Los abismos: 12
Capítulo III
Un tren que sobre el estruendo de sus ruedas los bamboleó por muchas horas, que se detuvo en muchas estaciones, y que, a media noche, entre las inclemencias del frío y de las tinieblas, tuvieron los dormidos niños y la desvelada Libia que dejar en la más abandonada al desamparo de los campos. Una espera hasta el amanecer en los bancos de un vestíbulo, bajo el farol de aceite y contra fardos de patatas y sardinas. Una desvencijada diligencia que los recogió apretadamente y que durante el día entero los fue arrastrando con su monótono campanillear por la blanca carretera tendida sin fin en áridas campiñas. Un ruin mesón de pueblo grande, aceptado a la mitad del viaje para darle en la segunda noche a la enferma un poco de reposo; mal mesón, con honores de fonda, sin braseros, alumbrado con bujías, y en donde cenaron sopas de anís y gallo frito. La diligencia otra vez, recogiendo al salir el sol a los que no lograron descansar por culpa de los mosquitos y serenos; la carretera interminable, de nuevo, subiendo fatigosa a unas montañas, y a las tres de la tarde, la cima, el puerto, la venta como de ladrones en que aguardaban los rústicos sirvientes cuidando los borricos; una sopa todavía, de huevos y jamón, en tanto se cargaba a lomo de las bestias el complicadísimo equipaje; lanzada luego la gitanesca caravana por los abruptos senderos a los hondos valles que cambiaron el paisaje a frondosidad de maravilla; pinos, águilas, simas, canchos...; y salvado con luz del día lo más salvaje y peligrosamente agreste de esta última etapa de la marcha, el retorno sobre los caminantes del frío de las estrellas en una llanura inmensa de rañas, de jarales, en donde aullaban los lobos...
Cuando Libia descendió yerta a las puertas de la casa, y seguida de guardas y pastores entró en el destartalado cocinón en donde sólo halló la nota alegre de un gran fuego, creyó que la piadosa Mari no hubiese querido sino traerla a morir tranquila en un destierro, perdidamente... lejos, tan lejos, tan lejos, con aquellas llanuras y aquellas sierras y aquellas carreteras infinitas y aquel tren apartándola del mundo que aún sobre la muerta pudiera tender sus difamaciones rompiendo en maldición el llanto de Eliseo.
La desolación se le colmó al recorrer rápidamente con Mari la vivienda. Hecha la limpieza de ésta a escape, por la prisa con que avisaron su arribo los viajeros, hallábanse recién enjalbegadas y fregados sus bóvedas y sus pisos de ladrillos; no tenía puestas más que unas camas viejas en tres habitaciones, vacías completamente las demás, y un rimero abominable de muebles rotos, despintados, en un desván, como en una prendería, al lado de montones de cebada y de cebollas.
Mari había ido exclamando a cada cosa, ante los ojos asombrados de Libia y de Eliseo:
-¡Veréis, veréis qué bien nos instalarnos! ¡Veréis qué bien lo pasaremos!
Y el asombro mayor, para la enferma, para la acabada de agotar por el durísimo calvario, para la que en Madrid no podía tocar los manjares delicados ni dormir en lecho de plumas y edredones, fue la voracidad con que comió las presas de un caldero recién quitado de la lumbre, y su sueño profundísimo, de la noche entera, en la cama que clavábale los hierros por la espalda.
¡Ah, era que su cuerpo se rendía por primera vez a la física fatiga, y era sin duda en lo que confiaba Luis para volverla a la salud en lo posible!
Y ahora, ya encajada la vida, ya en su sitio cada uno de aquellos muebles del desván, todo limpio y recompuesto y en orden siempre por la exquisita atención de Mari, a Mari no cesaba de repetirle la gratitud de los que casi la hubieron de odiar en sus emociones horrendas del viaje y la llegada:
-¡Oh, sí, qué bien estamos instalados! ¡Qué bien lo pasaremos!
Despierto Eliseo al despuntar el alba por el escándalo de cerdos y de mulas en el corralón, por el canto de los gallos y por los mozos que empezaban a subir a los graneros, levantábase, tomaba su desayuno de migas con café, a la lumbre, y encerrábase en la sala para escribir su drama de ilusión, sobre una mesa coja.
