Los aguadores de Lima

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Apéndice a Mis últimas tradiciones peruanas (1910) de Ricardo Palma
Los aguadores de Lima

Apuntamientos Los proveedores de agua a domicilio, o aguateros, como con mejor índole filológica dicen los argentinos, constituyeron en Lima un gremio sujeto a pragmática o reglamentación, gremio que, a Dios gracias, ha muerto desde ha casi medio siglo, y sin esperanza de resurrección, pues como dice un poeta: Aquel que dijo a Lázaro: « ¡Levanta!», no ha vuelto en los sepulcros a llamar. Cuando fundó Pizarro la ciudad, tenían los vecinos que ocupar un do­ méstico para que, en grandes cántaros de barro, trajese del río al hogar el refrigerante e imprescindible líquido. Tan luego como la trata de negros se generalizó, las personas acomoda­ das quisieron consumir mejor agua que la del cauce del río, y mandaban un esclavo, caballero en un asno, que sustentaba un par de pipas, a pro­ veerse de agua clarísima de la Piedra Lisa y de otras vertientes vecinas a la ciudad. Después que en 1650 se erigió, con gasto de ochenta mil pesos, la pila monumental, que aún perdura, en la Plaza Mayor, se asociaron quince o veinte negros libertos, organizando gremio para proveer de agua a los ve­ cinos, asignando el precio de medio real de plata por cada viaje. Un viaje de agua constaba de dos pipas. Desde sus primeros tiempos se singularizaron los aguadores por la des­ vergüenza de su vocabulario, tanto que era como refrán para las buenas madres limeñas el reprender a sus hijos diciendo: Callen, niños, que por las «lisuras» que dicen me parecen aguadores. Los del ambulante gremio se anunciaban con el tintineo de una cam­ panilla que sonaba a cada paso del asno, y conforme a su pragmática o re­ glamento, estaban obligados a consagrar quincenalmente una tarde a la ma­ tanza de perros callejeros que no ostentaran un collarín, obtenido por sus dueños de la autoridad de Policía, previo pago de dos pesos. Barato era el seguro de vida, siendo el mes de diciembre el designado para renovación de la póliza, digo, argolla. La matanza la ejecutaban los aguadores armados de gruesa tranca con contera de plomo, y en esa tarde era horrible y repugnante el espectáculo que ofrecían las calles de Lima. Fue después de la batalla de la Palma esto es, en 1856 o 57, cuando el bocadillo de carne envenenada sustituyó al feroz garrote, sistema que no admitía privilegiadas excepciones caninas. Igualdad ante la ley de muerte: tan perro era el chusco como el mimado falderito. Quien deseaba salvar a su doméstico cancerbero tenía que vivir averiguando por el aguador de la casa cuándo era el día del bocadillo, al fin de mantener encerrado al ladrador. Cuando cesó de funcionar el gre­ mio, quedaron los perros de Lima como moros sin señor y libres de todo susto. El establecimiento de la perrera municipal, reforma que aplaudo, es, como quien dice, de ayer por la mañana. Los aguadores festejaban anualmente, en la iglesia de San Francisco, a San Benito, patrón del gremio, y era para ellos ese día de ancho holgorio. Al incorporarse un aguador en el gremio, entregaba cuatro pesos al al­ calde para fondos de asociación, al incremento de los cuales contribuía se­ manalmente con la cuota de un real de plata. También estaban obligados a regar cada sábado, de cuatro a cinco de la tarde, la Plaza Mayor y las plazuelas de San Francisco, Santo Domingo, la Merced y San Agustín. Cuando desapareció el Gobierno monárquico y vino la República con sus farolerías de igualdad democrática, el gremio de aguadores se convirtió en potencia política para los actos eleccionarios. El alcalde se transformó en personaje mimado por los caudillos. El que contaba con el gremio tenía asegurado el triunfo en las elecciones parroquiales de la capital de la Repú­ blica. La disciplina era una maravilla, pues nadie osaba hacer la más ligera observación a un mandato del alcalde. Al ingresar en el gremio, todos los asociados habían prestado juramento de ciega obediencia. Eso sí que era autocracia, y no pampirolada como la del zar de Rusia. Hubo en Lima, por los años de 1850, un caballero acaudalado, al que bautizaremos con el nombre de don José Francisco, pero muy metido siem­ pre en belenes de política, el cual calculó que el hombre que consiguiera adueñarse de los aguadores sería siempre el mimado por los magnates de Palacio, lo que se llama una potencia. Nuestro politiquero se convirtió en paño de lágrimas para con los del gremio, que en cualquier tribulación do­ méstica acudían a él, y con frecuencia los salvaba de ir a la cárcel por bo­ rrachos y pendencieros. El era obligado padrino de bautizo de los retoños, y por supuesto que siempre tenía compadre alcalde. Tuteaba a todos los 1 batalla de la Palma: combate en el que Castillo venció a las fuerzas del presi­ dente Echeniqjue. La fecha exacta es 25 de enero de 1855.

