Los pescadores de trépang/IV

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IV.—LOS AUSTRALIANOS

HABÍAN pasado cinco días. Ningún suceso extraordinario había venido a turbar los trabajos de la tripulación del junco; la pesca seguía siendo abundante, y parecía que aquella bahía, desconocida de los otros pescadores, era inagotable, pues los moluscos seguían siendo abundantísimos, a pesar de la persecución de que eran objeto.

Las dos fornallas no habían parado de trabajar un solo momento, y verdaderas toneladas de olutarias habían pasado ya por las calderas.

Estaban repletas de pesca todas las tiendas, y hasta cerca de las escolleras se alzaban enormes montones, prontos a ser cargados.

Para nada los habían molestados los salvajes hasta entonces, ni habían dado siquiera señales de vida.

El Capitán y los dos jóvenes, para tranquilizar más a los chinos, que no acababan de perder el miedo, habían explorado un largo trecho de la costa, sin descubrir a ningún australiano. Van-Horn se internó unas cuantas leguas en la península, en una excursión que hizo, y sólo halló bandadas de cacatúas y de papagayos o huellas de algún que otro kanguro o casoar.

Sin duda, el jefe de la tribu de los Warrames había tratado de asustarles con una baladronada. Era posible que la tribu sólo existiera en su imaginación o, por lo menos, que estuviera muy lejos.

Así lo suponían el Capitán y sus compañeros, por más que el prisionero, que seguía en la estiba atado fuertemente de pies y manos, se obstinase en hacer creer lo contrario, amenazándoles con que sus súbditos exterminarían a toda la tripulación.

La sexta noche, cuando ya todos estaban seguros de no ser importunados, ocurrió un suceso inesperado, que les inquietó sobremanera.

Mientras los pescadores descansaban tranquilamente en las tiendas, los hombres de guardia, que velaban alrededor de las fornallas, distinguieron, hacia las tres de la mañana, una luz en una altura, como a tres millas de la costa.

No estaba fija ni presentaba constantemente igual aspecto, sino que cambiaba de posición y de dimensiones, ora agrandándose desmesuradamente, ora achicándose hasta desaparecer casi.

Alarmáronse los chinos, que desde cinco días antes estaban intranquilos, temiéndose un asalto. Todos se pusieron al momento en pie, y hubo unos cuantos que se apresuraron a acercarse a las chalupas, que estaban atadas en la playa.

El Capitán y Cornelio, que dormían en una tienda, mientras Hans y Van-Horn se habían quedado en el junco, fueron bien pronto advertidos del hecho.

—¿Se tratará de una señal?—preguntó el joven.

—Me lo temo, Cornelio—respondió el Capitán, que miraba con atención aquel fuego.

—¿Dirigida a quién?

—Sin duda a alguna tribu.

—Y ¿no será a nuestro prisionero? Ellos tal vez ignoran que está en nuestras manos.

—Tu idea no me parece infundada.

—¿Se dispondrán a atacarnos?

—¡Quién sabe! ¿Oyes tú algo?

—No, tío.

—¿Tienes miedo?

—¿Miedo?... ¡No, tío!...

—Toma el fusil, y vamos a ver.

—¿Vas a ir hasta allí?

—No; pero quiero explorar los contornos para asegurarme de que no hay nadie y tranquilizar a nuestros chinos. Si estos cobardes se amedrentan nos estropearán nuestro negocio de la pesca.

—¿Y Van-Horn?

—Se quedará aquí con Hans, para evitar que los chinos huyan.

—Vamos, tío; mi fusil está cargado.

Van-Stael mandó avisar al viejo Van-Horn lo que ocurría y luego se encaminó a las rocas que circundaban la bahía, seguido del joven, que no daba las menores muestras de miedo.

Habíase puesto la luna hacía algunas horas, y la noche estaba obscurísima; pero el misterioso fuego, que seguía brillando en la altura, bastaba para guiarles, sin temor de extraviarse.

Avanzando cautelosamente para no caer en alguna emboscada, el Capitán y Cornelio llegaron bien pronto al pie de las primeras rocas, y las escalaron con no poco trabajo, por ser muy escarpadas. Echaron una ojeada desde la cima a la vertiente opuesta. Extendíase ante ellos un pequeño llano ligeramente ondulado, con algunos grupos de árboles esparcidos acá y allá. Como a dos millas hacia el Este comenzaba otra vez a levantarse el terreno, formando como un semicírculo en torno del llano.

Seguía viéndose el fuego en la cima más alta. En aquel momento era extenso y muy vivo, pareciendo que lo producían árboles o malezas ardiendo.

—¿Ves algo?—preguntó el Capitán al joven.

—Me parece distinguir hombres moviéndose ante aquella cortina de llamas—respondió Cornelio.

—Yo también percibo sombras obscuras que se mueven.

—¿Serán salvajes o monos?

—En Australia no hay monos, y además estos animales no saben encender fuego. ¿Oyes algo?

