Los pescadores de trépang/IX

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IX.—EL NAUFRAGIO
DURANTE EL HURACÁN

A

l ver huir la nave, los salvajes, que contaban que siguiera embarrancada, lanzaron furiosos gritos y se dispersaron por la playa con la esperanza de que los fugitivos se vieran obligados a tocar en tierra.

Para aquella gente famélica el trépang no había sido más que un aperitivo. El agradable tufillo que despedían los cuerpos de los chinos puestos a asar en las brasas les excitaba terriblemente el apetito.

Al fin tuvieron que perder sus últimas esperanzas, pues el Hai-Nam, impulsado por el viento que soplaba del Este, filaba rápidamente hacia el amplio golfo de Carpentaria. Las velas, hinchadas casi hasta reventar, lo empujaban hacia el Nordeste, y el Capitán lo dirigía al lejano estrecho de Torres, para entrar en el mar de las Molucas y llegar a la isla de Timor.

A pesar del encallamiento, el junco no parecía tener la menor avería y navegaba gallardamente por las espumosas olas del golfo.

—¡Gritad, gritad, que ya no nos pillaréis!—decía Van-Horn mirando a los salvajes que iban perdiéndose en la distancia—: os desafío a seguirnos basta el estrecho de Torres.

—Veo que ya no te dan miedo, viejo Horn—le dijo Cornelio.

—Ni antes me lo daban tampoco; pero esa canalla puede jactarse de haber hecho una buena presa. ¡Pobres chinos!... A estas horas estarán comiéndose sus cuerpos los caníbales; pero la culpa no ha sido nuestra.

Si no se hubieran emborrachado todos estarían a salvo a bordo del junco.

—¿Y lograremos nosotros llegar a la costa de Timor?

—¿Y por qué no, señor Cornelio? Somos cinco solamente; pero las maniobras de nuestras velas no requieren muchos brazos, y, además, atravesado el estrecho de Torres, nada tendremos que temer, porque sólo en ese brazo de mar, sembrado de bancos coralíferos y de bajíos, hay algún peligro.

—¡Quiera Dios que no nos sorprenda alguna tempestad! ¡Mira hacia allá, Horn! ¿No ves las nubes que se elevan a la extremidad del golfo?

—Es verdad, señor Cornelio—dijo el marino arrugando la frente—. Esta noche tendremos viento fuerte; pero el junco parece sólido y está ya probado en varias tempestades.

—No digo lo contrario; pero si al encallar ha quedado algo resentido ... Tú sabes muy bien que la carena de estos barcos no es tan segura como la de los europeos.

—También eso es verdad, señor Cornelio. Todos los juncos chinos, lo mismo los grandes, que llaman ts-as-ch'wan, que los pequeños, o towmang, o que los de solo un palo, o ta-yü-ch'wang, suelen estar mal construídos. Muchos de ellos, a lo que se dice, no pueden afrontar los peligrosos bajíos del mar de la China. Aun se añade que sólo el departamento marítimo de Cantón pierde anualmente sobre diez mil marinos a causa de la mala construcción de los barcos chinos.

—Lo cual no es nada halagüeño para nosotros, tripulantes del Hai-Nam.

—Ya os he dicho que nuestro junco es de los mejores, y que tiene muy buena arboladura y que la maniobra puede hacerse muy fácilmente. Vuestro tío no habría consentido en tomar el mando de una almadía.

—¡Eh, Van-Horn!—gritó en aquel momento el Capitán, que seguía en el timón—. ¿No te parece que el junco está algo tumbado de estribor?

El marino, sorprendido por aquella pregunta, miró al puente y se convenció de que, en efecto, el barco estaba inclinado de estribor, cuando, por la posición de las velas, debiera inclinarse del lado contrario.

—¡Esto es raro!—exclamó—. Si llevásemos carga se diría que estaba mal estibada, pero no hay siquiera una tonelada de lastre.

—¿Y qué me dices, Van-Horn?—preguntó el Capitán.

—No me explico esto, señor Van-Stael—contestó el piloto—. ¡Como no sea que tenga el junco alguna avería!

—Sin embargo, navega bien.

—Perfectamente—dijo Van-Horn.

—Más adelante trataremos de averiguar de qué depende este defecto que no había notado antes. Ponte al timón, Horn.

—¿Qué ruta?—preguntó el marino subiendo al castillo.

