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Los Templarios - I: 45

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Capítulo XLV - Posada de Pietro Maccarroni di la Polenta

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No acertaban a explicarse nuestros caballeros la inesperada aparición del fiel halconero.

-¡Amado señor! -exclamó Pedro abrazando las rodillas de su amo con toda la efusión de la lealtad y el cariño-. ¡Gracias a Dios que he vuelto a encontraros, señor, después de tantas pesquisas infructuosas y que me han tenido muy desazonado. En verdad que ya os daba por muerto; pero Nuestra Señora de la Luz ha querido guardaros la vida...

-Levántate, querido Pedro, levántate, -dijo don Guillén dando la mano al fiel criado y disimulando mal la emoción profunda que le causaba tan cariñosa adhesión.

-¡Ay, señor de mi alma! Todavía me parece mentira que estáis bueno y salvo.

Momo se llegó a don Guillén y lo saludó silencioso, pero con su eterna y maliciosa sonrisa. Acaso Gómez de Lara era el único ser a quien el médico profesaba algún sentimiento parecido al cariño.

-¿Y cómo os encontráis aquí? -preguntaron nuestros jóvenes.

-Esa es historia larga de contar, -repuso Momo.

-Habéis de saber, señor, -dijo el halconero-, que durante los tres primeros días que faltasteis de casa, no me causó mucha pena, porque al fin podía suceder que os hubieseis detenido en alguna diversión... En fin, yo así lo imagine... Pero cuando vi que pasaban días y días y no aparecíais, ¡ay señor! llegué a sospechar que alguna gran desgracia, os había sobrevenido. Entonces comencé a buscaros por toda la ciudad de Nápoles, del mismo modo ni más ni menos que un sabueso de noble raza va husmeando por todas partes, siguiendo la pista de una buena pieza. Pues, señor, yendo y viniendo y preguntando di conmigo en el palacio de aquellas señoras adonde solíais ir pocos días antes de que os perdieseis. Allí trabé conversación con los criados, y por último, después de llevarlos muchas veces a la taberna, les hice cantar que sus señoras estaban en esta isla, y entonces... claro está, entonces calculé que en donde estaban las garzas estarían los jerifaltes.

Sonriéronse los tres amigos al oír la comparación del halconero, que continuó:

-En seguida fleté esta góndola, y confiado en encontraros, hicimos rumbo a esta isla, y hétenos aquí que mis barruntos se han confirmado...

Aquí llegaba el halconero, cuando súbito se detuvo aplicando su oído ejercitado. A los pocos momentos exclamó:

-¡Alguien viene!

-¿Pues cómo?

-He oído el galope de algunos caballos.

-¿De veras?

-Aguardad.

Pedro se echó en tierra y aplicó el oído. Al cabo de algunos minutos volvió a levantarse, diciendo:

-No hay duda en que viene gente.

En efecto, poco después vieron aparecer a las tres bellísimas hermanas en traje de amazonas y cabalgando sobre corceles más blancos que la nieve. Acidalia había sido la primera que despertando notó la desaparición de don Guillén. En seguida la hermosa fue a buscar a sus hermanas, y todas advirtieron que sus amantes habían desaparecido. Al punto dieron aviso a los bravi, y ellas también se lanzaron en pos para detener las consecuencias de un combate. Las jóvenes se habían apasionado locamente de los caballeros españoles, pues nunca hasta entonces habían ellas conocido sino a hombres vulgares, y que en manera alguna podían compararse con los tres amigos, ni en varonil apostura, ni en discreción, ni en valor. Así, pues, las hijas de Afrodisio, después de mil y mil varios amoríos, se habían prendado de nuestros caballeros con todo el frenesí de una pasión volcánica. Cuando a la entrada del bosque de cipreses habían visto a los corsos anegados en su propia sangre, ellas comprendieron que los ingratos y aventureros amantes querían y eran capaces de romper sus cadenas, por más que fuesen de flores.

Pálidas y doloridas, pero más que nunca bellas con su dolor y palidez, las tres damas corrían desatentadas hacia la orilla del mar, lanzando al viento prolongados suspiros que llegaban hasta los ingratos.

-¡A bordo! -gritó Álvaro-. ¡Huyamos! No nos queda más remedio que la fuga.

-¡Deteneos! -exclamó Jimeno-. Al fin se me va a cumplir el gusto de despedirme de la pobre Erato.

-Tienes razón, -repuso Gómez de Lara-. Ellas vienen solas, y como caballeros debemos tener la cortesía de oírlas. ¡Aguardemos!

En esto se adelantó Acidalia, gritando:

-¿Adónde te vas, cruel, dejándome sola y afligida?