Despierta Libia, después de harta de dormir, freíales jamón para las migas a los niños, salían éstos a jugar, asomábase a la puerta para verlos bajo las encinas dispersarse con su loco chillar de gorriones y quedábase gozando por un rato la placidez de la mañana. Los mirlos cantaban; volaban en bandos las alondras; llenaban las aguanieves las praderas, y la niebla, desgarrada en los picachos de los montes, hundíase en los barrancos tendiéndoles su dosel de gasa a los riachuelos.
La dehesa hallábase enclavada entre otras dehesas que perdían sus arboledas de perenne verdor en dilatadísimos confines. La casa, sobre un cerro, detrás de un huerto de rosas y naranjos, reducíase a un gran cubo de paredes blancas, de tejado rojo, de ventanas verdes, al cual, por la trasera, hallábanse adosadas la del guarda y las tapias de cuadras y corrales.
Entraba Libia, y dedicábase con Mari a las faenas del arreglo. Barriendo, a lo mejor, o fregando las jofainas por sí misma, sin peinarse y sin más adornos que un simple vestidillo, sorprendíase de la enorme distracción que esto le causaba, en charlas incesantes con María. Ignoraba ella que guardase una tal trabajadora modestísima y alegre, jamás por nadie dispuesta para ello, la fatua señorita de Madrid. No sabía, no había podido sospechar nunca, tampoco, la comodidad de la humildad, o a mejor decir, de la pobreza, con tal que fuese limpia y un poco perfumada cordialmente...
¡Ah, sí! Tenían que reírse las dos, celebrando ingenuas sus asombros de lo bizarra y pintorescamente lindos que iban dejando cada cuarto, cada cosa. En el de Libia, una ancha cama de hierro, reatada, sustituida con un taburete una pata, debajo, y con seras de esparto que defendíanla del frío de la pared... ¡porque puesta en medio, se caería! Más esteras, en el suelo, quitadas de unos carros, y dos alcayatas y un cordel muy útil como percha. En el de Mari y sus tres niños, otras camas de tablones, pero asimismo cubiertas de colchas primorosas; un gran baño de aseo, de loza vidriada, y clavos por los muros. En el de Inés y de Clotilde (despedida, no vino la inglesa institutriz), catres de tijera y una silla...; y en todas, también los cien recursos de utilidad o de simple adorno con que suplían faltas sin cesar las bravas ingeniosas: cuencos del café para el servicio de los dientes, esquilas de cordero como timbres, trípodes de palo con una tabla, en no fácil equilibrio, y que cubierta con toallas servían para sostener los trastecillos de tocador no menos que mesas de mármoles y jaspes; y principalmente, y alrededor de todo, entre la limpieza mística de ermita, lazos, lazos, y flores, muchas flores de los campos, del jardín.
-Mis padres, ¿sabes? -explicábale María-, están tan viejos, que ya no vienen nunca, desde años hace, y tienen esto abandonado.
Pero reíanse, reíanse las hacendosas; bastábanse a sí mismas con su ingenio y creían enteramente inútiles las ofertas de otros trastos y otras camas que hacíanlas los buenos viejos desde el pueblo no cercano. ¿A qué? Vivían bien. Disponían de lo preciso. Los niños y ellas hallábanse encantados de la rusticidad, y cien veces mejor, Libia sobre todo, que entre los superfluos faustos y molicies de su casa madrileña.
Para guisar disponían de dos sartenes; para sentarse en la cocina, de un sillón blanco de madroña, de seis sillas, y de un vetusto arcón que servíales al mismo tiempo de sofá; para alumbrarse, de candiles de aceite y de dos quinqués de acetileno. Guisaban, por las noches, ayudando Libia a desplumar gallinas y perdices; jugaban los niños en un rincón, y Eliseo leía periódicos, en el sillón de patriarca, con los pies hacia la lumbre. Hervían los guisos, aumentábasele a todos con su aroma suculento el hambre de los larguísimos paseos; cenaban, y eran de ver las tertulias que hasta la hora de dormir, reanimado el fuego con verdaderos montes de leña que hacían a las llamas retorcerse por lo negro del hogar y a lo largo de las llares, formábanles el guarda y la familia del guarda y de los vaqueros y pastores, trayendo cada uno su asiento, de taburetes de corcho o de encina, bajo el brazo.