—Los gritos de los warrangal solamente.

—¿Intentarán acaso asustarnos estos salvajes?—dijo Van-Stael—. ¡Pues buen chasco se llevan si piensan que vamos a marcharnos de aquí antes de acabar la campaña de la pesca! Porque si nos atacan estoy decidido a hacerles frente.

—¿Qué hacemos ahora, tío?

—Seguir adelante. Es preciso demostrarles a estos caníbales que no les tenemos miedo.

—Estoy dispuesto a seguirte.

—Te advierto que tal vez tengamos que disparar los fusiles.

—Ya sabes que soy buen tirador.

—Lo sé; eres el más hábil de todos nosotros. ¡Vamos, querido sobrino!

Bajaron por la pendiente opuesta a la que habían subido. Cornelio, más ágil y diestro que el Capitán, iba delante, buscando los pasos más fáciles a través de las peñas y saltando de una en otra sin vacilar.

Cuando hubieron llegado al llano se detuvieron, mirando atentamente en torno suyo; pero no vieron nada sospechoso. Extendíase allí un lagunato, cuyas orillas estaban cubiertas de mulghe, césped fortísimo que suele alcanzar hasta quince pies de altura, y de marras, o madres de las lianas, como también se las llama por su desmesurado tamaño.

—No sigas, Cornelio—dijo el Capitán—. Entre estas plantas pueden esconderse salvajes.

—Pero harían algún ruido, y yo no oigo nada, tío.

—Es que me parece haber visto moverse aquel lys real.

—¿Qué es eso?

—Hablo de aquella planta que se eleva a unos veinticinco pies de altura.

Cornelio miró en la dirección indicada, y a los primeros resplandores del alba descubrió, a treinta pasos de un grupo de mulghe, una alta vara, terminada en una flor de espléndido aterciopelado, que debía de tener por lo menos un metro de diámetro.

Aunque no soplaba la menor ráfaga de aire, aquella flor oscilaba como si alguien la moviera o acabara de moverla.

—Es verdad, tío—le dijo, armando rápidamente el fusil—. Algún salvaje ha pasado por allí.

—Es muy probable que nos espíen, Cornelio.

—Iré a registrar los mulghe.

—¿Estás loco, sobrino mío? ¿Quieres que te claven una azagaya en el pecho o que te aplasten el cráneo con el bomerang?

—¿Qué es eso del bomerang?

—Es un proyectil que no falla nunca cuando es un australiano el que lo maneja. Consiste en una estaca ligeramente curvada, que se lanza a brazo y que va volteando por el aire. Los australianos la manejan con singular destreza y no dejan de atinar nunca a bastantes pasos de distancia.

Quizás tengamos ocasión de conocer esa arma arrojadiza... Pero...

¡Calla!... ¡Esto sí que es raro!

—¿Qué ves?

—Mira hacia aquel matorral.

—Ya lo veo.

—¿Lo había antes?

—La verdad, no he puesto la bastante atención para poder asegurar nada; pero, tienes razón, creo que no lo había.

—Pues yo estoy seguro de que en el lugar que ahora ocupa no había antes absolutamente nada.

—Y ¿es posible que en pocos instantes haya crecido esa hierba? Nunca podré creerlo.

—Pues te repito que antes no había nada en ese terreno.

—¿Nos ocultará alguna desagradable sorpresa?

—Mucho me lo temo, Cornelio.

El matorral de que hablaban estaba formado por veinte o treinta matojos puestos en fila, y distaba menos de cien pasos de ellos.

—Pues yo, tío, voy pronto a aclarar ese misterio.

Y avanzando con el fusil amartillado hacia el matorral, observó con asombro que iba retrocediendo, de manera que lo tenía siempre a igual distancia delante de sí. ¿Era un engaño de la vista o aquellas plantas estaban dotadas de movimiento?

El joven, en el colmo de la sorpresa, apretó el paso; pero la distancia no disminuía, sino que más bien aumentaba.

—¡Tío!—exclamó—. ¡Estas matas huyen!

—Lo veo—respondió el Capitán, que le había seguido y que tampoco podía ocultar su sorpresa.

—¿Conoces tú plantas que anden?

—No las conozco.

—Ni yo tampoco, ni tengo noticia de que los naturalistas hayan encontrado plantas con patas.

—Y ¿qué deduces de eso?

Iba el Capitán a responder, cuando dos bultos se levantaron bruscamente a pocos pasos de aquellas plantas y emprendieron rápida carrera hacia la llanura; pero a saltos, como si fueran ranas gigantescas.

—¡Una pareja de kanguros!—exclamó Cornelio.

Apuntó rápidamente a los dos animales, que se alejaban velocísimamente; pero Van-Stael le bajó el brazo, diciéndole: —Deja tranquilos a los kanguros, que tienes necesidad de tus balas para otros enemigos más temibles.

—¿Qué quieres decir?

