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Los pescadores de trépang/I

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I.—LA COSTA AUSTRALIANA

A

principios de abril de 1850 iba costeando la región occidental de la tierra de Carpentaria, perteneciente al continente de Australia, una de las esbeltas naves chinas llamadas juncos. Tienen estos barcos alta arboladura, con grandes velas de estera, y la proa alta y redondeada.

Los dos grandes escobenes para las cadenas de las anclas que llevan a proa, y que por las pinturas que los adornan semejan ojos, dan a esas naves aspecto de monstruos marinos. El junco navegaba despacio y con grandes precauciones.

Treinta hombres de cráneos rapados y largas trenzas en la nuca, piel amarilla, ojos oblicuos, medio desnudos varios de ellos y otros vestidos con anchas túnicas y calzones, también anchos, de tela floreada, estaban alineados en la borda de la nave, con las cuerdas de maniobras entre las manos, dispuestos a orientar las velas a la primera orden.

De pie en el castillo de proa un hombre de alta estatura, facciones enérgicas, piel bronceada y vestido a la europea, examinaba atentamente la costa australiana con un poderoso anteojo. Podría tener unos cuarenta años, y parecía ser el comandante de aquella tripulación de chinos. Detrás de él dos jóvenes de diez y seis y veinte años, respectivamente, de piel blanca como la de los europeos, pero no atezada como la que suele distinguir a la gente de mar, parecían esperar con cierta ansiedad el resultado de la minuciosa observación que estaba practicando el del anteojo.

—¿Ves algo?—le preguntó al poco rato el más joven de ellos.

—No, sobrino—contestó éste—. No se ve ni un ser viviente.

—¿Estamos cerca de la bahía?

—La tenemos seis millas delante de nosotros, Hans.

—¿Estás seguro de no engañarte, tío?

—¿Un hombre de mar como yo equivocarse?... Vine aquí el año último a pescar el trépang, y no he olvidado la bahía.

—¿Y por qué observas tan minuciosamente la costa?

—Porque me va en ello la piel, y, sobre todo, la vuestra, sobrinos míos.

—¿Qué temes?

—Esa es tierra de salvajes, Hans. Ahora seguramente no hay nadie en la playa; pero de un momento a otro puede cubrirse de australianos.

—¿Odian quizás a los hombres blancos?

—No distinguen de razas: blancos, negros, amarillos, rojos o aceitunados, todos son manjares apetecibles para ellos.

—¿Comen hombres esos salvajes?

—Como nosotros comemos gallinas.

—¡Qué brutos!

—Tienen hambre, Hans. Su tierra nada produce; no hay animales en ella, o son escasísimos, y tienen que apencar con todo para comer.

—Pero nosotros somos muchos, tío.

—¡Muchos!...

—Y tenemos fusiles y dos lantacas[1].

—¿Cuentas con los chinos, Hans?... ¡Buena tripulación de conejos!... ¡A los primeros disparos se esconderían en la estiba!

—Es que no veo tan fácil asaltar un barco.

—¿Y cuando tengamos que saltar en tierra para colocar la caldera?

—¿La caldera?

—¡Ah, sí! Olvidaba que vosotros no sabéis aún lo que es la pesca del trépang. Todavía sois marinos de agua dulce.

—¡Tío!...—exclamaron los dos jóvenes en tono de reproche.

—Pero pronto seréis verdaderos marinos ¡qué diablo! No se improvisan en un día los lobos de mar.

—Es cierto.

—¡Eh, Van-Horn! gobierna hacia aquella punta. ¿La ves?—gritó el comandante.

Un viejo marinero, de barba blanca, piel bronceada y curtida por el sol y los vientos de los mares tropicales, y que empuñaba la caña del timón, dijo: —La veo, Capitán. Aunque tengo sesenta años, aún conservo la vista.

El junco, que seguía costeando lentamente la aguda península que se extiende entre el mar de Coral y el golfo de Carpentaria, y que se prolonga por los bajofondos del estrecho de Torres, puso la proa hacia un promontorio peñascoso, que parecía proteger una profunda ensenada.

Aquella costa, que el comandante seguía examinando con gran atención, parecía desierta. Se prolongaba hacia el Este con profundas escarpaduras y peñas enormes que parecían descansar sobre los escollos coralinos casi a flor de agua. No se descubría vegetación alguna en aquellas playas; pero a lo lejos se veían algunos grupos de los árboles llamados eucaliptos rostrados, verdaderos gigantes vegetales, pues suelen alcanzar hasta ciento cincuenta metros de altura; pero que no dan sombra alguna, porque sus largas hojas obscuras se presentan siempre de canto al sol.

El Capitán no parecía estar muy seguro de la aparente tranquilidad que reinaba en aquellas playas, y de cuando en cuando escuchaba con atención, como si quisiera percibir algún otro rumor que el de las olas al estrellarse en los escollos.

La misma tripulación china parecía inquieta y miraba con desconfianza hacia la costa, como si temiese algún grave peligro.

En pocos minutos el junco, que navegaba ahora con gran velocidad, pues se había levantado un recio brisote del Oeste, dobló la punta peñascosa que el Capitán había indicado, y entró en una gran bahía rodeada de escollos coralíferos, y cuyas márgenes descendían dulcemente hasta el mar.

—¿Es aquí?—preguntaron los dos jóvenes.

—Sí—respondió el Capitán, que en aquel momento tenía puesta toda su atención en el agua de la bahía—. Aquí hay una verdadera fortuna para nosotros y para el armador del junco.

—¿Abunda aquí el trépang?—preguntó el mayor de los dos muchachos.