Un gran corro, en el cocinón inmenso, bien cerradas las puertas que aislábalos, con una grata sensación familiar de miedo y de calor, del frío y acaso de los lobos que fuera merodeasen siniestramente por las sombras. Rugía en la chimenea el viento, ladraban los mastines, y allí dentro hablábase de lobos o contábanse cuentos que hacían temblar y reír a los chiquillos.
«Señoras gallinitas -decíale un zorro a unas que, al verlo, habíanse encaramado en un carrasco-, podéis ustedes abajarse y estar sin cudiau denguno junto a mí, porque el señor gobernador ha ordenao en un bando que, desde hoy, andemos amiguitos y en paz y como manda Dios tos los aniniales.» -«¿Sí? Pos, güeno, señor zorro; aspérese osté a ver si pasan aquellos perros que vienen por allí con cuatro cazaores.» -«Entonces me voy, señoras gallinitas; vaya, ¡adiós!, no sia el demóngano que no s'haigan enterao del bando entodavía.»
Otras veces tocaba un empellicado pastor el rabel, cantaba la guardesa, llevaban varios el compás con cucharas y almireces, y armábase un gran baile en que brincaban y mirábanse amorosos los zagales y zagalas. Libia, cogida de alma y corazón en el estruendo de inocencias, miraba las de Mari en su bella faz de reina provinciana; veíala bailar con algún viejo pastor, y ella propia, sacada también a viva fuerza por Inés, no tenía más remedio que lanzarse al torbellino de locura.
Unas tardes iban a coger flores de junco y piedras blancas en el río. Otras a pescar ranas en los charcos. Los niños corrían delante, con Mari. Llevaba Eliseo la excelentísima escopeta y los flamantes arreos de cazador, y conformábase matando pájaros, porque inapercibido sorprendíanle constantemente con su rauda fuga los conejos, las perdices. Pero rebosábale el contento: en un mes le había vuelto a Libia el color de la salud y él adelantaba mucho en su trabajo.
-¡Oh, cuánto me alegro de haber venido, Libia, por ti y por lo intensamente que escribo en esta paz...! ¡Qué drama, qué drama esta vez, el mío!
Decíalo alucinadamente él, que no era vanidoso, que siempre, antes, se había mostrado inseguro de sus obras, y ella, picada de curiosidad, preguntábale el asunto. Mas no quería anticiparla sino el título, Los abismos, y nada, absolutamente nada de más, el autor que, sabiéndola dotada de un certero instinto crítico, hasta después de haberlas terminado no se las leía, y a ella siempre la primera, a fin de recoger su íntegra impresión.
Llegaban al río, soltaba él la escopeta y poníase a cortar el agua, con planos guijarros que saltando recorrían la superficie, en unión de Luisito y de Jacobo, los dos niños de Mari. Ésta, con las niñas y con Libia, buscaban berros y espinacas. De vuelta, parábanse a recoger huevos, en los nidales de los chozos, y a ver ordeñar la leche que, luego, delante de ellos, transportaba en un gran tarro un cabrerillo.
Libia, arrebolada por el aire libre y por el sol, se admiraba de encontrarse y de que todos la encontraran, a pesar de su adorno sencillísimo, más arrogante, más guapa que con sus lujos de Madrid. Lo mismo le pasaba a Inés, vestida ahora con una campesina modestia que había dejado de diferenciarla, en la insolencia de aquellas plumas y aquellos terciopelos, de los hijos de María. Y así, eran también los chiquillos más amigos del alma, más humanamente hermanos. ¿De qué, pues, servían las galas, que no aumentaban siquiera la belleza, creando solamente necias suspicacias de corazón a corazón?
Era el campo todo, en el hermoso anochecer, un concierto de armonías. Saltaban chillando de encina a encina las urracas, los mohínos; trinaban por la hierba las cigarras, y de todas partes acudían los cerdos con sus filosóficos gruñidos al silbar de los porqueros.
