Los pescadores de trépang/II

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II.—LOS PESCADORES DE TRÉPANG

N

o hay pueblo más extravagante que el chino para comer. Es aficionadísimo a las agallas de pez-perro en salsa encarnada, a los nidos de golondrinas marinas, que tienen una substancia gelatinosa, pero insípida[1], a las lombrices saladas, a los renacuajos, a las ratas saladas, a los perros y, sobre todo, al trépang.

Puede decirse que desde muchos siglos antes de que los navegantes europeos conocieran la existencia de la Australia, iban barcos chinos a las playas septentrionales de ese continente y a las costas de la Nueva Guinea a pescar ese extraño molusco. Impórtasele en enormes cantidades en el Celeste Imperio; pero aún son pequeñas para satisfacer la demanda: tanta es la afición que le tienen los chinos. En ningún banquete chino falta ese manjar, que bien puede calificarse de nacional. Los provechos que rinde su pesca han excitado el espíritu mercantil de los europeos, y se dedican muchos a ella.

Así como hay pescadores de arenques, de ballenas y de focas, hay pescadores de trépang, los cuales todos los años, en la estación propicia, llegan desde los puertos más lejanos hasta las aguas del estrecho de Torres, del mar de Coral o del golfo de Carpentaria.

Aunque muchos de esos buques no vuelven más a su país o vuelven con las tripulaciones diezmadas, el negocio se sostiene por lo lucrativo que es. Saben los que lo explotan que los salvajes están dispuestos a aprovechar la primer tempestad para cortar las cuerdas y cadenas de los barcos y hacer que se estrellen en los arrecifes; saben también que si caen en sus manos acaban su vida guisados en salsa verde, y, sin embargo, van allí a pescar, porque los chinos pagan muy caros esos moluscos. Pronto los conoceremos.

Pero volvamos a nuestra nave, cuya tripulación, a pesar del grito de los australianos, que aún resonaba en el espacio como una fúnebre amenaza, se preparaban a la pesca.

La nave estaba fuertemente anclada, como ya hemos dicho. Había puesto la proa mirando a la boca de la bahía, dispuesta, en caso de peligro, a abandonar aquellos parajes. El capitán Van-Stael había hecho botar al agua una gran chalupa, y se había embarcado en ella en compañía del viejo Van-Horn, de Hans y de Cornelio.

Inclinado hacia el mar, se había puesto a observar el agua con gran atención, explorando el fondo de la bahía, que se distinguía perfectamente.

—Tenemos siete brazas de agua—les dijo con aire satisfecho—. Nuestros pescadores no tendrán que fatigarse mucho.

—Pero ¿dónde está el trépang?—preguntó Hans.

—El fondo está lleno de ellos. ¿No ves nada entre la arena y las algas?

—Me parece distinguir unos rollos que se mueven.

—Pues esos son las olutarias, o, si te parece mejor, los trépang que pescaremos.

—Y son de los mejores, Capitán—dijo Van-Horn—. Mire usted los bankolungan, más al fondo los kikisan, los talifan, y más allá se perciben los murrang.

—Que los chinos pagan muy caros, viejo mío—dijo el Capitán—. Hay aquí una verdadera fortuna que pescar.

—¿Nos dirás, al fin, lo que son esas olutarias?—preguntó Hans.

—Sí, muchacho—respondió el Capitán—. Anda, Van-Horn, haz que bajen los pescadores.

Diez chinos medio desnudos, que llevaban al cinto largos cuchillos ligeramente curvados para defenderse, en caso de necesidad, de los peces-perros, que abundan en aquellas aguas y que son tan aficionados a la carne humana como los antropófagos de la costa septentrional de la Australia, bajaron a la chalupa a una orden del viejo marinero, llevando en la mano izquierda una especie de red capaz de contener muchas olutarias.

—¡Ea! ¡Manos a la obra sin perder tiempo!—dijo el Capitán después de haber examinado la entrada de la bahía para convencerse de que no había peces-perros en ella.

Los diez pescadores, escogidos entre los mejores nadadores y buzos de la tripulación, se echaron a una al agua.