—Sí, Cornelio: haremos una pesca abundantísima en pocas semanas.

—Estoy impaciente por ver cómo se hace esa pesca.

—Y llegarás tú también a ser un hábil pescador y...

Un grito estridente que venía de la playa le cortó la palabra.

¡Cooo-mooo-eee!

—¡Mil truenos!—exclamó el Capitán, arrugando la frente—. ¡El instinto no me engañaba!

—¿Es el grito de los trépang?—preguntó Hans.

—Los trépang no gritan.

—¿Es, acaso, algún otro animal?—dijo Cornelio.

—Peor todavía. Es el grito de alarma de los australianos.

—Pues yo no los veo.

—No importa; ellos nos han visto—dijo el Capitán, que se había quedado pensativo.

—¿Y temes que nos ataquen?

—Ahora, no; pero temo por los chinos. Como sepan que hay australianos caníbales en la playa, no querrán desembarcar.

—Capitán Van-Stael, ¿habéis oído?—dijo el viejo marino que había entregado a un chino la caña del timón.

—Sí, viejo mío; pero no renunciaré a la pesca. La bahía está llena de trépang, y no quiero perder una carga que puede valernos veinte mil duros.

En seguida, enderezándose sobre el castillo de proa, gritó: —¡Abajo las anclas y las velas!

En aquel momento se oyó salir de entre las escolleras de la playa el mismo grito de antes.

¡Cooo-mooo-eee!

—¡Todavía!—exclamó el Capitán—. ¿Es una amenaza, o estos tunos tratan sólo de asustar a mis hombres?

—Es un grito de llamada, Capitán—dijo el viejo Van-Horn.

—¿Habrá alguna tribu acampada por estos contornos?

—Ya sabéis que en la temporada de la pesca estos salvajes acuden a la costa con la esperanza de proporcionarse carne humana. El año último las tripulaciones de tres juncos fueron devoradas por los salvajes del cabo York.

—Lo sé, Van-Horn. He visto los restos de uno de aquellos juncos en las playas de la isla Edward Pellews; pero nosotros no vamos a tener miedo de los australianos.

—Estad, sin embargo, sobre aviso, Capitán. Ya sabéis que son capaces de cortar las maromas y de romper las cadenas de las anclas para que vayamos a embarrancar en las escolleras.

—Estaremos atentos, Van-Horn. Entre tanto, que carguen las lantacas y suban a cubierta los fusiles para proteger a nuestros pescadores.

En tanto que hablaban, la tripulación china había echado las dos anclas de proa y una pequeña de popa para afirmar mejor el buque, y después procedió a enrollar las velas de los palos mayor y trinquete.

—Apresurémonos—dijo el Capitán a la tripulación—. Si todo marcha bien, dentro de tres semanas habremos completado nuestra carga, y dentro de seis estaremos de vuelta en Lia-King...

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El Hai-Nan, que así se llamaba el junco, había salido un mes antes de Timor, isla de las Molucas, para la pesca del trépang, bajo el mando del Capitán Van-Stael, holandés de Batavia. En otros tiempos Van-Stael, que gozaba fama de valiente hombre de mar, había navegado por su cuenta y en nave propia, dedicándose a la pesca del trépang; pero a los cuarenta años, cuando ya se creía suficientemente rico para acabar su vida entre comodidades en alguna ciudad del Extremo Oriente, tuvo la desgracia de arruinarse.

Una noche tempestuosa su buque naufragó en el mar de Coral, junto a la costa australiana, y de los veinte hombres que componían la tripulación, sólo él y el viejo Van-Horn pudieron salvarse en un madero. No se desanimó por aquella desgracia, aunque fué para él un desastre. Se sentía con fuerzas todavía para rehacer su fortuna; y vuelto a Timor, ofreció sus servicios a un rico negociante de trépang, el chino Lia-King, el cual, sabiendo con qué experto y hábil marino trataba, no dudó en confiarle el mando de uno de sus mejores juncos.

Van-Stael, aunque nunca había tenido gran confianza en aquellos barcos de construcción china, muy poco seguros para los malos tiempos, partió para la costa septentrional de la Australia, y en pocas semanas completó su carga de aquellos coriáceos moluscos, que son tan apreciados en los mercados chinos y malayos.

Aunque en aquella primera campaña de pesca había realizado muy buenas ganancias, al principiar la nueva estación volvió a hacerse a la mar, llevando esta vez consigo a sus dos sobrinos, huérfanos desde hacía varios años, y a los cuales pensaba llevar consigo en todos sus viajes para hacer de ellos dos buenos marinos.

Los dos jóvenes, hijos de un valiente capitán, muerto en las costas de Borneo en un encuentro con los piratas del sultán de Varanni, aceptaron con entusiasmo la proposición de su tío, por más que no ignoraban los peligros de la pesca del trépang, no porque estos moluscos estén dotados de armas defensivas, sino por los parajes en que hay que pescarlos, poblados todos ellos de salvajes antropófagos.

Eran entrambos bien jóvenes, como ya hemos dicho—Hans de diez y seis años y Cornelio de veinte—; pero el capitán Van-Stael podía estar seguro de su valor, porque acostumbrados a andar por las espesas selvas de Timor persiguiendo animales salvajes, y a navegar por los peligrosos mares de las Molucas, eran hombres para todo.

Queda, pues, explicado cómo aquel junco, con tripulación china mandada por europeos, había anclado en aquella profunda bahía de la costa de Carpentaria, donde tanto abundan los trépang.


  1. Culebrinas de poco calibre usadas por los malayos.