¡Infeliz! Cuando la hermosa joven había entrevisto en sus sueños el mundo seductor de los amores apasionados; cuando se había fingido una existencia de dichas y placeres; cuando sólo pensaba en su amado spagnuolo como ella decía, y que le había inspirado un amor para ella desconocido, entonces ¡ay Dios! tenía que pasar por el tormento de verle ausentarse como otro Eneas. ¿Qué nuevo poder, qué diverso temple tenía el corazón de aquellos jóvenes, que con audacia tanta y con tan gran fortuna, por consiguiente, se habían resuelto a abandonar la isla de los placeres? La isla que en el océano de la vida aparece, en los golfos de la juventud, poblada de pomposos árboles, de perspectivas risueñas, de encantos irresistibles como el imán que atrae hasta el mismo hierro, no podía, sin embargo, servir largo tiempo de mansión vergonzosa a hombres dotados tan superiormente como lo estaban los tres viajeros españoles.

La isla de las Sirenas, ¡cuántos guerreros ha afeminado! ¡cuántas virtudes ha destruido! ¡cuántas nobles facultades no ha sumergido en la abyección! Pero a las naturalezas insaciables, a los espíritus elevados que vuelan siempre tras de lo infinito, ¿cómo puede bastarles la hermosura de una mujer, que es sólo amada por sus atractivos, libro tan limitado como peligroso, que nada deja después de leído, sino amargura y hastío en el corazón y en la inteligencia? Desdichadamente para las hijas de Afrodisio, nuestros caballeros eran de este temple. A su carácter enérgico y a sus vastos proyectos se oponía aquella existencia envilecida, y había en su alma la bastante fuerza de voluntad para sustraerse a los escollos de la afeminación y la molicie.

Las opulentas damas de Nápoles, tan altivas en otro tiempo y tan crueles para con otros amantes, corrían ahora despreciadas y envilecidas, siguiendo a los que huían, y procurando con su llanto embellecer sus quejas a la par que sus semblantes. Ya no mostraba Acidalia aquel ardor voluptuoso que se llevaba en pos los corazones y que hacía brillar en su rostro las gracias y las risas. Triste, doliente y desalada, se arrojó del caballo, y aproximándose a don Guillén, le dijo:

-¿Qué te he hecho, cruel, qué te he hecho para que así pretendas abandonarme? En el tiempo que hemos vivido juntos, ¿no he procurado complacerte en todo? ¿No me dijiste, pérfido, que jamás olvidarías aquella noche dichosa, en que a la luz de la luna y bogando sobre el mar que retrataba las estrellas del cielo, tuve la dicha por la vez primera de verte rendido a mis pies? Aquella noche, cuando, unidos en estrecho abrazo, nos lanzábamos los dos al vertiginoso placer de la danza al compás de melodiosa música, ¿no me dijiste mil veces, no me juraste, perjuro, que me amarías eternamente? ¡Y yo, desdichada, te creí! Me imaginé que desde entonces me ligaba ya una no interrumpida cadena de placeres. ¿Por qué, por qué mi corazón no ha permanecido insensible ahora como otras veces?...

Y mientras que esto decía, la hermosísima Acidalia exhalaba de su pecho profundos sollozos, y su negra cabellera caía en bello desorden sobre su nívea garganta, y a veces también con sus movimientos arrebatados se desprendían los hermosos cabellos sobre el turbado rostro, velándole como una ligera nube envuelve el melancólico disco de la luna. Y de vez en cuando la hermosa llevaba su blanca mano a apartar los negros rizos, con cuyo ademán gracioso a la par que dolorido aumentaba sus encantos.

Don Guillén se limitó a responder:

-Bella Acidalia, hemos resuelto ausentarnos.

Estas palabras, aunque pronunciadas con el acento de la más refinada cortesía, traspasaron, sin embargo, el corazón de la hermosa, que pudo leer en ellas una voluntad inflexible como nunca sus locos amantes de otros tiempos habían manifestado. Acidalia clavó sus negros ojos en el altivo y hermoso caballero, y mirándole fijamente con mezcla de furor y de amargura, exclamó al fin con dolorido acento:

-¡Ojalá no te hubiera conocido!... Acostumbrada ya a tus caricias, a oír tus palabras amorosas y a verte todos los días, ¿qué haré cuando te llame y no me respondas? ¿En dónde buscaré mi contento? ¡Oh!... ¿Es posible que te vayas y me dejes?

-Ciertamente me es muy doloroso; pero... lo he resuelto así.

-Mas ¿qué causas irresistibles, qué razones poderosas os mueven a seguir esa conducta?

-Bella señora, sin que por esto dejemos de adoraros, debo deciros que sólo y simplemente nos mueve nuestra voluntad.

La dama fijó los ojos en el caballero, y después de algunos movimientos, dijo con voz reconcentrada y articulando lentamente:

-¡Oh español! tienes el corazón duro como el mármol; hircanas tigres sin duda te amamantaron, y heredaste su ferocidad... ¡Todas sus poderosas razones se reducen a decirme que tal es su voluntad!... ¿Qué hombre es este que así pisotea los encantos irresistibles para tantos otros? Y cumple con decir: lo quiero... Al verte tan rendido, ¿quién habría podido imaginar tanta dureza? ¡Ah! Si a lo menos me hubieras engañado ¡oh el más orgulloso de los mortales! diciéndome que te obligaban a ausentarte causas incontrastables, no hirieras tanto mi corazón, me dejaras menos afligida, y te hubiera agradecido tu engaño, con el cual me proporcionarías algún consuelo...