Los dos jóvenes, inclinados al borde de la chalupa, seguían con gran curiosidad las maniobras de los valientes pescadores. El agua de la bahía, tranquila y transparente como un cristal, les permitía distinguir perfectamente a aquellos hombres, que procedían con gran rapidez cogiendo moluscos, que iban echando en la red.

Bien pronto uno de ellos, pasado medio minuto, salió a la superficie con la red llena hasta rebosar, la cual entregó al viejo Van-Horn, que la vació en el fondo de la chalupa. Aquella primera redada consistía en diez olutarias.

—¿Qué moluscos son éstos?—preguntaron Hans y Cornelio, que se habían agachado para observar mejor.

—Los trépang—dijo el Capitán—; y de los mejores, muchachos.

—Parecen cilindros rugosos—dijo Cornelio.

—Sí; pero con tentáculos—añadió Hans.

El Capitán tomó en la mano uno de aquellos moluscos y se lo enseñó a sus sobrinos. Este extraño habitante del mar parecía, en efecto, un cilindro, provisto, en una de sus extremidades, de un círculo de tentáculos plumosos; pero carecía de cabeza y de ojos, y su boca era una especie de agujero.

Tenía doce o quince pulgadas de largo, y su piel, que parecía muy resistente, mostraba a lo largo del cuerpo cavidades muy singulares, pues tan pronto se dejaban ver como se ocultaban.

—Es una olutaria bankolungan—dijo el Capitán—. Es una especie muy apreciada, y que los chinos pagan bastante cara.

—Y ¿cuál es la conformación de esos moluscos? No les veo ni cabezas ni ojos.

—No tienen cabeza ni ojos, Cornelio. Tampoco tienen oído ni olfato, pues les faltan los órganos de esos sentidos. Su cuerpo es un verdadero saco, envuelto en músculos muy fuertes, duros y resistentes, y parece no tener otra función que la de comer o, mejor dicho, devorar.

Viven en grandes familias en el fondo de aguas claras y tranquilas, y se arrastran como serpientes, apoyándose en las esponjas que suelen rodear sus cuerpos, y se nutren de algas marinas y de otros moluscos. Suelen tragarse hasta las arenas, piedrecillas y trozos de coral.

—¡Qué estómagos!—exclamó Hans—. Deben tener un aparato digestivo poderosísimo.

—Su estómago es un tubo que les ocupa todo el cuerpo de punta a punta.

En uno de los extremos de ese tubo tienen la boca. Por ella les entra el alimento, el cual recorre todo el tubo interior, y sale por el extremo opuesto sin detenerse.

—Y esos tentáculos que les rodean la boca ¿de qué les sirven?

—Para agarrar las algas, piedras y demás objetos que se comen.

—Me parece que a éste le faltan algunos.

—Es verdad, Hans. Los peces atacan a las olutarias y suelen comérseles los tentáculos si no consiguen retirarlos a tiempo; pero aun en ese caso no pierden para siempre los tentáculos, pues se les reproducen al cabo de cierto tiempo. Toma ahora esta bankolungan, que aún vive, y apriétala un poco entre tus manos.

El joven hizo lo que su tío le indicaba, y vió contraerse el molusco hasta reducirse a una especie de bola y lanzar primero un chorro de agua y después una materia obscura, que se le extendió por los bordes de la boca.

—Son los intestinos del molusco—dijo el Capitán anticipándose a contestar a la pregunta que iba a hacerle su sobrino—. Su contracción muscular es tan fuerte, que le hace expeler las vísceras.

—Si yo arrojase ahora al agua esta olutaria, ¿podría vivir?

—Sí; y viviría aunque le arrancaras los intestinos, pues no tardarían en reproducírsele.

—¡Qué animal tan extraño!—exclamaron los dos jóvenes en el colmo de la sorpresa.

—Pues esto es más extraño todavía—dijo el Capitán recogiendo otra olutaria, de cuya boca salía un pececillo de pocos centímetros de largo, vivo todavía.

—¿Tal vez un pez que no ha podido digerir?—preguntó Cornelio.

—No; es el compañero de la olutaria—respondió el Capitán.

—No te comprendo.

—Me explicaré mejor. Estos pececillos, no se sabe aún por qué motivo, viven en el vientre de estos moluscos. Les entran por la boca y se les pasean por dentro como si estuvieran en su casa.

—¿Y la olutaria los tolera?

