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Los pescadores de trépang/VIII

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VIII.—EL GOLFO DE CARPENTARIA

E

ntre tanto, los australianos seguían en la playa. No contentos con haber matado a la tripulación china ni con haberse apoderado de los depósitos de trépang, que debían proporcionarles abundantes comilonas, parecían querer apoderarse también de los últimos supervivientes y del junco, creyéndolo cargado de víveres, y, sobre todo, de licores.

Se agitaban vociferando alrededor de las escolleras; medían con sus azagayas la profundidad del agua, esperando encontrar bancos que llegaran hasta el junco, y disparaban sus bomerangs sin resultado alguno, porque aquellos proyectiles no llegaban a su destino, a causa de la distancia, que era de unos dos cables.

Sin embargo, no parecían dispuestos a alejarse, y seguían dando desaforados gritos y blandiendo sus armas en son de amenaza.

Hans y Cornelio no estaban inactivos, y de vez en cuando disparaban contra los más audaces, y sus balas no se perdían, pues a cada disparo veían caer en la playa a un salvaje para no levantarse más. La lantaca se hacía oír también de rato en rato, y la metralla destrozaba las flacas espaldas o los vientres abultados de aquellos salvajes.

—Dejadles que griten a su gusto—dijo el Capitán—. Por ahora no se atreverán a atacarnos. Ocupémonos, pues, en poner el junco a flote, sobrinos míos.

—¿Qué debemos hacer, tío?—preguntaron los dos incansables jóvenes.

—Ante todo, echaremos un ancla a popa para impedir que una ola empuje al junco hacia la playa. Esto no ocurrirá, porque estamos demasiado bien encallados; pero nunca están demás las precauciones.

—Tenemos todavía un ancla—dijo Van-Horn—. Será suficiente para sujetar el barco.

—Luego desplegaremos velas para estar dispuestos a dejar esta bahía apenas estemos a flote.

—Se puede aligerar la nave, Capitán—dijo el piloto—. Tenemos en la estiba más de veinte barriles de agua y quince toneladas de lastre.

—Lo echaremos todo al agua. Que uno de nosotros vigile en el puente, al lado de la lantaca, para que no nos sorprendan los feroces antropófagos.

—Dejaremos a Lu-Hang—dijo Cornelio.

—¿A ése?—exclamó el Capitán arrugando el entrecejo.

—Podéis fiaros de mí, señor—dijo el pescador cayendo de rodillas—. No soy un traidor, os lo juro, y os serviré fielmente.

—Te creo. Está bien; colócate junto a la lantaca y si los australianos se arrojan al agua haz fuego contra ellos.

—Gracias, Capitán—respondió el chino—. Me haré matar si fuera preciso; pero ninguno de esos malditos negros se acercará al junco.

—Pues vete a tu puesto, y en cuanto a nosotros, pongamos manos a la obra.

Los cuatro bajaron a la estiba y fueron trasladando los barriles al pie de la escotilla para subirlos después a la cubierta.

Habían separado apenas tres, cuando advirtieron que todo el lastre estaba mojado.

—¡Calle!—exclamó el Capitán—. ¿Qué quiere decir esto? ¿Se ha roto algún barril o hace agua el junco?

—Todos los barriles están en perfecto estado, señor—dijo Van-Horn.

—¿Se habrá abierto una vía de agua?

—Imposible, Capitán. No hemos tocado contra ninguna roca y el junco fué muy bien carenado al emprender el viaje.

—Es cierto; pero tú sabes que las naves chinas no suelen estar muy bien construídas.

—Tal vez se trate de una simple filtración—dijo Van-Horn—. Tenemos bomba a bordo y luego la haremos funcionar.

—Subid y echad la cuerda—dijo el Capitán a Cornelio y Hans.

Los dos hermanos echaron desde cubierta a la estiba dos gruesas maromas suspendidas de una garrucha. El primer barril fué izado y arrojado al agua, y la misma operación continuaron haciendo con los demás barriles y con la arena del lastre.

Mientras los cuatro holandeses efectuaban tan penosa maniobra, el chino vigilaba con atención. Era el más joven de los pescadores que embarcaron en el junco, pues sólo tenía diez y ocho o diez y nueve años; pero era uno de los más hábiles y nadaba como un pez.

Nacido en Boccatigris, islote próximo a la boca del río Li-Kiang o "de las Perlas", en cuyas orillas está la ciudad de Cantón, se había embarcado muy joven, y hacía ya tres años que estaba a las órdenes del capitán Van-Stael, el cual supo bien pronto apreciar sus méritos.

Era un perfecto ejemplar de la raza mongólica. Aunque de estatura mediana, era vigoroso. Tenía la piel amarilla, los pómulos salientes, los ojos oblicuos y los labios algo pronunciados. Llevaba la cabeza rapada y adornada con la larga trenza que usan todos los súbditos del Imperio Celeste.