La dama guardó silencio; sus mejillas se coloraron, no de rubor, sino de ira al verse de tal manera despreciada, y se crispaban sus manos, y el furor y la vergüenza la detenían clavada en un sitio, muda e inmóvil. Entretanto se representaba la misma escena entre los otros dos amigos y las dos hermanas, si bien con las modificaciones propias de los diferentes caracteres. La risueña Eufrosina estaba en aquel momento como nunca en su vida se había visto de grave y apesarada. Álvaro del Olmo se encontraba verdaderamente confuso; pues aunque no era amor apasionado lo que experimentaba hacia Eufrosina, ejercía ésta, sin embargo, sobre él un ascendiente irresistible.

-¿Tan mal te hallabas, Álvaro, en mi compañía? ¿Qué te he hecho yo para que así huyas de mí, como si yo fuera un duende?

Y esto diciendo la graciosa Eufrosina no pudo dejar de sonreírse, aunque con expresión melancólica, Álvaro del Olmo, para precaverse contra toda tentación, había resuelto tener los ojos fijos en tierra, porque temía que las miradas de Eufrosina y, sobre todo, su precioso y eterno mohín le fascinasen.

Luego la joven continuó:

-Ya sabes que durante los alegres días que en esta isla hemos pasado, he procurado siempre divertirte, y, francamente, ignoro en qué haya podido disgustarte. ¿No es verdad, Álvaro? ¿Tienes de mí algún motivo de queja?

-No, ciertamente.

-¿Pues entonces?...

-Es que...

-En ese caso, yo no lo entiendo; pero lo que veo claramente es que vosotros deseáis abandonarnos... y lo que más me sorprende es ver estos preparativos...

La joven, aproximándose a nuestro caballero con una coquetería omnipotente, preguntó entre curiosa, ofendida y risueña:

-Dime, Álvaro, ¿quiénes son estos hombres, y de dónde y cuándo y cómo han venido? ¿Acaso estabais en inteligencia con ellos? ¡A ver! ¡Y luego dirán que los hombres no son pícaros! ¿Quién había de pensar que mientras nos entregábamos a nuestros agradables devaneos, vosotros estabais urdiendo en secreto vuestra partida?

-Todo ha sido casualidad...

-Vamos, hombre, si quieres, todavía me dejaré engañar... creeré lo que tú me digas; pero las apariencias...

-Convengo en que al parecer estábamos de acuerdo; pero no en realidad.

Álvaro explicó en pocas palabras a Eufrosina el origen, motivo y medios por los cuales el fiel Pedro Fernández había llegado a sospechar y descubrir el paradero de los tres amigos.

-Me agrada la explicación, -dijo Eufrosina sonriéndose irónicamente-; y sobre todo, merece mi aprobación tan singular y extraña coincidencia.

-¿Cuál?

-La de que precisamente habéis resuelto recorrer la isla el mismo día en que han llegado vuestros servidores.

-En efecto, muchas veces la verdad parece inverosímil a primera vista; pero si después examinamos las cosas atentamente, hallaremos razones decisivas.

-¡De veras!

-Para el caso presente, señora, basta una sola reflexión. ¿Sabíamos nosotros por ventura que íbamos a parar aquí tanto tiempo? Además, ¿habéis visto aproximarse a estas playas embarcación alguna? Y por otra parte, ¿hemos salido de vuestro palacio?

-He ahí, mi querido Álvaro, la verdadera causa que habéis tenido para desertaros, por decirlo así, de nuestra compañía. A vosotros los españoles os gusta la luz, el aire, la libertad, y, francamente, yo apruebo vuestros gustos. Yo he sido la primera que me eché a reír al ver que esta mañana, sin duda mohínos y amostazados por vuestra reclusión, os decidisteis a reconocer el pequeño mundo en que habitabais... ¿No podíamos ausentarnos todos juntos? ¿No vinimos todos reunidos? ¡Ay, Álvaro! Ya veo que no gustáis de ser nuestros prisioneros, y hasta cierto punto... tenéis mucha razón. ¿Quieres que te diga la verdad? Pues mira, si yo fuera hombre y me hubiera hallado en el lugar vuestro, habría hecho exactamente lo mismo.

Y esto diciendo, Eufrosina se echó a reír.

Un tercer diálogo de la misma especie tenía lugar al mismo tiempo en aquel sitio.

La enamorada Erato, la que poco antes estaba tan ajena de perder a su amante, el cual se complacía en escuchar sus apasionados versos, reconvenía ahora a Jimeno, acusándole de ingrato y veleidoso.

-¿A quién dirigiré ya mis cantares? ¿Adónde te ausentas, Jimeno?... Aquellas bellas horas que pasábamos cantando dulces trovas al laúd, música deliciosa que nos preparaba agradablemente para los amorosos hurtos, ¡ay Dios! ¿no volverán a repetirse? ¿Habrán pasado para siempre? ¡Conque te vas y me dejas!