—Desde luego que sí, pues con su poderosa contracción muscular podría expelerlos fácilmente, y, por el contrario, los deja en paz, como si la visita le fuera agradable.

—¡Es maravilloso!—exclamó Hans—. Y ahora dime, querido tío: ¿son tan excelentes como dicen los chinos estos moluscos?

—Tienen un sabor parecido a los calamares; pero son muy duros, y para comerlos se necesitan muy buenos dientes, porque son elásticos como la goma. A los chinos, malayos y cochinchinos les gustan muchísimo; pero nosotros los europeos preferimos otros pescados más finos y sabrosos.

—¿Y se paga caro el trépang?

—Carísimo, Cornelio. La calidad mejor se paga en los mercados chinos de veinte a treinta y cinco pesos el pikul[3]. Los hay de calidad inferior, que se pagan entre seis y diez pesos.

—Debe de ser muy buen negocio para los pescadores.

—No siempre, Hans, porque las olutarias, lo mismo que las ballenas, van ya escaseando. En estas islas, que antes eran riquísimas en moluscos, hay ya muchos menos, por la incesante pesca que de ellos se hace. Es una verdadera guerra de exterminio, especialmente por parte de los barcos europeos y americanos.

Hasta hace algunos años las islas Likana eran célebres por la abundancia del trépang en sus aguas; pero desde que un capitán americano pescó durante el año 1845 doscientos sesenta y cinco pikules, y el capitán Muyne casi otro tanto en 1847, las olutarias desaparecieron de aquellas playas.

Y basta por ahora, sobrinos míos. Hagamos disponer la otra chalupa, y vamos a colocar las calderas.

—¿Las calderas?—exclamó Cornelio—. ¿Qué intentas hacer?

—Son necesarias para la preparación del trépang.

—¿Y los salvajes?—preguntó Hans—. ¿Nos dejarán tranquilos?

—¿No has oído hace poco un grito?

—Supongo que no se atreverán a acercarse. Al menos así lo espero por ahora. Saben que los hombres blancos poseen armas de fuego, y les tienen miedo. ¡Eh, Van-Horn! Haz que boten al agua la segunda chalupa.

El viejo marinero, que había vuelto a bordo del junco, se apresuró a obedecer. La embarcación, que estaba guindada de los pescantes de popa, fué botada al mar y la ocuparon diez chinos armados de fusiles.

—Ahora las calderas y el combustible—ordenó Van-Horn, que también se había embarcado en ella.

Dos pailas de metal, de un metro de diámetro y de treinta y cinco a cuarenta centímetros de profundidad, grandes espumaderas, unos cuantos arpones y gran cantidad de leña fueron embarcados en la chalupa.

—¿Está cargada la lantaca?—preguntó el Capitán.

—De metralla—respondió el viejo—. Si a los salvajes les entran deseos de molestarnos, los saludaremos con una buena rociada.

—¡Vamos, muchachos!—dijo Van-Stael a sus sobrinos.

Embarcaron todos en la otra chalupa, los chinos empuñaron los remos y se dirigieron a tierra.

En pocos minutos llegaron a la playa, sorteando las peligrosas escolleras que rodean la costa, contra las cuales se rompe el oleaje con roncos mugidos, produciendo gran resaca.

—¡Alto!—dijo Van-Stael antes de que la chalupa tocase en la orilla.

Se subió al banco de proa y miró detenidamente hacia la playa, erizada de rocas enormes, que se alzaban en forma de anfiteatro. A pesar del grito que habían oído poco antes, no se veía ninguna criatura humana ni se percibía rumor alguno sospechoso. Solamente una bandada de cacatúas, espléndidas aves de plumas purpúreas y blancas que ostentan en la cabeza un penacho inclinado hacia atrás, revoloteaban entre las ramas de un pequeño black-wood (árbol de madera negra) que crecía desmedradamente entre la arena.

—¿Hay novedad?—preguntó Van-Horn.

—Ninguna, viejo mío. Desembarquemos.

La chalupa se acercó a la playa hasta tocar en la arena.

El Capitán, los dos jóvenes y el marinero desembarcaron armados de sendos fusiles, y tras de ellos los chinos conduciendo a tierra la leña, las pailas, los arpones y las espumaderas.

