-Paréceme, amigos, que nos estaría bien preparar nuestras armas.

-En efecto, este silencio sepulcral me espanta.

Los tres jóvenes desenvainaron sus espadas, y con ánimo esforzado se decidieron a llevar a cabo su propósito. De pronto oyeron cerca una voz que decía:

-Esta mansión es de paz, caballeros.

Los tres amigos fijaron sus atónitas miradas en una hermosa matrona que les salía al encuentro. Iba la dama vestida modestamente, pero con muy buen gusto y suma gracia. Llevaba en la mano un compás, y en todos sus ademanes se echaba de ver la discreción y la templanza. Mucho sorprendió a los jóvenes la aparición de aquella hermosa dama. Después de algunos momentos, don Guillén de Lara dijo:

-Hermosa señora, si no lo habéis por enojo, yo os suplico rendidamente que tengáis la bondad de darnos un guía que nos conduzca al través de tanto laberinto.

-Os acompañaré yo misma, -repuso la dama con agradable sonrisa y haciendo seña a los caballeros para que la siguiesen.

La dama condujo a los tres jóvenes a la sala, sobre cuya puerta se leía el rótulo que hemos indicado. Inmediatamente se presentó a sus ojos una multitud innumerable de mancebos enfermizos, pálidos, encorvados, tímidos y que no podían andar sino apoyados sobre sus muletas. Era lo más extraño que, siendo tan numerosa aquella reunión, no se escuchaba el menor ruido de palabras. Todos andaban con trabajo y permanecían silenciosos. Diríase que hasta para hablar les faltaba aliento.

Casi todos lloraban como débiles mujeres y echaban de menos los bellos y alegres días que habían consumido malamente en frívolos amores y vergonzosos placeres. Allí jamás se habían albergado el indómito y varonil aliento, ni el ángel de las virtudes, ni el genio de la gloria. Con el corazón oprimido de angustia contemplaban nuestros jóvenes aquel espectáculo doloroso, y temblaban por sí mismos, temiendo que las malas pasiones o los extravíos de la juventud los pudiesen sumergir en una atmósfera semejante de asqueroso envilecimiento.

Atravesaron diversas estancias, y en todas partes veían las mismas señales de enfermedad y afeminación.

-Estos que aquí veis, -dijo la dama con reposado acento-, están muy de mala voluntad bajo mi dominio, que ciertamente no es pesado sino para las naturalezas estragadas y que han adquirido el hábito del desorden y la molicie. Aquí, si ellos fuesen discretos, aún pudieran recobrar su salud y vivir dichosos; pero sucede todo lo contrario. Ellos se lamentan de su situación presente, no por arrepentimiento, sino por no encontrarse sumergidos en sus antiguos desórdenes. He aquí, -añadió la dama mostrando el compás que llevaba en la mano-, he aquí mi cetro, el símbolo de mi dominio sobre estos desgraciados. Yo trato inútilmente de medir y compasar todas sus acciones, de infundirles de nuevo su alegría, de inspirarles valor y esperanza, único medio de sacarlos de su abyección; pero ellos ¡infelices! me rechazan y me aborrecen.

Con grande atención oyeron tales razones los tres amigos, y se maravillaban de todo cuanto veían, pues nunca hubieran podido sospechar que en aquella isla, mansión de los deleites, habían de encontrar un espectáculo semejante, que despertaba en su ánimo noble brío para adoptar provechosas resoluciones.

-¿Y quiénes son todos estos que aquí se encuentran? -preguntó Gómez de Lara.

-Estos jóvenes, -repuso la matrona-, todos han sido amantes de Acidalia y sus hermanas.

-¿Y cómo han venido a parar en tan lamentable estado?

-Estas son las consecuencias de su indiscreto amor a los placeres.

Oyendo tales palabras, los jóvenes se sonrojaron.

Súbito sonó un ruido espantoso. Los caballeros se imaginaron que algún peligro los amenazaba, por lo cual se apercibieron a la defensa.