aguadores, y hasta les daba moníses para que a su salud bebiesen copas en la pulpería. En una ocasión viéronse varios aguadores complicados en un juicio por pecado de hurto. Don José Francisco se puso en movimiento, y después de recia fatiga consiguió que el juez sobreseyera en la causa, dejando a los acusados en libertad para repetir la hazaña. El gremio, agradecido, sin que discrepara voto, nombró a don José Francisco aguador honorario, distin­ ción que a nadie se había hasta entonces acordado. Los sábados, a las tres de la tarde, se congregaban los aguadores alre­ dedor de la gran pila de la Plaza. A nuestro politiquero se le veía paseando delante de la arquería del Portal de Botoneros, y cuando al pasar lista gri­ taba al alcalde: «¡José Francisco, aguador honorario!» nunca dejó de oírse la voz que contestaba: «¡Presente, señor alcalde!», y cumplido el deber dis­ ciplinario, se iba, paso entre paso, a su domicilio. Después de la lista discutían sus asuntos los asociados, y terminada la junta, empezaba el regadío de la plaza. La acción de los aguadores en la vida política era la siguiente: desde la víspera del día designado por la ley para la constitución de las mesas dis­ tritales que debían recibir el sufragio de los ciudadanos, los aguadores se congregaban en algún caserón viejo, dejando a los partidos contendientes en libertad para la lucha. Los aguadores, en su encierro, eran sólo un cuerpo de espectativa o de reserva, que había pasado las horas consumiendo aguar­ diente y butifarras, hasta que les llegaba la noticia de que el partido po­ pular o de oposición al Gobierno había triunfado o estaba en vías de adue­ ñarse de la mesa de la parroquia de San Marcelo, por ejemplo. Ese era el instante en que aparecía don José Francisco, revólver en mano, y gritando: «¡A tomar la mesa de San Marcelo! ¡A San Marcelo, muchachos! ¡Viva el Gobierno!» Repetía la excitación el alcalde, con un énfasis que se prestaba a esta disparatada traducción: «Muchachos, aquí no hay más Dios que Ma- homa y don José Francisco, que es su profeta». Y garrote en mano, daga o puñal al cinto, en medio de espantosa gri­ tería y a carrera abierta, se lanzaban los doscientos negros aguadores sobre los ocupantes de la plazuela, que tras ligerísima resistencia y un par de ca­ bezas rotas, ponían pies en polvorosa. ¡Victoria por los aguadores. . . y por el Gobierno! A Dios gracias, desde ha casi cuarenta años, en el campo eleccionario de las parroquias no corre ya sangre. Embolismos y trampas pacíficas en las ánforas han reemplazado al democrático garrote de los aguadores, gre­ mio que ya no es más que uno de tantos recuerdos tradicionales