A corta distancia de la orilla Van-Stael indicó dos pequeñas construcciones circulares formadas por pedruscos y que podían servir muy bien de hogares.

—Los salvajes las han respetado—dijo.

—¿Qué es eso?—preguntó Hans.

—Los hornillos que construímos el año pasado. ¡Al trabajo, muchachos!

La otra chalupa va a llegar.

Los chinos cargaron de combustible las hornillas, les prendieron fuego y después colocaron encima las dos calderas, llenándolas de agua de mar.

La segunda chalupa, tripulada por los pescadores, llegó en aquel momento. La pesca había sido verdaderamente milagrosa, pues la embarcación venía tan cargada, que apenas sobresalía del agua.

Después de atracarla a la playa, los veinte chinos se pusieron a descargarla. En menos de una hora aquellos pescadores habían recogido cerca de cinco quintales de olutarias, pero no todas de una sola especie.

Entre ellas se veían las preciadas bankolungan, de once a quince pulgadas de largas, con el dorso obscuro, el vientre blanco y una costra calcárea en ambos costados, cubiertos, además, de verrugas.

Esta clase se pesca ordinariamente en los bordes interiores de los bancos de coral, a menos de braza y media de profundidad.

Había también muchas kichisan, de treinta centímetros de longitud, forma ovalada y piel negra recubierta de verrugas; talifan, de la misma longitud poco más o menos que las anteriores, de color rojo tostado, con una fila de espinas rojas en el dorso. Son las más tiernas, y por ello exigen cuidados especiales para prepararlas.

No faltaban tampoco las nunang, que son las más pequeñas de todas, sin verrugas ni espinas, lisas y con toda la piel negra, pero que son las más codiciadas, pagándose en los mercados chinos hasta a treinta y cinco pesos el pikul. Había también otras de calidad inferior, como los zapatos, los lowlovan, los balatliman, los botan y los hangenan, que se venden a seis pesos el pikul.

Todas aquellas olutarias estaban vivas aún, y desahogaban su impotente cólera arrojando chorrillos de agua a los marineros, los cuales, sin hacer el menor caso, las amontonaron junto a los dos hornillos.

El Capitán observaba atentamente el hervor del agua en las calderas.

Se requiere larga práctica y rara habilidad para preparar el trépang, porque basta un punto más o menos de hervor para echarlo a perder.

El exceso de calor cubre de vejigas a las olutarias y las vuelve porosas como esponjas, y, por el contrario, la falta de calor suficiente les hace perder la consistencia, y entonces se pudren e inutilizan en pocas horas.

—¡Echad!—exclamó al cabo de un rato Van-Stael.

Los chinos arrojaron los moluscos en las calderas. Por algunos instantes se les vió agitarse y contraerse desesperadamente; después quedaron inertes en el fondo del agua, que hervía a borbotones.

El Capitán, entre tanto, no apartaba la vista del reloj que había sacado, y que tenía en la mano.

—Ocho minutos—dijo—; el trépang está a punto.

Los chinos extrajeron los moluscos de las pailas con las espumaderas y los fueron echando sobre una lona que habían tendido cerca de las fornallas.

Hans y Cornelio contemplaban atentamente todas aquellas maniobras.

—La cochura está a punto—repitió el Capitán—. Los moluscos tienen el aspecto de la goma elástica y su piel azulea, señales ambas de que están en condiciones de conservarse perfectamente.

—Me han dicho que también hay el procedimiento de secarlos al sol—dijo Cornelio—. ¿Es cierto eso, tío?

—Sí, muchacho, y añadiré que los conservados así se pagan más caros; pero es operación demasiado larga, pues requiere veinte días, y nosotros no disponemos de tanto tiempo. También se les seca al fuego, operación más breve que la de secarlos al sol, pues sólo exige cuatro días; pero esta playa en que estamos....

—¡Cooo-mooo-eee!

Este grito extraño, que ya habían oído antes, salió de pronto de entre las rocas, interrumpiendo la frase del Capitán.

Casi al mismo tiempo se oyó exclamar a Van-Horn: —¡Eh, monazo del demonio: en cuanto hagas el menor movimiento, te aso!

¡Palabra de marinero!


  1. Especie de golondrinas.