-Nada tenéis que temer mientras que estéis a mi lado, -dijo la dama.

Pocos momentos después vieron entrar una joven desmelenada y pálida, pero de singular belleza, la cual, apartando con desdén a los dolientes que a uno y otro lado le estorbaban el camino, llegose adonde estaban los tres jóvenes y la matrona, la cual preguntó:

-¿Qué sucede, hermana mía?

-Una gran desgracia.

-¡Habla!

La joven asió a su hermana mayor, la apartó consigo algunos pasos, y cambió con ella las siguientes palabras:

-¿No sabes quiénes son estos extranjeros?

-He creído que son amantes de nuestras señoras.

-Así es la verdad.

-No podía ser de otro modo: en esta isla ya sabes que sólo entran los amantes de Acidalia y sus hermanas...

-Sí, sí; pero ningunos han hecho lo que estos acaban de hacer.

-En efecto, me ha sorprendido mucho su presencia en este sitio.

-Ya sabes que las señoras nunca envían aquí a sus amantes sino cuando se encuentran en el más deplorable estado, cuando ya están enfermos de cuerpo y de alma, cuando ya han enloquecido de amor, y entonces... bien lo sabes, entonces ellas se ríen de ellos, y los desprecian y los conducen a esta sala...

-Pero vamos al caso.

-El caso es que ninguno de los amantes de las señoras se ha atrevido a salir del palacio y recorrer la isla con la frescura y desenfado que lo han hecho estos españoles... Y verdaderamente que nunca ellas han tenido amantes más gallardos ni más valerosos... Ahora bien; ellos se han escapado del palacio por la puerta del jardín, mientras que nuestras señoras dormían.

-Acaba, por Dios.

-Así que han notado la ausencia de estos caballeros, las señoras, sospechándolo todo y deseosas de vengarse, han dado aviso a los tres Corsos, que muy pronto estarán aquí... Yo he atravesado rápidamente la distancia que media desde el palacio, para decirte de orden de las señoras que mandes encerrar a estos temerarios en el más estrecho calabozo de esta torre, en el caso de que quieran huir...

-¡Eso es una infamia!

-Eso mismo pienso yo, y por lo tanto, he venido a suplicarte que hagas en favor de estos extranjeros todo cuanto puedas.

-Ya sabes que siempre me gusta hacer bien.

-Y además, así les pagaré una deuda que les debo.

-¿Qué les debes?

-La más inextinguible gratitud. Recién llegados estos caballeros a Nápoles, varios pescadores acometieron una tarde a mi amado Gianettino, y cuando ya estaba a punto de sucumbir bajo el puñal de sus enemigos, acertaron a pasar los extranjeros, y con incomparable esfuerzo pusieron en fuga a los pescadores y libertaron de la muerte a mi amado...

Los tres amigos sólo podían oír el eco de estas palabras; pero no podían comprender su sentido. La matrona, volviéndose hacia los mancebos, dijo:

-Caballeros, os anuncio que os amenaza un gran peligro... Me equivoqué al deciros que mientras estuvieseis a mi lado nada tendríais que temer... Una voluntad superior a la mía lo ordena de otra manera.

-¿Y en qué consiste ese peligro? -preguntó Gómez de Lara con el ademán de osadía que le era peculiar.

-Tengo orden de hacer que os prendan.

-¿Y bien?

-Orden que no cumpliré.

-Muchas gracias, señora, por vuestra benevolencia.

-Pero os será imposible libraros de los Corsos.

-¿Y quiénes son esos enemigos?

-Habéis de saber, señor, que Acidalia y sus hermanas tienen en esta isla a su sueldo y servicio tres hombres formidables que antiguamente ejercían la profesión de pescadores. Son naturales de Córcega, de estatura gigantesca, de ferocidad de tigre y de valor sobrehumano. Estos bravi acaban de recibir el aviso de acometeros; y aun cuando yo os deje libres para salir de este recinto, dudo mucho que podáis escapar de las manos de los terribles corsos.