—Que los australianos están delante de nosotros.

—¿Dónde? Yo no los veo.

—Detrás de las matas que andan.

—¡Oh!

—Sí, Cornelio. Esos tunos, para alejarnos de nuestro campamento, o tal vez para que caigamos en una emboscada, han arrancado esas plantas y las tienen en las manos con una habilidad sorprendente. No es un recurso nuevo para esta gente, ahora que me acuerdo.

—¿Será verdaderamente así, tío?

—Sí, muchacho, y si fuera de día podrías convencerte.

—¡Canallas!

—Pero nosotros no seremos tan tontos que les sigamos hasta aquella altura. Apostaría cualquier cosa a que en aquel bosque de eucaliptos está escondida la tribu entera, dispuesta a echársenos encima.

—¿Sabrán que tenemos prisionero a su jefe?

—Desde luego lo sospechan. Con que, vamos, Cornelio; envía una bala a esos hierbajos.

El joven, que era un valiente tirador y que quería demostrar a su tío que no tenía miedo de los salvajes, no se dejó repetir la orden. Apuntó rápidamente e hizo fuego.

El montón de hierba más cercano cayó en tierra, pues el proyectil había hecho blanco. Al mismo tiempo cayeron los otros matojos; pero quedaron en pie los quince indígenas que los sostenían. Trataron de acercárseles con sus hachas de piedra en la mano y dando saltos como monos; pero Van-Stael no les dejó tiempo para que llegaran hasta ellos.

Una lluvia de balines cayó sobre aquel grupo de hombres. No hacía falta más para ponerles en fuga. Todos huyeron a la desesperada en dirección al bosque, dando alaridos.

—¿Me equivocaba?—preguntó el Capitán.

—No, tío—dijo Cornelio.

—Espero que esta lección les bastará por ahora.

—¿Y después? ¿Crees que volverán?

—Sobre esto tengo mis dudas. Me inclino a creer que una de estas noches los tendremos encima, Cornelio. Conozco a los australianos y sé que son testarudos; pero nos encontrarán dispuestos a recibirlos, y no nos dejaremos sorprender. Volvamos, valiente muchacho. Van-Horn y Hans estarán intranquilos.

No era prudente seguir explorando aquella llanura, en la cual podían exponerse a caer en alguna emboscada. Ya sabían que los australianos los habían descubierto, y que debían estar muy sobre aviso para no ser sorprendidos.

Seguros de que no les seguirían, al menos por el momento, pues los indígenas del Continente sólo acostumbran atacar de noche, volvieron a escalar las rocas y bajaron después al campamento.

Con gran sorpresa vieron que los trabajos no habían empezado aún, por más que ya el sol había salido. Los pescadores se habían retirado hacia las chalupas y discutían acaloradamente. Los preparadores del trépang aún no habían encendido las fornallas y sostenían viva discusión con el viejo marinero, el cual de vez en cuando daba alguna que otra puñada en la rapada cabeza a los hombres amarillos.

—¿Qué pasa aquí?—preguntó Van-Stael desde lejos, arrugando el ceño.

—¿Habrán asaltado los indígenas el campamento?—dijo Cornelio.

—No puede ser: habríamos oído los tiros.

Acercáronse rápidamente y se dirigieron al grupo que formaban los preparadores, los cuales parecían estar en rebeldía contra Van-Horn y Hans.

—¿Qué significa este tumulto?—gritó Van-Stael, deteniéndose entre la turba furibunda—. ¿Por qué no se trabaja?

—Porque no quieren seguir aquí más tiempo, Capitán—dijo Van-Horn—.

Dicen que no están dispuestos a dejarse comer por los australianos en beneficio nuestro y del armador y consignatario del junco.

—¿Os subleváis, pues, por miedo?

—Queremos irnos de aquí, Capitán—dijo un chino que llevaba una trenza de un metro de larga—. Queremos abandonar esta costa, en la cual los salvajes abundan tanto como las peonías en nuestros jardines.

—Y yo deseo llevar mis huesos a mi patria, antes de que los dejen limpios de carne estos salvajes—dijo otro.

—Sí; todos queremos marcharnos de aquí—añadieron los demás.

—Y yo—dijo Van-Stael, irguiéndose y mostrando sus manos callosas—estoy sintiendo ganas de ataros a los quince por las trenzas y abandonaros en la bahía, ¡Pillos!... ¡Ah! ¿Tenéis miedo, conejos del Celeste Imperio?... ¡Mil truenos!... Yo no os he contratado para que deis un viaje de placer alrededor del mundo, señores míos... ¡Van-Horn, sujeta a este cobarde que dice que quiere abandonar esta costa, y mételo en la barra por tres días!... ¡Y vosotros al trabajo, o, palabra de marino, os hago sentir lo que pesan mis manos!... ¡Yo me entenderé con los salvajes! ¡Vosotros, a vuestra obligación, y vivo!