-Ciertamente que con mucha pena dejo tu compañía; pero es indispensable, amada Erato, que los proyectos que concebimos al salir de nuestra patria se realicen. Mas no creas por esto, bella poetisa de mis amores, perla de Italia, ídolo de mi pensamiento, Erato encantadora, caya beldad envidiaría la misma sirena Parténope, no creas que pierdo la esperanza de volverte a ver algún día, y... ¡quién sabe si será muy pronto!... Dame, hermosa mía, dame en señal de despedida esa tu mano de nieve para que en ella estampe un beso de fuego.

Erato casi casi se alegraba de que el trovador se ausentara, a trueque de oír aquellas sus almibaradas frases.

Momo entretanto contemplaba aquel cuadro con maligna sonrisa y murmurando sin cesar:

-¡A cuántos habrán dicho lo mismo! ¡He aquí una tragicomedia de amor!

Don Guillén Gómez de Lara era el único de los tres mancebos que, con su voluntad de hierro y con su altivez soberana, permanecía inaccesible a las seducciones de las bellas. Así, pues, comprendiendo que el prolongar aquella escena era mortificarse inútilmente, resolvió poner término a aquellos diálogos penosos, prometiendo a las damas que no tardarían en verse en Nápoles.

A una seña de Lara todos saltaron en una pequeña lancha, y dirigiéronse a la embarcación, que en seguida se hizo a la vela, en tanto que los caballeros sobre cubierta saludaban con la mano a las hermosas que, inmóviles y doloridas en la playa, veían alejarse al objeto de sus amores. Así también las ilusiones de hoy, como naves ligeras, van a perderse en el océano de los recuerdos.

Nuestros caballeros, a medida que se alejaban de aquella isla peligrosa, sentían renacer en su corazón la confianza en sí mismos y la más pura alegría.

En resolución, los tres amigos llegaron sanos y salvos a Nápoles, donde encontraron todos sus efectos y riquezas sin menoscabo alguno, gracias al celo y vigilancia de Pedro Fernández y de los demás criados que estaban bajo las órdenes del antiguo halconero.

Habían proyectado nuestros jóvenes visitar a Roma, y al día siguiente de llegar a Nápoles tenían ya hechos todos los preparativos necesarios para emprender este viaje. Iban los caballeros españoles completamente armados, y oprimiendo briosos corceles de noble raza andaluza. La servidumbre era bastante numerosa, y todos los escuderos y pajes iban perfectamente armados y montados. También llevaban algunas acémilas cargadas con ropas, armas, dinero y provisiones. Así, pues, la cabalgata de los españoles era bastante numerosa, muy lucida y más que medianamente guerrera. Queremos decir que aun cuando en aquella época cruzaban el suelo de Italia muchas bandas de condottieri y bandoleros, dos castas de gente en que no había diferencia maldita, era, sin embargo, muy difícil, por no decir imposible, que aquel escuadrón fuese acometido o desbaratado, a lo menos impunemente.

Llena el alma de brillantes ilusiones, y pensando encontrar en su camino gustosas aventuras, marchaban nuestros caballeros por los hermosos campos de la Italia. Pero cuando el sol se hallaba en toda su esplendorosa majestad, súbito se oscureció el cielo y una terrible tormenta comenzó a descargar toda su furia sobre nuestros caminantes. Apenas habían andado como veinte millas, cuando llegaron a la famosa ciudad de Capua, sirena que quebrantó las fuerzas de los soldados de Aníbal.

Preguntaron los viajeros por la posada de más rumbo que hubiese en toda la ciudad, y les designaron la de Pietro Macarroni di la Polenta.

Era éste un verdadero tipo de los del oficio, hombre ya entrado en años, que en sus primeros tiempos había sido pescador, y aun malas lenguas, que nunca faltan, decían que todo su haber, a la sazón muy considerable, lo debía, no tanto a su oficio de posadero como a sus antiguas rapiñas de corsario. Era Pietro un hombre de más que mediana estatura, algún tanto obeso, de color extremadamente sanguíneo, de ojos negros y brillantes, y cuya expresión habitual era maliciosa y picaresca, pero que lanzaban relámpagos irresistibles cuando el furor animaba aquel semblante varonil y enérgico. Un defecto, sin embargo, daba a su fisonomía una expresión poco agradable. Pietro era mellado, y sin duda alguna había perdido buena parte de sus dientes en algún combate o camorra. Así, pues, su sonrisa tenía una expresión indefinible y las más veces siniestra.

Salió el posadero a recibir con toda cortesía y agasajo a huéspedes tan principales como parecían los que llegaban. Muy pronto nuestros viajeros se instalaron en su alojamiento, ocupando las mejores habitaciones y acomodándose en el resto del edificio la numerosa comitiva de pajes y escuderos.

La noche estaba tempestuosa; empero todos los caminantes que después llegaban, eran despedidos a causa de no haber cabida en la posada.

Después de la comida, los tres amigos departían agradablemente, cuando Pietro apareció, diciendo:

-Mis señores, aquí hay un caballero que pregunta por vuesas excelencias.

-¡Un caballero!

-¿Es español?

-¿Quién será?

-Yo creo, -dijo Maccarroni-, que lo conozco de vista. El tal caballero me parece italiano, y aun natural de Capua.