Libia, y aun el propio Eliseo, sorprendíanse del idílico valor, aprendido de Mari, con que al cruzar la vacada veían pasar cerca los toros, casi rozándoles los cuernos. Más confiados, no obstante, entre los rebaños de ovejas, seguíanlas a las majadas en pos de sus balidos. Entre teníanse viendo encerrarlas en las redes; soltaba el mayoral los corderillos, y hambrientos y mimosos, sin equivocarse ninguno, corrían en busca de sus madres: mamaban, mamaban, prendidos a las ubres, con ojos de ternura; y los mastines, mientras, fieros, solemnes, con lenta majestad, ladrando alguna vez a los lejanos ruidos toscamente, repartíanse por fuera en su papel de nocturnos centinelas.
La luna solía alumbrar la vuelta hacia la casa, cargados todos con las flores y las varias provisiones recogidas, y al tomar el té junto al fuego de la cocina blanca y confortable, amplia, donde podía tenderse como en un sagrado templo de la vida la inmensa y como espiritualmente animal satisfacción de cada uno, hablaba Eliseo de la paz que día por día más iba extasiándole, hablaba Mari de la baratura inconcebible de las cosas, la mayor parte ofrecidas de un modo generoso por el campo, y hablaba Libia, en fin, con ansias entrañables, de comprar una rústica casa donde hubieran de instalarse para siempre y donde mejor que en parte alguna pudiera el escritor entregarse a la libre inspiración de sus dramas y comedias...
Ponía en ello tanto empeño, tanta fe, que llegaban en serio a discutir su conveniencia, asimismo Eliseo por aquel proyecto seducido. ¿Por qué no? ¡Ir él, a Madrid, a temporadas! ¡Hallarse fuera de envidias y miserias! ¡Ahorrar! ¡Juntarse un capital rápidamente...!
Sin embargo, pronto los traía a la realidad su situación, harto poco desahogada para intentar compras y traslados, y el asunto quedaba como una cuestión de porvenir que debiera no olvidarse. Cogía él los periódicos, poníase María escribirle a su marido, y Libia, entonces, turbada con la visión de aquel Madrid funesto al que hubieran de volver, cruzando el corralón se iba a la casita del guarda para seguir ilusionándose de rústicos olvidos...
Más pobre la vivienda del guarda, pero más completa en su menaje por la atenta previsión de una familia numerosa, reunía a ésta en una abrigada cocinita de suelo de tierra, de techo de negras vigas y llenas las paredes de sartenes, de peroles y cazuelas, de botijos, de estantitos para lozas y cucharas, de escopetas, de asadores, de escardillos, de alforjas y aguaderas, de útiles de guisar y de trabajo...; pero tan pulcramente dispuesto todo, las cosas, las personas y hasta los costales de avena y de bellota en los rincones, que daban una sensación de indestructible dicha aquellas gentes que, con el perro en medio y los gatos dormidos a los pies, hasta para el descanso de las noches tenían quehaceres dulces. El padre construía una fiambrera de corcho, la madre y la hija mayor remendaban pantalones, y Pedro, el más talludo de los chicos, enseñaba a leer a los pequeños.
Libia, a quien dejábanla preferente un sitio, complacíase en charlar con ellos y en impregnarse el corazón de sus venturas. Cenaban temprano y veíalos picar las coles, pelar patatas o rebanar el pan para las sopas. Una sola sartenada de algo de esto, lo que fuese, con tal cual extraordinario de torreznos, los domingos, y un eterno y abundantísimo gazpacho. No obstante, condimentábanlos tan bien, sin más que el aceite y la sal y el pimentón que iban sacando de los cuernos, que ella misma, al observarles la fruición con que los saboreaban después de un alternado cucharetear a la cazuela, los probaba y los hallaba substanciosos y agradables. Además, de que debían serlo ofrecían el testimonio aquellos fuertes cuerpos y aquellas rojas caras de salud, en los hijos y en los padres.
-¿Gastan ustedes mucho? ¡Cuánto! ¡Vamos a ver!