—Nornoroeste, derecho a la isla Wessel. ¡Hum! El tiempo se nubla y dentro de pocas horas tendremos mar gruesa.

—También yo lo he advertido, señor Van-Stael. Si el viento aprieta, recogeremos velas.

Los dos lobos de mar no se habían equivocado.

A la extremidad meridional del golfo de Carpentaria se iban amontonando nubes obscuras con los bordes color de naranja, y se extendían por el cielo, amenazando cubrirle hasta los límites del horizonte.

Por aquella dirección soplaban de vez en cuando ráfagas de aire caliente, que procedían, sin duda, de las caldeadas regiones de Australia, tal vez de aquel gran desierto de piedra que ocupa gran parte de ese enorme continente.

El mar comenzaba también a agitarse. Las olas iban tomando un tinte amarillento rojizo y se cubrían de espuma.

A las siete de la tarde, mientras el sol se iba ocultando en el horizonte, comenzaban a oírse hacia el Sur los primeros truenos, y algún que otro relámpago iluminaba aquella masa de vapores. El viento arreció de pronto, silbando entre la arboladura de la nave y levantando las olas, que se precipitaban unas sobre otras con roncos mugidos.

—¡Mala noche!—dijo el Capitán a Cornelio y a Hans, que tenían la vista puesta en las nubes—. Por fortuna, el golfo de Carpentaria es amplio y sólo tiene bancos peligrosos alrededor de las islas de Eduard Pellew.

Estamos todavía muy lejos de los escollos y bancos de coral del estrecho de Torres.

—¿Amainamos velas, tío?

—La prudencia lo aconseja. Ayudadme, muchachos, y tú también, Lu-Hang.

Las velas altas, que eran muy grandes, podían hacer que el junco se inclinara a estribor hasta hacerle embarcar agua si el viento arreciaba.

Hubo, pues, que recogerlas. El Capitán y Hans se apresuraron a plegar la de trinquete, y Cornelio y el chino la del palo mayor. Esta maniobra se efectuó al punto, a pesar de las sacudidas que daba el junco y de la violencia del viento.

La nave, que estaba muy inclinada por estribor, se enderezó un tanto; pero en seguida volvió a acostarse. Oyóse en esto un ruido sordo en la estiba.

—¿Qué es eso?—preguntó el Capitán, admirado e inquieto—. ¿Habéis oído?

—Sí—dijo Cornelio, poniendo atención—. He oído un ruido extraño.

¿Habrá alguien en la estiba? ¿Tal vez algunos salvajes escondidos?

—No es posible. Los hubiéramos visto cuando sacamos el lastre.

A poco se golpeó la frente y palideció.

—¡Gran Dios!—murmuró.

—¿Qué tienes, tío?—le preguntaron Hans y Cornelio.

—¡Van-Horn!—gritó el Capitán, en lugar de responder—. ¿Te parece que el junco conserva el mismo nivel?

—¿Qué queréis decir, señor?—preguntó el marino.

—Te pregunto si te parece que conserva, siempre el mismo desplazamiento.

Van-Horn se inclinó por el coronamiento del castillo y miró hacia abajo.

Un grito se le escapó.

—¡Capitán!—exclamó—. ¡Nos vamos hundiendo lentamente! La popa se ha sumergido en poco tiempo más de tres pies. El agua ha cubierto el timón y llega a la orla inferior del cuadro.

—¡Hans, Cornelio, Lu-Hang, a la estiba!—gritó el Capitán—. ¡Sobre nosotros pesa una triste fatalidad!

Todos bajaron a la estiba con el corazón angustiado y las frentes bañadas en frío sudor.

Escapados a los dientes de los antropófagos, y cuando ya se creían en salvo, veían que les amenazaba el peligro de ser tragados por los abismos del golfo de Carpentaria, precisamente cuando comenzaba una tempestad espantosa.

Al llegar al pie de la escala se detuvieron. Van-Stael, que iba delante de todos, había metido un pie en agua.

—¡Luz!—dijo.

Lu-Hang, que iba el último, subió a cubierta, entró en la cámara de popa y volvió con una linterna encendida.

—¡La bodega está inundada!—exclamaron Hans y Cornelio, poniéndose pálidos.

En efecto; la estiba del junco estaba llena de agua, la cual unas veces se inclinaba a babor y otras a estribor, con sordos y pavorosos mugidos, rompiéndose su obscura masa contra los puntales y contra los pies de los palos mayor y trinquete. ¿Cómo había entrado aquella agua? ¿Se había abierto una vía por la mala construcción del buque o durante el tiempo que estuvo encallado?