-¿Y qué quiere?

-Hablar a vuesas excelencias.

Los tres caballeros cambiaron una mirada.

Luego don Guillén dijo:

-Que entre al punto.

Pietro salió, y a los pocos momentos apareció en la estancia un caballero alto, enjuto y de ademán equívoco, es decir, que ora parecía humilde, ora arrogante y fiero.

Los tres amigos le recibieron con ceñuda altivez. La causa de aquel ceño era la grosería con que el desconocido se había presentado en la habitación. Ni se había quitado la gorra, ni se había desembozado.

-¿Qué buscáis aquí? -preguntaron los caballeros.

-Dispensadme, señores, que de este modo me haya presentado en vuestra morada.

Y el desconocido, mirando hacia la puerta y convenciéndose de que nadie, a excepción de los tres amigos, podía verle, se desembozó, quitose la gorra y descubrió su semblante desencajado y sombrío. Las miradas de aquel hombre tenían algo de feroz, de siniestro, de insensato. Diríase que aquel hombre se hallaba en un acceso de demencia.

Hizo el desconocido un movimiento como si quisiese hablar; pero luego se contuvo, limitándose sólo a entregar un billete a Gómez de Lara.

Cuando el joven terminó su lectura, la admiración, la sorpresa, el horror y el desdén se pintaban en su semblante. Álvaro y Jimeno contemplaban a su amigo con estupor.

-¿Qué te ha sucedido? -preguntaron.

-Tomad y leed, -dijo Lara alargando el billete a sus compañeros, cuyas facciones al punto se revistieron de una expresión dolorida.

Pero entretanto el incógnito había desaparecido sin que los tres amigos lo advirtiesen.

-¡Ira de Dios! ¡Se ha marchado! -exclamó don Guillén, dirigiéndose hacia la puerta con intento de llamar al desconocido o de hacer que le siguiesen.

-Es inútil que te canses, -observó Álvaro-. Cuando tengamos a bien podremos verle, supuesto que en este papel ha dejado las señas de su habitación.

Largo rato estuvieron hablando los tres mancebos acerca de la aparición del misterioso caballero. El contenido del billete había causado en los jóvenes una impresión inexplicable. Aquel hombre era un hidalgo que, reducido a la mayor miseria, suplicaba a nuestros caballeros le disimulasen el oficio que había adoptado. Avisaba en aquel billete a los españoles que podían pasar a cierta casa en la cual encontrarían a tres jóvenes dotadas de incomparable belleza, y de las más puras costumbres, las cuales doncellas, obligadas por la necesidad, estaban dispuestas a entregar la flor de su inocencia a los generosos caballeros que en cambio quisiesen suministrarles tres mil florines.

-¡Demonio de hidalgo! -exclamaba el altivo don Guillén-. ¿No podía batirse o hacerse matar de cualquier modo antes que adoptar el oficio de echacuervos?

-Verdaderamente que es una villanía, -repuso Jimeno-. A fe que es preciso tener mucho amor a la vida para ganarla por medios tan ruines.

-Amigos míos, eso es una desgracia que debemos lamentar; pero no por eso nos es lícito ultrajar a ese hombre... ¿Quién sabe las razones que ese buen hidalgo tendrá para no dejarse matar?... Además de que así, huyendo de un crimen, caería en otro; por no vivir en la infamia sería criminal suicidándose.

A estas palabras del buen Álvaro del Olmo guardaron silencio sus dos amigos.

Al fin, después de mucho rato, Gómez de Lara rompió aquel silencio diciendo de esta manera:

-¿Sabéis que me ha causado profunda impresión el billete de ese hombre?

-A mí también, -añadió Jimeno.

-Yo he tenido un verdadero pesar en leer esas palabras.

-A mí se me ha despertado la curiosidad de una manera extraordinaria. De muy buena gana iría a esa casa por ver...

-A las doncellas, ¿eh? -preguntó Jimeno riéndose-. Pues yo también soy de la misma opinión, mi querido Lara.

-Y tú, ¿qué dices? -preguntó don Guillén dirigiéndose a Álvaro.

-Yo no quisiera...

-Vamos, decídete, ven con nosotros.

Jimeno y Gómez de Lara pudieron recabar de Álvaro que les siguiese.

Pocos momentos después seis bultos salieron de la posada de Pietro Maccarroni di la Polenta. Eran los tres amigos, el leal Pedro Fernández y otros dos escuderos. La noche estaba oscura y tempestuosa, la lluvia caía a torrentes, y ni un alma se veía por las calles de Capua. Don Guillén, cuando advirtió la soledad de las calles, dirigiose a su antiguo halconero y le dijo:

-Vuelve, Pedro, a la posada, y dile a un mozo que venga para que nos sirva de guía.

Quedáronse parados los tres caballeros en medio de la calle, aguardando la vuelta de Fernández. A los pocos momentos volvió el halconero con un mozo de la posada, al cual le dijo don Guillén que los guiase, dándole las señas de la casa en que habitaban las tres jóvenes prometidas por el incógnito hidalgo. El mozo echó delante, todos le siguieron, y al cabo de algún tiempo se hallaron en las calles más solitarias de la ciudad.