-¿En qué, señorita?
-En vivir.
-¡Ah!, pues... ¡Échele osté un corte!
-¿Treinta duros?
-Más, cincuenta; y once fanegas de trigo y seis de cebá pa la burra.
-¿Al mes?
-¡Al mes! ¡Cómo al mes...! ¡Digo, la señorita...! ¡Al año, al año! ¡To lo que entre tos se gana, y Dios que no nos farte!
Se asombraba Libia. Callábase, con pesar y con vergüenza. Imponíasele el absurdo, la pasada locura de su vida. Ella había invertido ocho mil duros en trapos, para un crimen, y con cincuenta al año vivía aquí una familia de diez personas que tenían fuego, buen sustento, abrigo en limpias ropas, y la alegría santa del sol y de los campos.
Se levantaba y se iba a darle a su Inesina aquellas lecciones del francés que no estaba muy segura de que a ella propia le hubieran servido nunca para nada.
Luis venía cada mes y estábase en la finca algunos días. En este segundo viaje, burlándose del perfilado cazador que no cazaba más que pájaros, y con la oportunidad de que en el cálido Febrero empezaba el celo de perdices, le agenció reclamos y le enseñó a hacer los puestos y a matarlas.
Por las noches, trayendo cinco, siete, entre los dos, y contentísimo el neófito, hablaban de perdices. Luego, satisfecho el médico del silvestre y hondo gozo que en todos advertía, renegaba de Madrid, proponíales alargar aquí la temporada, y en contra de Eliseo, único que alguna vez echaba de menos sus cafés y sus teatros, con Libia y Mari poníase a ponderar los gustos naturales y sencillos.
El lujo le irritaba. Sabía que hacíale a Libia un bien forzándola aún más a detestarlo, fomentando sus nacientes aficiones por la vida simple, por la noble y dulce calma del hogar, y con su rudo buen sentido glosaba los argumentos de Astor contra todo lo idiotamente aparatoso.
¿De qué servían... los lujos? Encarecían la vida horriblemente, dejaban imperar la tisis y la anemia por reducir al hambre el secreto de las casas a cuentas del público esplendor, y sin conseguir más que afear la belleza con adornos ridículos, salvajes, ni aun lograban su propósito esencial de diferenciar socialmente las alcurnias. En efecto, creía Luis que el señor antiguo pudo singularizarse también con indumentarias de respeto entre todos sus vasallos, con unas cuantas sedas, unas cuantas joyas familiares y una sola creación modisteril que duró lo que su época: -«traje Felipe II»; «traje María Antonieta», se dijo; pero las modernas máquinas fabricaban de pitas y de cuarzos sedas y joyas más o menos falsas, del mismo efecto embellecedor que las auténticas, y la duquesa y la millonaria y las que no lo fuesen lucían iguales lujos, al menos aparentemente, a pesar de los cambios incesantes de la moda. En el afán de variar, de diferenciarse, no les quedaba a aquéllas más que la rabia eterna del fracaso.
Además, a la advertencia de Eliseo sobre si el lujo sostenía o no una vasta industria universal que daba de comer a muchas gentes y que representaría la prosperidad de las naciones, Luis replicaba y defendía que la tal industria era inútil e inmoral, por mucho que pudiera enriquecer a los traficantes y a los países en que hallárase más próspera. Lo importante para la humanidad no estaba en crear con el trabajo un valor ficticio, superfluo, sino en invertirlo racionalmente produciendo con fácil abundancia los elementos necesarios de la vida; y lo falso de aquella riqueza veríase en cualquier pueblo que, no contando con otra principal actividad que sus fábricas de lujos, sus sederías, sus joyerías (al lado, por supuesto, de un ejército de hambrientos), aislado por una guerra, verbigracia, no pudiera recibir en cambio los trigos para el pan, las carnes, las mantecas, y tuviera que comerse sus rasos y brillantes. ¡Ah, riqueza estúpida, riqueza convencional, que no tenía nada tampoco de riqueza artística, la de esos efectos, sin otra positiva estimación que la del «valor en cambio», especie de nueva moneda más, lanzada al mundo para su vanidad y para su agobio!