Colocado junto a la lantaca, medio oculto el rostro bajo un monumental sombrero de bambú entretejido, que tenía la forma de un hongo, espiaba los movimientos de los caníbales, dispuesto a derramar sobre ellos una lluvia de metralla.

Al parecer, aquellos salvajes habían abandonado por el momento la idea de apoderarse del junco, en vista de la inutilidad de sus tentativas para atravesar el ancho espacio de agua que los separaba de la playa.

Habían perdido casi todos sus bomerangs, los cuales no volvían a sus manos por no encontrar un buen punto de apoyo en el agua. Emprendiéronla entonces con los depósitos de trépang, devorando las olutarias con bestial avidez.

Al pie de las peñas ardían grandes hogueras, señal evidente de que estaban preparando el festín de carne humana.

A las dos de la tarde todos los barriles de agua y el lastre de arena habían sido arrojados al mar, aligerando al buque de un peso de cerca de cuarenta toneladas. El mismo Capitán, para acelerar una operación que tanto podía contribuír a poner a flote el junco cuando subiera la marea, había trabajado con sus propias manos para efectuarla; después se dedicó, en unión del viejo piloto, a trasladar a la banda de babor los víveres, los baúles y todos los objetos pesados para aligerar la banda de estribor, que se apoyaba en el banco.

Cornelio y Hans habían vuelto a la cubierta y reconocían desde allí el banco de arena, que la subida de la marea iba ocultando por momentos bajo mayor cantidad de agua.

—¿Crees que lograremos ponernos a flote?—preguntó Hans a Cornelio.

—Lo espero—respondió éste—, porque según el tío, no será una pleamar ordinaria la que tendremos.

—¿El agua sube en esta costa más que en otras?

—Sí, Hans, porque esta región está bajo la influencia directa de la Luna.

—Es verdad—dijo el Capitán, que había vuelto a subir a cubierta—. A las cuatro y media tendremos una pleamar excepcional.

—¿Todas las pleamares no son, pues, iguales, tío?

—No, Hans.

—¿Son las mareas efecto de las corrientes marinas o de qué?

—Las produce la Luna, y algo también el Sol, por la atracción que ejercen sobre las aguas.

—No entiendo ese fenómeno, tío. Esto de bajar y subir cada seis horas el nivel del mar es para mí un misterio.

—Lo creo, pues durante muchos siglos no se supo explicar ese hecho.

Algunos astrónomos y hombres de ciencia muy antiguos como Cleomedes, Plinio y Plutarco, sospecharon que era debido a la influencia de la Luna; pero no lo aseguraban de un modo terminante. Hasta Galileo y el ilustre Kepler andaban todavía en dudas. Newton fué el primero que demostró la posibilidad de que ese fenómeno fuera debido a la atracción de la Luna. Después de él el astrónomo Laplace ha dejado la cuestión completamente resuelta.

—Pues si tantos hombres ilustres por su ciencia han estado tanto tiempo dudando, me consuelo de mi ignorancia—dijo Hans.

—Y, sin embargo, sobrino, ¡es tan sencillo ese fenómeno! Como sabes, la superficie de nuestro globo está en gran parte cubierta de agua, la cual, por su fluidez, puede moverse. Ejerciendo la Luna una fuerte atracción sobre nuestro planeta, levanta la masa de las aguas. De éstas, las menos sometidas a la fuerza atractiva de la Luna siguen el movimiento, pero más perezosamente, y las que están en el lado opuesto de la Tierra no experimentan los efectos del fenómeno. Tenemos, pues, dos enormes masas de agua sobre la superficie terrestre, de las cuales una mira a la Luna y la otra ocupa la parte de la Tierra opuesta a la atracción lunar.

—Comprendo, tío; pero las mareas cambian. Ahora suben aquí y dentro de seis horas lo hacen en otra parte del globo.

—Eso depende de la rotación de la Tierra. Girando sobre sí misma en el espacio de veinticuatro horas, expone sucesivamente las varias partes de su superficie a la acción de la Luna, obligando a las aguas a un constante movimiento. Ahora nos encontramos nosotros bajo la influencia directa de la Luna y aquí se amontonan las aguas; pero, al girar la Tierra, estas aguas se alejan de esa influencia, que pasa a ejercerse sobre otras.

—Entonces la Luna mantiene a los mares en una perturbación continua—dijo Cornelio.

—Así es; pero no sólo la atracción de la Luna produce las mareas; pues el Sol también tiene su parte en ellas.

—¿A pesar de lo lejos que está de nosotros?—preguntó Cornelio.