-Aquí es, -dijo el mozo deteniéndose delante de una casa de humilde apariencia.

Don Guillén llamó aparte a Pedro Fernández y le dijo:

-Aguardadnos aquí, y si por ventura necesitásemos de vuestro auxilio, en oyendo tocar mi silbato, no tenéis más que hacer sino echar las puertas abajo o prenderles fuego...

-Descuidad, señor, que como vuestro silbato suene, pronto llegaremos hasta donde os encontréis, aunque sea necesario subir por los tejados.

En seguida don Guillén se reunió con sus amigos, y los tres llamaron a la puerta, después de ordenar a sus gentes que se retirasen algún tanto.

-¿Quién? -respondieron.

-Abrid.

-¿Sois los caballeros españoles que están alojados en la posada de Pietro?

-Los mismos somos.

-Aguardad.

Abriose la puerta, penetraron en la casa los tres amigos, y otra vez la puerta volvió a cerrarse. Una mujer morena, seca, nervuda, de ojos negros y mirar sombrío, de facciones muy pronunciadas, pero majestuosas y altivas, fue la que abrió la puerta, y la que, con una luz en la mano, se dispuso a conducir a nuestros caballeros a las habitaciones interiores de la misteriosa casa. Aquella mujer aparentaba como unos cuarenta años, y estaba vestida completamente de negro. La mujer condujo a los tres amigos a una habitación espléndidamente adornada, en la cual los dejó solos, diciéndoles que tuviesen a bien aguardar algunos momentos. Los tres amigos no sabían en qué habían de parar aquellos preliminares. Lo que más llamaba su atención era la suntuosidad del aposento y la riqueza de los muebles. Era tanto más extraña aquella magnificencia, cuanto que, según habían entendido, aquella era la casa del hidalgo, quien, obligado por la miseria, había adoptado un oficio indecoroso. Perdidos entre mil varias conjeturas se hallaban los mancebos, cuando súbito se abrió una puerta en que no habían reparado hasta entonces, y aparecieron tres hermosísimas doncellas, tan jóvenes, que la mayor no pasaba de diecinueve años. A las gracias de su hermosura reunían el prestigio que les daba su atavío deslumbrador. Tímidas y pudorosas presentáronse las jóvenes con un gracioso encanto que aumentaba sus atractivos. Ni se atrevían a levantar los ojos en presencia de los mancebos, que los contemplaban atónitos y extasiados.

Durante largo rato ellos y ellas guardaron profundo silencio, hasta que por último apareció la mujer vestida de negro, la cual, haciendo seña a los jóvenes, los llamó aparte y cambió con ellos algunas palabras. Las doncellas, entretanto, permanecían confusas y avergonzadas en un extremo de la habitación.

-Perdonad, caballeros, -dijo la mujer-; pero mi señor me ha encargado que os haga entender que no le es posible ponerse en vuestra presencia.

-¿Sois criada del hidalgo que estuvo esta noche en la posada de Pietro?

-Sí, señores; ya hace veinticinco años que estoy a su servicio, -respondió la enlutada suspirando.

-¿Y quiénes son esas hermosas jóvenes?

-¡Ay, señores! De eso venía a hablaros.

-Decid lo que os plazca.

-Habéis de saber que mi amo ha sido uno de los más opulentos señores de Capua; pero después le sobrevinieron grandes desgracias, que lo han reducido, al último extremo de miseria, de abyección y hasta de locura. Algunos momentos tiene en que completamente su razón se extravía. ¡Ha padecido tanto!

-¿Y cuál ha sido el origen de sus infortunios?

-Unos amoríos.

-¿Pues no era casado?

-Lo fue, y de su matrimonio tuvo esas tres hermosas niñas, a las cuales profeso yo el mismo cariño que si fuesen hijas mías.

-¿Pues entonces?...

-Luego enviudó, y después del fallecimiento de mi buena señora comenzaron todas las desventuras que han llovido sobre esta casa. Había en Capua hace algunos años una mujer que vendía sus favores al que mejor se los pagaba. Ciertamente que el cielo la había dotado de la más peregrina belleza; pero al mismo tiempo le había dado las entrañas de un tigre y la avaricia de un viejo judío. Llamábase Cattinara, y todos los señores de Capua ofrecíanle a porfía sus obsequios y sus riquezas. Como era natural, mi amo fue el preferido, porque sin duda era el más acaudalado. En resolución, debo deciros que en pocos años mi señor disipó todos sus bienes por sustentar el lujo y los caprichos de la bella Cattinara. Esta, cuando vio decaer la opulencia de su amante, comenzó a darle motivo de celos con otros galanes, y aun en varias ocasiones lo arrojó con desprecio de su casa, de aquella casa que pertenecía al mismo que ahora era lanzado de ella.

-¡Malditas mujeres!