-¿Decís que no son más que tres?

-Son tres gigantes.

-No importa, señora: nos agraviáis creyéndonos inferiores a esos miserables bravi. Hombre por hombre, ya os probaremos, señora, que no es preciso ser un atleta para tener esfuerzo.

-¡Ay! Ellos son terribles, diestros y de fuerzas hercúleas.

-David venció a Goliat. Tranquilizaos, señora.

-Pues bien, -dijo la doncella de Acidalia-, no perdáis tiempo... Salid, salid al instante.

Agradeciendo infinito su buena voluntad a aquellas dos generosas mujeres, salieron nuestros jóvenes de la sala, y se encaminaron por el mismo sitio que habían entrado; pero al llegar adonde estaba la vieja, ésta se levantó precipitadamente y cerró la pesada puerta.

-¿Qué hacéis? -preguntaron furiosos los tres amigos.

-Nadie que entra aquí puede salir -repuso la anciana.

-¡Ira de Dios! -exclamó don Guillén amenazando a la vieja con su espada-. ¡Abrid!

-Es inútil que os canséis, -repuso la portera con imperturbable sangre fría.

Don Guillén, no queriendo mancharse con el asesinato de una débil anciana, se dirigió a la puerta y comenzó a forcejear por abrirla, pero inútilmente. La vieja había cerrado por medio de un resorte, ingenioso mecanismo que no parecía dispuesta a revelar aunque la desollasen viva.

Entretanto Álvaro del Olmo murmuraba con cierto aire de melancólica gravedad:

-La entrada en el vicio es gustosa y fácil; la salida es dolorosa y poco menos que imposible.

Jimeno comprendía que se hallaban en una situación suprema, cuyo peligro aumentaba a cada instante. De repente el poeta se sonrió satisfecho. Su fecunda imaginación había encontrado un medio infalible para salir de aquel apuro. Haciendo seña al impaciente don Guillén, le dijo:

-No te enfades, amigo mío. ¿No recuerdas con cuánta instancia suplicamos a esta señora que nos permitiese entrar? ¿No nos advirtió que era arriesgado lo que pretendíamos? ¿Por qué te enojas ahora tan sin motivo? Yo, por mi parte, me encuentro perfectamente en compañía de esta buena señora.

Y el trovador, volviéndose a la vieja, añadió con el aire más natural del mundo:

-En verdad, en verdad que algunos años antes habría yo tenido a gran dicha el permanecer a vuestro lado. ¡Cáspita! Todavía... todavía se conoce que en vuestros tiempos habréis tenido muy buenos bigotes... Ese talle, esos colores y, sobre todo, esa expresión de ojos que aún tenéis, me dicen que habréis sido la más garrida y apuesta moza de media Italia.

-Y de Italia entera, -dijo la vieja sonriéndose y aproximándose a Jimeno-. Mire su excelencia, no es porque yo lo diga, pero ahí están mis hermanas y todos los viejos de Nápoles, que no me dejarán mentir: cuando yo tenía veinte y me ponía mi corpiño azul y mi guardapiés de seda, me llevaba las calles por delante. Estos cabellos, que ya se van mudando algo, eran entonces negros como la endrina; y en cuanto a eso que decís de mi juego de ojos, no creo que sea lisonja vuestra, porque en aquellos tiempos todos decían que se abrasaban en mis miradas... Y lo creo así, porque cabalmente en el jugar los ojos tenía yo entonces todo mi prurito.

-Se conoce, señora, se conoce todavía.

-Digo esto, no porque a mí me gusta alabarme, sino porque precisamente os habéis fijado en una cosa en que todos se ajaban cuando yo tenía menos años.

