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Los pescadores de trépang/XV

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XV.—EL ASALTO DE
LOS COCODRILOS

C

uantos esfuerzos hicieron para poner a flote la embarcación fueron inútiles. La baja marea los había dejado en medio de aquel banco, que parecía ser muy extenso.

Como no querían abandonar la chalupa, que podía caer en manos de los piratas, y sin ella no podrían seguir su viaje al mar de las Molucas, y considerándose bastante alejados de la desembocadura del río y, por lo tanto, de sus enemigos, decidieron dormir allí hasta que subiera la marea. Tenían también en cuenta la necesidad que pudieran tener de la chalupa como lugar de refugio si eran atacados por los papúes, caso de que los hubiera en aquellos bosques.

La chalupa les brindaba también manera de ponerse fuera del alcance de las serpientes, que abundan en la isla, y aun de los tigres, que tampoco escasean en ella, y señaladamente en las costas.

—Nuestra prisión no durará mucho—dijo el Capitán a Cornelio y a Hans, que le interrogaban—. En cuanto suba la marea nos pondremos a flote y nos acercaremos a cualquiera de las orillas, antes de bajar por el río.

—¿Temes, tío—dijo Cornelio—, que los piratas nos tengan mucho tiempo bloqueados?

—Cuando se convenzan de que hemos huído al interior, espero que se vayan.

—¿Y si no se van?

—Alguna vez se han de ir, y todo se reduce a esperar a que se marchen.

Tenemos víveres para dos semanas y abundancia de frutas, plantas y caza; pues de todo ello hay en la isla.

—Debíamos intentar alejarlos a tiros.

—¿Para atraernos otros enemigos? ¿Quién nos dice que esa gente no tenga compatriotas en estas costas? Dejemos que se cansen, Cornelio, y verás cómo acabamos por podernos ir tranquilamente. Comamos ahora algo, y descansemos. ¿A quién le toca el primer cuarto de guardia?

—A mí—dijo el joven—. Podéis dormir tranquilos: ningún pirata se acercará sin mi permiso.

—Te hará compañía Horn. Ven más cuatro ojos que dos.

—Los míos todavía son buenos—dijo el viejo piloto.—Vamos, señor Cornelio; vos a proa y yo a popa.

Terminada la frugal cena, el Capitán, el pescador y Hans se tendieron en el fondo de la chalupa, en espera de sus respectivos turnos de guardia, mientras el piloto y Cornelio se sentaban, el uno a proa, para vigilar el río, aguas arriba, y el otro a popa, para no dejarse sorprender por los piratas que tenían que venir por la parte del mar. En el bosque reinaba el silencio; sólo se sentían los zumbidos de los insectos y el ligero crujir de las ramas de los árboles, suavemente agitadas por un vientecillo que venía del mar. En el río, sólo se oía el murmullo del agua batiendo en los bancos y en las orillas.

De vez en cuando, a través del espeso follaje se veían brillar acá y allá puntos luminosos, que tan pronto se dejaban ver como se ocultaban en la espesura; pero ni Cornelio ni el viejo Horn se inquietaban, pues sabían que aquellas lucecillas procedían de ciertas luciérnagas de la especie llamada lampiris, muy comunes en todas las islas de la Malasia, a las cuales las elegantes del país encierran en pomitos de vidrio para adornarse con ellas el pelo, clavándolas en alfileres de plata.

Había ya pasado una hora sin que ocurriera nada extraordinario, cuando Cornelio creyó ver una masa oscura que atravesaba rápidamente el río describiendo una curva por el aire. Se había destacado de un árbol situado en la orilla derecha, y desapareció bajo los bosques de la opuesta.

—Van-Horn, ¿has visto?—preguntó, echando mano precipitadamente del fusil.

—Nada he visto ni oído, señor Cornelio—contestó el piloto.

—Ha pasado ante mi vista una cosa negra, que no he podido distinguir bien.

—Tal vez un ave.

—No, Horn; era muy grande, y no tenía forma de ave.

—¿Qué queréis que sea entonces?

—No lo sé. ¿Sería un proyectil disparado por los papúes?

—Sólo usan flechas y lanzas, señor Cornelio.

—Lo sé; pero... ¡Mira!

Una masa negra, otra, sin duda, se había destacado de un árbol de la orilla derecha, y había pasado a través del río con extrañas ondulaciones produciendo una leve corriente de aire, y desapareciendo entre las plantas de la orilla izquierda.

—¿Lo has visto, Horn?—preguntó Cornelio.

