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Los pescadores de trépang/III

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III.—LA PINTURA DE GUERRA

D E L   S A L V A J E UN negro horrible, que despedía un fuerte olor a amoníaco, se había presentado de pronto, saliendo de detrás de una escollera que se prolongaba hacia la orilla septentrional de la bahía.

Era de poco más que mediana estatura; pero tan extraordinariamente enjuto, que se le podían contar las costillas. Tenía el vientre colgante, y las piernas, completamente desprovistas de carne, parecían dos bastones forrados de cuero.

Tenía cara más de mono que de hombre; la cabeza, aplastada; la frente, comprimida; la nariz, chata; las mandíbulas, abultadas; las orejas, largas; los ojos, pequeños y de brillo extraño, y la boca, tan grande, que le llegaba casi desde una oreja a la otra.

Su piel era de un color negro sucio y estaba toda cubierta de raras pinturas y tatuajes de muy diversos colores.

Aquel verdadero espantajo se quitó de encima la piel de kanguro que le cubría las espaldas y parte de la lanuda cabeza, y empuñando con cómico ademán una especie de venablo, con la punta de hueso y adornado de un penacho de plumas, se adelantó hacia los pescadores, deteniéndose a diez pasos de ellos.

—¿Qué quiere este animal de antropófago?—dijeron Hans y Cornelio, mientras los chinos se iban retirando prudentemente hacia las chalupas.

—Querrá ordenarnos que nos vayamos—dijo el Capitán—. Estos salvajes tienen la pretensión de que ningún extranjero venga a pescar a sus costas; pero este horrible y ridículo ejemplar de la raza australiana se engaña si cree que vamos a obedecerle.

—Yo me encargo de mandarlo a su tribu de un puntapié—dijo el viejo marino—. No me asusta el chuzo que lleva en la mano, capitán Stael.

—Veamos antes, señor salvaje—dijo el Capitán, avanzando hacia él—, qué es lo que pretendes.

El australiano, que se mantenía inmóvil empuñando su chuzo, al ver al Capitán acercarse, se golpeó con la mano izquierda el vientre, que resonó como un tambor.

—Pide de comer—dijo Van-Stael—. No somos fondistas, señor salvaje; pero si estás en ayunas, puedes comerte esta olutaria.

Tomó una de la especie llamada zapatos, y se la arrojó al australiano, que la pilló al vuelo, llevándosela ávidamente a la boca.

—¡Qué apetito!—exclamó Hans.

—No hay que maravillarse, sobrino mío. Estos salvajes del continente australiano están toda la vida luchando con el hambre, y pasan por larguísimos ayunos.

—Pero ¿no se producen en Australia frutales?

—Sólo árboles de goma. Y te advierto que, cultivadas, todas las plantas de Europa dan aquí fabulosas cosechas; sólo que estos salvajes desprecian la agricultura y sólo viven de la caza.

—¿Y abundan los cuadrúpedos y las aves?

—Son muy escasos. Aquí sólo se encuentran focas, kanguros, algunos casoares, más pequeños que los africanos, y bandadas de ciertos perros salvajes, llamados dingos, que son muy difíciles de cazar. Es verdad que el indígena de Australia no es exigente, y se alimenta de asquerosos reptiles; pero aun éstos escasean y no alcanzan para todos. Añade a esto que son imprevisores, y que jamás piensan en el mañana. Si cae en sus manos un kanguro o un casoar, se apresuran a asarlo, y lo devoran, sin dejar más que los huesos, no preocupándose de si tendrán para comer al siguiente día.

—¿Comen, pues, mucho?

—Ahí tienes un ejemplo—dijo el Capitán—. La olutaria ha desaparecido en seis bocados dentro de ese vientre que parece no tener fondo.

En efecto, el salvaje había ya devorado el zapatos que el Capitán le había arrojado; pero no parecía satisfecho. Al ver el montón de moluscos, y animado por el primer regalo, se arrojó encima, arramblando con todas las olutarias que pudo; pero Van-Horn, que no lo perdía de vista, lo agarró por una pierna y tiró de él, diciéndole: —¡Quieto, monazo! ¡Suelta eso o te estrangulo!

El australiano, al verse defraudado en sus propósitos, se puso en pie, con ademán amenazador.

—Pero ¡qué mamarracho eres!—le dijo el marinero riendo.

—¡Ten cuidado, Van-Horn!—dijo el Capitán—. Estos salvajes son traidores.