-Sucedió que, enamorado ardientemente como lo estaba, mi señor, por complacer a la bella Cattinara, de noble, altivo y generoso que antes era, tornose villano y ruin, envileciéndose hasta el extremo de falsificar moneda. Entretanto Cattinara solía mantener amorosas relaciones con aquellos mancebos de Capua que más le agradaban por lo ricos y bizarros. No obstante, mi amo jamás consiguió sorprenderla en términos de adquirir la convicción incubina. Y aunque equívoca de la perfidia de su concubina. Y aunque devorado por celos que no pasaban de sospechas, no por eso la amaba con menos frenesí; antes por el contrario, cada día se aumentaba el delirio de su pasión, y para olvidar en algún tanto las penas que le causaban sus amores y la completa ruina de su fortuna, se entregó a todos los vicios, pero en particular al juego y a la embriaguez. Jugaba con la vana esperanza de recuperar sus pérdidas, y bebía con el fin de poner término a sus continuos disgustos. Pero mi desgraciado señor ni aun atolondrarse podía con el vino, pues que casi le era imposible embriagarse. En resolución, os diré que cada día se aumentaba su miseria, hasta que, por último, de la noche a la mañana desapareció la bella Cattinara, y, según dicen, se marchó a Roma. Mucho afligió a mi señor la ingratitud de aquella infame mujer, que, poseedora de grandes riquezas, se había ausentado con un nuevo amante, despreciando al antiguo, a quien debía toda su fortuna. Desde entonces hay ciertos días en el año en que atacan a mi señor furiosos accesos de locura.

-¿Y cómo se llama vuestro amo?

-Debilio Passionnati.

-¿Y no se ha consolado de sus desdichas teniendo tres hijas tan encantadoras?

-¡Ay, mis señores! La pasión que Cattinara había infundido a mi amo era tan insensata, que de nada se cuidaba sino de agradar a su manceba. Esta profesaba a las niñas un odio implacable. ¡Pobrecitas! ¡Cuántas veces, si no hubiera sido por mí, se habrían quedado sin comer y sin vestir con arreglo a su clase!

-¿Y por qué odiaba Cattinara a estas preciosas jóvenes?

-Lo ignoro absolutamente; pero no podía tener otro motivo sino su mal corazón. Cattinara aborrecía a las hijas de mi señor desde que eran muy niñas, y... ¿qué mal le habían podido hacer estas inocentes? Lo peor de todo era que la infame Cattinara había hecho que hasta mi mismo señor mirase con indiferencia a sus propias hijas. Para monseñor Passionnati no había nada en el mundo, fuera del objeto de su pasión.

La enlutada exhaló un profundo suspiro y pareció muy desconsolada y confusa, como si le fuese muy penoso lo que aún le restaba por decir:

Luego continuó:

-En fin, pasaron años, y, cada día fue a menos esta casa, hasta que poco a poco mi señor fue vendiendo algunas pequeñas posesiones que aún le quedaban de su antigua fortuna, y después fue pidiendo algunas cantidades prestadas; mas por último ya no encontraba ni quien por caridad siquiera quisiese anticiparle algunos florines, y... hoy precisamente es el día en que se cumple el plazo de una deuda que contrajo mi señor...

La fiel criada comenzó a sollozar.

-¿Y no ha encontrado vuestro amo ningún medio para vivir honradamente?

-¡Ay, mis señores! En todo fue desacertado, y en todo también le persiguió la mala fortuna. Mi señor adoptó un oficio de los más ruines...

Nuestros caballeros recordaron que Pietro les había indicado que Debilio Passionnati ejercía el oficio de echacuervos.

-Mi señor, -continuó la enlutada-, después de haber ejercido por mucho tiempo el más innoble de los oficios, ha llegado hasta el extremo de ir esta noche a vuestra posada a proponeros...

-Sí, sí, que estas jóvenes en cambio de tres mil florines...

-Pues bien, amados señores; lo que otras muchas veces ha hecho Passionnati para otras jóvenes, ha ido a proponerlo esta noche respecto de sus hijas...

-¡Qué horror! -exclamaron los españoles, a la vez indignados y afligidos.

-Esta tarde se supo en Capua vuestra llegada, y mi señor, juzgando por el tren y lujo de vuestra comitiva, imaginó que habíais bajado del cielo para sacarle de apuros, y he aquí la razón por que fue a proponeros que esta noche vinieseis... ¡Oh! Habéis de saber que ya hemos llegado al último extremo de la mala suerte. Si mañana mi señor no entrega a su acreedor los tres mil florines de oro, seremos arrojados de esta casa, y ya no nos queda más auxilio que ir mendigando de puerta en puerta.

Los caballeros volvieron sus ojos hacia las hermosísimas jóvenes, que estaban un poco distantes.

-Ahora bien, mis señores, -dijo la fiel criada-, sólo os suplico que en la conferencia que vais a tener con ellas, procuréis no afligirlas ni humillarlas demasiado. ¡Pobrecitas! ¿Quién había de pensar que yo había de verlas en tan vergonzoso trance?

Y esto diciendo, la enlutada se marchó llorando.