Van-Stael, pálido por la emoción, con la frente arrugada, dirigía por todas partes miradas de desesperación, tratando en vano de descubrir la avería.

—Y bien, tío—dijo Cornelio—; ¿podremos todavía salvar el barco?

—¡Imposible!—respondió Van-Stael, haciendo un gesto de rabia—. ¡Es demasiado tarde!

—Tenemos una bomba a bordo.

—¡Pero si tenemos lo menos doscientos barriles de agua en la bodega!

—Si se pudiera tapar el boquete...

—Y ¿dónde está? ¿Por qué no nos habremos dado cuenta antes de este desastre?

—Podemos buscarlo. Hasta ahora no hay más que tres pies de agua, y...

—¡Silencio!

El Capitán se había inclinado hacia el agua, aguzando el oído. Hacia popa se oía un sordo murmullo, que parecía producido por una corriente de agua.

—¡Aquí está!—dijo—. Baja, Lu-Hang.

El pescador se sumergió y se dirigió hacia popa, después de haberse desembarazado de la hen-pu (larga blusa de amplias mangas) y del ken-ku (especie de calzones cortos que usan los pescadores y que forman un doble pliegue sobre el vientre).

—Hacia allí—le dijo Van-Stael, indicándole el sitio donde sospechaba que estaba el boquete.

Se vió al pescador caminar por debajo del agua, llevando fuera la mano con que sostenía la linterna. Pocos minutos después salió, y dijo: —Capitán, alguien ha hecho traición.

—¿Qué quieres decir?

—Que alguien ha abierto una cala en el barco.

—¿Alguien?

—Sí, Capitán. Mis manos han tropezado con un hacha, clavada aún en la madera.

—Y ¿quién puede haber sido ese criminal?

—El salvaje, señor.

—¡Ah, miserable!—gritó Van-Stael—. Sí; ahora comprendo: aquel infame, después de haber roto las cadenas de las anclas, abrió esta vía para impedirnos huir. ¿Y es muy ancha?

—Las olas deben haberla agrandado, porque tiene como pie y medio.

—¡Estamos, pues, perdidos! Nuestra bomba no basta para desalojar el agua que entra.

Subió a cubierta. La noche había cerrado y el golfo de Carpentaria ofrecía un espectáculo horroroso.

Altas olas, con las crestas cubiertas de blanca espuma, iban hacia el Sur con terribles mugidos, rompiéndose impetuosamente contra los costados del junco.

El viento, cada vez más fuerte, silbaba por entre la arboladura, que crujía fatídicamente. Las velas se agitaban en todas direcciones como trapos puestos a secar. El barco no podía mantenerse en equilibrio, porque el viento no tenía dirección fija, y allá a lo lejos, en las costas de la tierra de Arnheim y de la de Torres tronaba y relampagueaba sin cesar.

A veces las olas, saltando por encima de las bordas, inundaban la cubierta. El agua corría por toda ella y salía con fragor de catarata por los canalones de babor y estribor.

El viejo Horn, aunque estaba solo sobre cubierta, afrontaba el huracán con serenidad admirable. Erguido sobre el castillo, con el cabello y la larga barba sacudidos por el viento y las manos en la caña del timón, guiaba valientemente el buque.

—Van-Horn—le dijo el Capitán acercándose—; el junco se hunde bajo nuestros pies. El salvaje, antes de irse, abrió un boquete en la obra viva y el agua tiene inundada la bodega.

—¡Ah, pillo! Y ¿qué pensáis hacer, señor? Si estuviéramos cerca de la costa podríamos intentar alcanzarla, llevando el junco hacia los arrecifes.

—La tierra de Torres está a cien millas de nosotros y el junco se sumergirá dentro de una hora.

—¿No habrá tiempo para construír una balsa?

—¿Con este oleaje? Aunque el tiempo nos sobrara, nos sería imposible construírla.

—¿Queréis que recurramos a la chalupa? ¿Resistirá a la tempestad?

—Con ayuda de Dios, esperemos vencer en esta terrible prueba.

—¡Infame salvaje!

—Las exclamaciones son inútiles, Horn. Es preciso hacer algo antes de que la nave se hunda.

—No olvidéis las armas si abandonamos el junco.

—Será lo primero que embarque. ¡Cornelio, Hans, Lu-Hang, seguidme!