—Le romperé el chuzo en las espaldas, señor Van-Stael.

Iba a lanzarse sobre el australiano para desarmarle; pero éste saltó hacia atrás, diciendo en un lenguaje mixto de inglés y de malayo: —¡Quieto, hombre blanco! Esta es la tierra de los hijos de Mooo-tooo-omj[4].

—¡Y yo te digo que si no te vas, te echo a puntapiés, antropófago!—dijo el marinero, levantando el fusil—. ¿Me has comprendido?

El australiano, que no debía ignorar el efecto de las armas de fuego, retrocedió precipitadamente, y, plantando con resolución el chuzo en la arena, dijo: —Pronto nos volveremos a ver.

Después, dando un gran salto, se alejó a toda prisa, desapareciendo detrás de las rocas que rodeaban la bahía.

-¡Que te devoren los perros salvajes!—le gritó Van-Horn.

—¿Volverá?—preguntó Cornelio.

—Es probable—respondió el Capitán, que se había quedado pensativo—.

Ese salvaje procurará jugarnos alguna mala pasada; pero estaremos sobre aviso, y al primer indicio de peligro nos refugiaremos en el junco.

—¿Habrá alguna tribu por estos contornos?

—Creo que esta costa es demasiado estéril para alimentar a una tribu entera; pero en el interior de la península, los salvajes no deben faltar.

—¿Son valientes?

—Cuando los espolea el hambre, sí. Han exterminado y devorado las tripulaciones de algunos barcos. Hay que vigilar mucho y no dejar que ninguno se acerque sin nuestro permiso.

Los chinos, tranquilizados, emprendieron otra vez la faena de preparar el trépang, mientras los pescadores salieron otra vez en busca de olutarias. Las dos fornallas, cargadas de leña, lanzaban al aire grandes llamaradas, y el agua de las dos pailas hervía sin cesar. Los moluscos, conforme iban cociéndose, eran echados en la lona, la cual estaba protegida por un toldo, para impedir que el sol echara a perder la pesca.

Hans y Cornelio, armados de fusiles, registraban las rocas, para convencerse de que no había por allí ningún otro salvaje, y disparaban sin cesar contra las bandadas de cacatúas blancas, rojas o de color de rosa pálido, matando muchas de ellas. El Capitán, entre tanto, examinaba los bajíos de la bahía, para asegurarse mejor de la cantidad y calidad de las olutarias.

Habían pasado dos horas, durante las cuales aportaron los pescadores dos cargas más de moluscos, esta vez de la especie más codiciada, cuando el salvaje de antes volvió a presentarse.

Venía solo, como la vez anterior, pero horriblemente transformado. Se le hubiera creído un esqueleto animado de vida, pues se había pintado con tierra amarilla, una especie de ocre, sin duda, las costillas y los huesos.

No iba armado; pero en la mano, pendiente de un bastón, llevaba un trozo de corteza de árbol, de un color y forma particular.

Los chinos, al ver aquel extraño emblema, palidecieron, murmurando: —¡El wai-waiga!

—¡Ah, tunante!—exclamó Van-Horn—. ¿Otra vez vuelves?... ¡Eres audaz, monazo!

—Y se presenta a nosotros con la pintura—dijo el Capitán.

—Y con la corteza del wai-waiga—añadió el marinero—. Es una verdadera declaración de guerra, señor Van-Stael.

—Pero ¿qué significa esa lúgubre pintura?—preguntó Cornelio.

—Es su atavío de guerra—respondió el Capitán.

—¿Y ese trozo de corteza de árbol?

—Una declaración de hostilidad. Es una corteza de wai-waiga, o sea de un árbol venenoso, llamado por ellos árbol mortal.

—¿Y ese pillo se atreve a presentarse solo? ¡Ah, tío; voy a agarrarlo de una oreja y a llevarle a bordo del junco!

El joven iba a poner en práctica su amenaza; pero el Capitán le detuvo.

—Déjame a mí, Cornelio—le dijo—. De seguro no está solo, y detrás de esas rocas puede esconderse una tribu. Tú, Van-Horn, reúne a los chinos junto a las chalupas, y vosotros, sobrinos, a la lantaca.

Mientras la tripulación se retiraba precipitadamente hacia la playa, para estar pronta a embarcarse, el Capitán, con el fusil cargado en la mano, se acercó al salvaje, que le miraba insolentemente, como si estuviera seguro de sí propio.

—¿Qué quieres?—le preguntó, empleando el mismo lenguaje de que el antropófago se había antes servido.