Los tres amigos no dejaban de admirar la peregrina belleza y el tímido pudor que resplandecía en el semblante de aquellas jóvenes. Los caballeros las contemplaron largo rato en silencio, hasta que por último cada uno, dirigiéndose a la suya y asiéndola de la mano, la condujo a una otomana. Cuando todos hubieron tomado asiento, los caballeros comenzaron a departir con las hermosas hijas de Passionnati. Escuchaban ellas con los ojos bajos y con la faz encendida, hasta que por último las inocentes niñas prorrumpieron a la vez en desconsoladísimo llanto. Por un movimiento simultáneo, los caballeros se levantaron, y dirigiéndose a la mesa, cada uno de ellos dejó allí un bolsillo que contenía mil florines de oro. En seguida don Guillén Gómez de Lara, reparando en que sobre la mesa había recado de escribir, tomó un pedazo de papel y trazó estas palabras:

«Hermosas cuanto desgraciadas niñas: Aquí os dejamos los tres mil florines de oro que os librarán de la infamia y de la miseria, y al mismo tiempo os prometemos solemnemente enviaros mañana otros tres mil florines para que continuéis viviendo de una manera digna de vuestra condición.

Escrito este billete, don Guillén se dirigió a las jóvenes y les dijo de la manera más respetuosa:

-¿Queréis hacerme el favor de llamar a vuestra criada?

Una de las jóvenes se levantó, y aproximándose a la puerta llamó con su voz argentina:

-¡Magdalena!

Al punto apareció la enlutada.

-¿Qué mandáis?

Don Guillén le hizo que se aproximase, y le dijo:

-Tomad este billete, y entregádselo luego a vuestras señoritas.

-Está muy bien.

-Ahora quisiera que llamaseis a vuestro amo.

-Tal vez no quiera ponerse en vuestra presencia.

Gómez de Lara quedose algunos momentos pensativo.

Luego dijo:

-Pues bien, dadme acá ese billete.

Magdalena obedeció.

-Así le ahorraremos un mal rato, -murmuró don Guillén.

En seguida el joven alargó a sus amigos el billete, y cuando lo hubieron leído, se lo devolvieron con un ademán de aprobación y simpatía.

Jimeno añadió un post-scriptum, que decía de esta manera:

«Monseñor Passionnati: A fuer de caballeros españoles, hemos respetado vuestro infortunio y el honor de vuestras hijas. Sólo os rogamos que, si por desdicha llegaseis a encontraros en situación semejante a la en que os encontrabais, no desconfiéis nunca de la Providencia divina, que acude siempre a la mayor necesidad y por los medios más inesperados. ¡Que no vuelva a nacer en vuestra alma un pensamiento tan ajeno de un padre!»

Los tres amigos volvieron a leer, y Álvaro estrechó con efusión la mano de Jimeno. En seguida se despidieron de las hermosas jóvenes, y Magdalena, dejando el billete sobre la mesa, se dispuso a acompañar a los caballeros, sirviéndolos de guía hasta la puerta de la calle. Aún no habían bajado la escalera, cuando súbito oyeron un gran ruido de voces y de pasos.

-¡Magdalena! ¡Magdalena! -gritaban las jóvenes.

-Diles a esos caballeros que tengan la bondad de aguardarse, -gritaba monseñor Passionnati.

Los tres amigos se detuvieron.

Un momento después el padre y las tres hijas se deshacían en protestas de gratitud hacia los tres amigos.

-¡Oh ilustres caballeros! -exclamaban las hermosas doncellas, abrazando las rodillas de los generosos españoles-. ¡Que el cielo os bendiga y os prospere como lo merecen vuestras nobles prendas!

Monseñor Passionnati llevaba en la mano todavía el billete que los caballeros habían dejado sobre la mesa, y que al punto las jóvenes, enteradas de su contenido, habían comunicado a su padre.

-¡Algún ángel os ha traído a Capua, nobles caballeros! - exclamaba Passionnati-. Disponed de mí en cuanto os plazca, y dejadme que os bese los pies, y hasta la tierra que pisáis, que no se humilla un hidalgo por manifestar su gratitud a aquellos a quienes debe la honra que no me habéis quitado y la hacienda que me habéis devuelto... Hoy vuestra acción generosa ha llenado mi alma de consuelo, y hasta las nubes que de vez en cuando ofuscaban mi entendimiento creo que ya han desaparecido para siempre. Una conducta como la vuestra, ilustres caballeros, es capaz de llenar de gozo y de confianza toda una existencia. ¿Quién no cree en la Providencia de Dios después de lo que acabáis de hacer? ¿Quién podía esperar que esta noche se albergasen en Capua tres caballeros como vosotros? ¿Qué misterioso impulso ha hecho que nos encontremos en el camino de la vida en circunstancias tales, y siendo de naciones diferentes? ¡Sólo Dios ha podido guiaros esta noche a mi casa!... Por lo demás, yo os juro que de hoy en adelante mi conducta será la de un hombre de honor y la de un tierno padre.

Los tres amigos animaron a Passionnati para que perseverase en su buen propósito, y en seguida salieron de aquella casa con la alegría, con el placer, con el gozo divino que se experimenta siempre al ejecutar una acción grande y generosa.