—Sí; pero la atracción del Sol es menos intensa que la de la Luna, a causa, sin duda, de la enorme distancia que de él nos separa. Las mareas provocadas por su acción son menos marcadas. Puede decirse que no hace más que modificar las ocasionadas por la acción de la Luna, aumentando o disminuyendo la intensidad de ellas. La atracción del Sol es dos tercios menos enérgica que la de la Luna.

—¿Ocurre alguna vez que se sumen las dos atracciones?

—Sí, Cornelio, y entonces ocurren las grandes mareas. Si la Luna eleva las aguas tres pies, el Sol y ella juntos las hacen levantarse hasta cuatro.

—¿Y a qué se debe que las mareas sean más fuertes en unos lugares que en otros? Porque he oído decir que en algunos puntos de la Tierra llegan a alturas enormes.

—Es cierto, Cornelio, y se explica por la configuración especial de ciertas costas. En medio del Océano las mareas son siempre iguales, salvo en los casos en que se sumen las atracciones de la Luna y del Sol; pero en las inmediaciones de los continentes se advierten grandes diferencias, señaladamente en ciertos mares y golfos, donde sube hasta siete y ocho brazas el nivel de las aguas en la pleamar. En la bahía de Fundy, que está en la costa de Nueva Escocia, sube hasta doce brazas.

Las aguas, atraídas por la Luna, se acumulan en ciertas playas; pero, a causa de la velocidad adquirida, continúan su movimiento ascendente, aun después del paso de la Luna por el meridiano, elevándose más de lo normal.

—La Tierra ejercerá también atracción sobre la Luna; eso ni que decirlo hay, ¿verdad tío?

—Sí, y mucho más poderosa que la de la Luna sobre la Tierra, porque la Tierra es mucho mayor que la Luna. Los movimientos que produciría la Tierra en la masa de la Luna cuando estaba, como se supone que estuvo alguna vez, en estado líquido, tenían que ser enormes.

—¡Capitán!—gritó en aquel instante Van-Horn—. Se oyen crujidos en la carena.

—¡Buena señal!—exclamó Van-Stael levantándose apresuradamente—.

Aprovechemos estos momentos en que tenemos buena brisa del Este para desplegar las velas.

Los dos jóvenes, el piloto y el chino treparon por las escalas de cuerda y fueron desplegando las velas.

Los salvajes, al notar aquellas maniobras, presumieron que los blancos se preparaban a abandonar la bahía y acudieron a la playa dando furiosos gritos y blandiendo las armas.

Algunos, más audaces, se arrojaron al agua, mientras los otros saltaban hasta los extremos de la escollera; pero un disparo de la lantaca hizo caer a tres o cuatro, refrenando el ardor de los demás.

—¡Preparad la cuerda del ancla!—gritó el Capitán a Van-Horn y al chino—. ¿Sigue la otra a babor?

—Siempre, señor—contestó el piloto.

—¿Crees que resistirá?

—Confío en ello, Capitán.

—Virando algo, creo que podremos ejercer un poderoso esfuerzo por estribor y poner el barco a flote.

—Ayudaremos a la marea.

En aquel momento se estremeció el junco y pareció que tendía a recobrar su nivel. El Capitán se asomó por la amura de estribor y miró al fondo; pero la marea, que seguía creciendo, había cubierto todo el banco y no se le distinguía.

Los crujidos continuaban, y las velas, ejerciendo su esfuerzo hacia babor, ayudaban poderosamente la acción de la marea.

Oyéronse de pronto, bajo la carena, fuertes crujidos, que iban aumentando en intensidad, y el junco, que el viento empujaba hacia en medio de la bahía, se inclinó más.

—¡Resbalamos por el banco!—gritaron Hans y Cornelio.

—¡Y los salvajes adelantan!—exclamó Horn—. ¡Eh, Lu-Hang, mándales unos cuantos confites a esa cáfila de brutos!

El chino disparó la lantaca sobre los salvajes, que avanzaban amenazadoramente dando saltos por las escolleras, para ponerse a tiro de sus azagayas y bomerangs.

Casi al mismo tiempo, el junco, levantado por la marea, salía de su lecho de arena dando un fuerte bandazo.

—¡Pronto, el ancla!—gritó Van-Stael.

Van-Horn, Cornelio y Hans obedecieron rápidamente y maniobrando con vigor en la palanca sacaron del fondo la pequeña ancla.

Van-Stael subió al castillo y empuñó la caña del timón, mientras sus compañeros disponían el velamen para tomar viento en popa y Lu-Hang lanzaba un último disparo contra los australianos, que daban espantosas voces.

Pocos minutos después el junco, ya boyante por efecto de la pleamar, salía a toda vela de la bahía, dirigiéndose al golfo de Carpentaria.