Y esto diciendo, la vieja lanzaba miradas cariñosas al trovador. Después de algunos momentos, con la más exquisita amabilidad, Jimeno dijo:

-Adorable señora, yo estoy seguro de que vuestro corazón no será tan empedernido que consintáis en detenernos en este sitio y en circunstancias en que...

-Vamos, vamos, ya lo veo, -interrumpió la vieja medio refunfuñando y medio sonriéndose-; lo que vos queréis es que abra la puerta.

-No lo niego, señora mía, -respondió Jimeno haciendo una cortesía de un efecto irresistible-. Y además quisiera que os tomaseis el trabajo de acompañarnos, para que en las otras puertas no encontremos inconvenientes para salir. Yo estoy seguro de que vuestras compañeras no se han de atrever a negaros este favor que os suplico les pidáis.

Fue tan melodioso el acento del poeta al pronunciar aquellas palabras, que la vieja se sintió conmovida hasta el extremo de complacer en un todo al astuto Jimeno. La vieja, pues, abrió la puerta... ¡Oh magia de la galantería! ¿Qué corazón femenino, aun cuando cuente cien navidades, permanecerá insensible y frío a eso que las mujeres llaman flores? Porque es indudable que Jimeno debió aquel fabuloso triunfo sola y exclusivamente a las almibaradas frases que había dirigido a la presumida vieja. Resultó, pues, que las demás porteras no opusieron obstáculo alguno a la salida de los tres amigos, a quienes, sin embargo, les aguardaba una escena en extremo terrible. Apenas habían salido de la torre, cuando les acometieron los tres corsos con las espadas desnudas, y con acento breve e imperioso les gritaron:

-¡Rendíos!

-¡Miserables!

-¡Atrás!

-¡Adelante!

Cambiadas estas breves palabras, se trabó un encarnizado combate.

No habían sido exagerados los informes que acerca de los terribles corsos habían dado a nuestros caballeros. Efectivamente los sicarios eran diestros, valientes, vigorosos, y apretaban con furia irresistible a nuestros aventureros. Duro fue el combate; empero el valor luchaba con la ferocidad. Al fin Jimeno exhaló un grito desgarrador. Acababa de recibir una herida bastante grave, aunque por el pronto no le impidió ni combatir ni andar. La herida habíala recibido en el brazo izquierdo. Fuera de sí el trovador se arrojó sobre su adversario con rabia frenética y le atravesó el corazón de parte a parte. Casi al mismo tiempo don Guillén y Álvaro derribaban muy mal heridos a sus adversarios. Entonces los tres amigos se encaminaron victoriosos hacia la playa.

-¿Y por qué no volvemos al palacio? -preguntó Jimeno.

-¡Huyamos! -dijo Álvaro-. Solamente la fuga puede salvarnos de la fascinación de esas mujeres.

-¡Oh! -exclamó don Guillén-. ¡Si estuviese aquí mi fiel Pedro Fernández! ¿Qué habrá sido de vuestros servidores?

-Os haré notar, -observó Jimeno-, que es inútil encaminarnos hacia la playa, a no ser que creáis posible que lleguemos a Nápoles nadando.

Esta consideración era tan exacta como aflictiva. La frente de Gómez de Lara se volvió espantosamente ceñuda, y Álvaro del Olmo exhaló un profundo suspiro.

-¡Por las nueve Musas del Parnaso, que nos vamos a escapar! -exclamó de pronto Jimeno.

-¿Qué estás diciendo?

-Mirad, allá a lo lejos... ¿No veis un punto negro?... ¿No lo veis?

-Maldito si descubro nada.

-Pues yo te digo que allí viene una embarcación.

-¡A fe que tienes buena vista!

Fijas las miradas de los tres mancebos sobre la ancha superficie del mar, descubrieron al fin una góndola que, impelida por un viento favorable, se acercaba por momentos a la isla. Nuestros caballeros se encaminaron lentamente hacia la orilla del mar, después que Jimeno se hubo vendado la herida, que no era peligrosa. A medida que la embarcación se aproximaba, la esperanza renacía en el corazón de los fugitivos.