—Que los hombres blancos dejen la costa que pertenece a los hijos de Mooo-tooo-omj—respondió el australiano.

—Nosotros no matamos ni tus kanguros, ni tus casoares, ni tus warrangas (perros salvajes)—dijo Van-Stael—. El trépang ni tú ni tus compatriotas sabéis pescarlo, y además el mar no te pertenece.

—Entonces la tribu de los Wawamas te dará batalla.

—Y ¿eres tú quien lo dice?

—Yo, jefe de la tribu de los Moo-wiamos.

—¡Pues, toma, canalla!

Van-Stael, de una guantada, que resonó como un latigazo, arrojó al suelo al antropófago. Después, agarrándole fuertemente por los brazos, le arrastró hacia las chalupas.

—Ata a este hombre y llévale a bordo del junco—dijo, dirigiéndose a Van-Horn—. Lo tendremos prisionero hasta que acabe la pesca, y así le impediremos noticiar a su tribu que nos ha declarado la guerra.

—Lo ataré con quince metros de cuerda muy fuerte—dijo el marinero—.

Veremos si es capaz de escaparse de la cala.

Contrariamente a sus instintos, el antropófago no opuso la menor resistencia; pero sus pequeños ojos negros lanzaban extraños relámpagos.

Se dejó atar sin pronunciar una sílaba y transportar a bordo del junco por los chinos, que volvieron a la pesca del trépang.

—Y ¿no nos traerá esto complicaciones, tío?—preguntó Hans.

—Es probable que sus súbditos le busquen, pues se trata de un jefe; pero tal vez ignoran que nosotros estamos aquí, y pueden llevar sus indagaciones por otro lado—respondió el Capitán—. Además, no permaneceremos mucho tiempo en esta bahía si la pesca sigue siendo tan abundante.

—¿Conoces algún otro sitio abundante en olutarias?

—En las islas de Eduard Pellew hay muchas, y más tarde pasaremos por ellas para completar el cargamento.

—Y, por otra parte—arguyó Cornelio—, si los salvajes vienen a molestarnos, nos defenderemos.

—¡Bien, muchacho!—le dijo, sonriendo, el Capitán—. Eres un hombre valiente.

—Y yo no me quedaré atrás, y pelearé a tu lado—dijo Hans, empinándose para parecer más alto.

—Ya sé que eres un hombrecito que no conoce el miedo—respondió Van-Stael—. Un día seréis dos valientes y hábiles marinos. Ahora, sobrinos, prosigamos nuestra faena. Es preciso atender cuidadosamente a la preparación del trépang, o estos indolentes chinos nos lo echarían a perder.

La chalupa de los pescadores volvía otra vez a la orilla, cargada de moluscos.

En aquella bahía, que era muy abundante en algas y en peces, había tal profusión de olutarias, que los pescadores apenas tenían más que hacer que bajarse para recogerlas, pues casi todas las especies viven a pocos pies de profundidad.

Aquella primera jornada fué tan feliz, que de seguro había producido más de 500 pesos, suma considerable habido en cuenta el poco trabajo invertido en ganarlos.

Van-Stael no podía estar más satisfecho. Si la campaña seguía como había comenzado, en pocas semanas podía dejar aquellas peligrosas playas, llevándose un cargamento casi completo.

No pudiéndose transportar los moluscos a bordo, pues tenían que estar algún tiempo al aire libre para que se secaran antes de amontonarlos en el sollado, se armaron tiendas en la playa para refugio de los hombres de guardia.

Los chinos, que temían una irrupción de compatriotas del prisionero, se resistían al principio, prefiriendo dormir en el junco, donde estaban seguros; pero el Capitán hizo que desembarcaran las dos lantacas, y les prometió además que los acompañarían él mismo, uno de sus sobrinos y el viejo Van-Horn, con lo cual les persuadió a quedarse.

Van-Stael y el marinero, que no estaban muy tranquilos, pues sabían que los australianos aguardan a la noche para atacar, hicieron fortificar el campamento con una cerca de piedras y fragmentos de coral, y dispusieron que el junco se acercara a la playa para poder embarcarse en caso de peligro.

Aquellas precauciones resultaron, por fortuna, inútiles. La primera noche que pasaron en las playas del continente australiano transcurrió en calma, a pesar de las amenazas del antropófago.

Sólo los lúgubres aullidos de los dingos turbaron el silencio que reinaba en el campamento.