—Sí; y sé lo que es.

—¿Un proyectil?

—No, señor Cornelio. Uno de esos volátiles que los malayos llaman Kubug, nosotros, gatos o zorras voladoras, y los naturalistas, galeopithecus, si no me equivoco.

—¿Qué clase de animales son?

—Parecen monos, más bien que gatos; tienen unos dos pies de altura, la cabeza pequeña, semejante a la de los chacales, el pelo rojo oscuro, y ejecutan vuelos hasta de doscientos pies. Hay otros de una especie parecida y de larga cola, pero que vuelan menos.

—¿Y cómo hacen para volar?

—Batiendo las alas.

—¿Monos con alas? Tú sueñas, Horn.

—No, señor Cornelio. No diré que sus alas sean iguales a las de los pájaros, eso no. Consisten en una especie de membrana que les sale de las patas anteriores, se junta con las posteriores y se prolonga hasta la cola. Al mover las patas, mueven al mismo tiempo las alas, y vuelan, pero de cada vuelo sólo pueden atravesar unos doscientos pies o poco más, como os he dicho.

—¿Y sólo se crían en esta isla?

—Yo he visto muchos en el puerto de Dori y en los bosques de la c.

—¡Silencio!

—¿Otra vez?

—Sí; pero ahora no se trata de monos voladores.

Aguzaron los oídos y escucharon atentamente, conteniendo la respiración.

Por la parte alta del río percibieron un ruido como el que hace al caer un cuerpo pesado en el agua. Miraron en aquella dirección; pero la sombra que proyectaba el bosque era tan espesa, que no pudieron descubrir nada.

—¿Has oído, Horn?

—Sí, señor Cornelio—contestó el marino, con cierta inquietud.

—Alguien se ha tirado al río.

—Eso temo.

—¿Algún pirata, quizá?

—Los piratas tienen que venir de la parte del mar.

—Es verdad; pero pueden haber desembarcado, para caer de espaldas y de frente sobre nosotros.

Van-Horn no respondió; pero movió la cabeza con aire de duda.

—¿Qué hacemos?—dijo Cornelio después de algunos instantes de silencio.

—Por ahora, vigilar las aguas. Si es un hombre, tendrá que subir al banco de arena para llegar hasta nosotros, y se descubrirá, pues por aquí no hay agua.

—Es verdad... ¡Calle! ¡Otra zambullida!

—Y otra más lejana.

—¿Estaremos rodeados?

—¡Oh!—gritó el marino—; ¡mirad allí!

Cornelio miró en la dirección que le señalaba, y vió a flor de agua masas negruzcas que se acercaban lentamente al banco de arena.

—¿Canoas?—preguntó levantándose.

—O cocodrilos—respondió el piloto.

—¿Los hay aquí?

—En todos los ríos.

—¿Querrán acometernos? Por fortuna, estamos en la chalupa.

—Pero encallados en medio de un banco, señor Cornelio, y en la absoluta imposibilidad de huir hacia las orillas. Si llegan aquí, no les será difícil entrar en la chalupa y aun destrozarla con sus formidables coletazos.

—Despertemos a mi tío.

—Y a todos. Nos aguarda un mal cuarto de hora.

Despertaron al Capitán y a sus compañeros y les dijeron lo que ocurría.

—La cosa puede ser muy grave—dijo Van-Stael—. Los cocodrilos de los ríos de Nueva Guinea son feroces y no temen al hombre. ¿Empieza a subir la marea?

—Desde hace un cuarto de hora—respondió Van-Horn.

—Es necesario defendernos hasta que estemos a flote.

—¿Y no oirán los piratas los tiros?

—Sin duda, Horn; y subirán en seguida río arriba; pero no vamos a dejar que nos devoren los cocodrilos por miedo a los piratas. Apenas podamos movernos, o, mejor dicho, apenas pueda moverse la embarcación, nos refugiaremos en los bosques y allí estaremos seguros. ¡Atención! ¡Ahí están los cocodrilos! Procurad darles en el cuello, si queréis que nos veamos libres de sus tremendas mandíbulas.

Los cocodrilos llegaban, en efecto; pero no eran dos o tres, sino una verdadera banda; treinta, cuarenta o quizá más. ¿Cómo se habían reunido allí tantos saurios, cuando los náufragos no habían visto ni uno siquiera durante el día? ¿Venían de alguna gran charca o de algún lago que hubiera cerca del río? Ambas cosas eran probables.