-¡Oh! -exclamó Álvaro-. No parece sino que les han dicho que se encaminen directamente adonde nosotros estamos. ¡Algún ángel les ha inspirado!

-¡Qué sé yo que te diga! -repuso don Guillén, sacudiendo la cabeza con aire de duda-. Acabamos de salir de un combate, y acaso tengamos necesidad de entablar otro más encarnizado. Sin duda esas gentes no querrán recibirnos sin licencia de Acidalia. ¿Qué opináis?

-¡Verdaderamente es una calamidad! -exclamó Álvaro-. Esas gentes deben estar al servicio de las tres hermanas... En fin, allá veremos cómo escapamos.

-Lo más seguro es que nos consintamos en batirnos otra vez.

-¿Aún tienes lanas de reñir?

-No por cierto; pero la necesidad carece de ley. Lo más sensato es prever el resultado por el lado más funesto, y si por ventura nos sale mejor que pensamos, esa ventaja tenemos.

-¿Te duele mucho la herida?

-No es cosa de cuidado.

-¡Vive Dios que me has dado un gran susto, carísimo Jimeno! -dijo don Guillén-. Cuando te oí gritar tan desaforadamente, imaginé que te habían muerto.

-Aquel grito fue de rabia.

-Muy buena cuenta que diste de tu adversario, valiente trovador.

-Y a fe que los tales corsos tenían los puños duros.

-¡Vaya unas aventuras! -murmuraba Álvaro.

-Por mi parte os digo que ya me devoraba el tedio, -repuso don Guillén-. ¡Oh libertad! Nadie sabe lo que vales hasta que no te pierde.

-La mucha miel empalaga, -dijo el trovador riéndose-. Sin embargo, ¿queréis que os diga la verdad? Pues no me encontraba del todo fastidiado con esta vida; lo digo como lo siento: me es muy doloroso ausentarme de Erato sin despedirme de ella. Tiene nombre de musa, es bonita como una perla y me ha hecho pasar deliciosos ratos con sus canciones. ¡Pobrecilla!

-El diablo, que todo lo añasca, hizo en esta ocasión la mayor de sus diabluras, y fue que se encontrasen un poeta y una poetisa. Le habrás hecho muchas trovas, ¿eh?

-No lo niego. ¿Qué había de hacer para entretenerme?

-¡Si te habrás enamorado! -exclamó Álvaro.

-¡Oh! ¡Eso es imposible!

-Pues entonces, ¿cómo te acuerdas tanto de ella?

-Una cosa es enamorarse, y otra cosa es amar a Erato.

-A fe mía que estás enigmático.

El trovador hacía un misterio de sus amores hasta para con sus más íntimos amigos. Tal es el carácter de las pasiones verdaderas y profundas. El alma se recrea en sus propios sentimientos, y en el templo íntimo del amor no permite a nadie la entrada, si no es al amor mismo. Así el amante ruiseñor entona sus trinos más armoniosos únicamente cuando en el bosque apartado se encuentra solo.

-¡Enamorarme! -exclamó Jimeno con una entonación a la vez apasionada y desdeñosa.

-¿Pues qué tiene eso de extraño?

-¡Nada! ¡Enamorarme de otra mujer!

El trovador elevó sus ojos al cielo, púsose encendido como una amapola, y una lágrima corrió por sus mejillas.

Luego murmuró:

-¡Amalia! ¡Amalia!

-¡Mirad! ¡Mirad! -exclamó de pronto don Guillén señalando a la góndola que ya estaba muy cerca-. ¿Es ilusión mía, o es aquel Pedro Fernández?

-¡El mismo en persona!

-¡Voto a Cribas! ¿Quién lo diría?

Pocos momentos después habían saltado en tierra el halconero Fernández, el médico Estigio Momo y varios servidores de don Guillén Gómez de Lara.