Aquellos espantosos anfibios, advertidos de la presencia de una buena presa, llegaban por todas partes rodeando la chalupa.

A la luz de los astros se veían sus enormes mandíbulas erizadas de largos dientes, que se entrechocaban con un ruido semejante al que produce un cajón al caer sobre cubierta.

Daban terribles coletazos en el agua que producían verdadero oleaje.

Sonaban sus colas al dar unas contra otras con ruido como el que harían huesos durísimos entrechocándose.

Cuando tuvieron rodeado el banco, se detuvieron como si quisieran asegurarse de la clase de enemigo con quien tenían que habérselas.

Después uno de ellos, el más atrevido, y el mayor sin duda, pues tenía más de treinta pies de largo, dió un coletazo en tierra, subió al banco, que la marea iba ya cubriendo, y avanzó resueltamente hacia la chalupa.

—¡Es horrible!—exclamó Hans, temblando.

—¡Valor, muchachos!—dijo el Capitán, que no perdía su calma—. Este es mío.

El saurio no estaba más que a seis pasos, y de un coletazo podía echarse encima de la chalupa.

Van-Stael apuntó a las abiertas mandíbulas del monstruo, e hizo fuego.

El cocodrilo, herido de muerte por la bala que le debió de atravesar de la garganta a la cola, se encabritó como un caballo, agitando su enorme cola, y después cayó revolcándose y levantando salpicaduras de fango.

Los otros, lejos de asustarse por la detonación, que para ellos debía de ser cosa nueva y desusada, pues que los papúes no usan armas de fuego, ni tampoco por la muerte de su compañero, saltaron al banco dirigiéndose hacia la chalupa.

—¡Valor!—volvió a exclamar el Capitán, cargando precipitadamente el fusil.

El asalto fué tremendo. Aquellos formidables saurios, creyendo que hasta la chalupa era una presa propia para tragársela, se atropellaban unos a otros para llegar primero. Sus hálitos, calientes y fétidos, llegaban hasta los desgraciados náufragos.

Estos, aunque aterrorizados, no perdieron la calma. Descargadas las armas contra los más cercanos, echaron mano de las hachas, de los arpones y hasta de los remos, y se defendieron con valor sobrehumano, golpeándolos furiosamente en los cráneos y en las mandíbulas, hasta romperles los dientes o herirles las gargantas.

Por fortuna, la chalupa era alta de bordas, y los cocodrilos no podían entrar a saquear el interior; pero trataban de volcarla a coletazos, tan violentos, que habrían acabado por desguazarla.

Aquella encarnizada defensa, aquellas detonaciones, aquellos fogonazos, aquellos gritos, parecieron desconcertar a los asaltantes, los cuales se decidieron a retroceder hacia las orillas del banco, pero sin abandonarlo.

Cinco de ellos yacían en la arena, y otros tres, heridos de gravedad, tal vez mortalmente, se agitaban con violentas convulsiones.

Los náufragos comenzaron otra vez el fuego, para obligar a los saurios a volverse al río; pero los terribles anfibios parecían dispuestos a renovar su acometida.

—No perdáis golpe—decía el Capitán—. Si podemos resistir siquiera diez minutos, la chalupa dejará el banco.

—Ya está todo él cubierto de agua—dijo Cornelio—. La marea sube rápidamente.

—Pero estos cocodrilos no se deciden a irse—repuso Van-Horn—. ¡Aquí viene otro!

—¡Duro con él, muchachos!—gritó el Capitán.

Dos disparos sonaron casi a un tiempo. El cocodrilo dió un salto que lo hizo caer al borde del banco, de donde rodó al río desapareciendo bajo el agua.

Los otros, que parecían indecisos, retrocedieron; pero en seguida volvieron a acometer atropellándose los unos a los otros para acabar más pronto con aquellos hombres. Ya iban a llegar a la chalupa, cuando ésta, que desde hacía algunos instantes estaba dando tumbos sacudida por la marea, se puso a flote deslizándose a través del banco.

—¡Libres!—gritó Cornelio.

—¡A los remos, Horn!—exclamó el Capitán, descargando su fusil en medio de la banda de cocodrilos.

El piloto, el chino y Hans se pusieron a remar desesperadamente dirigiendo la chalupa hacia la orilla izquierda, mientras Cornelio y el Capitán, por medio de frecuentes disparos, mantenían lejos a los saurios, los cuales no parecían ya muy dispuestos a seguir atacando.

En pocos instantes la chalupa atravesó el río y atracó en la orilla, en medio de un enorme matorral de plantas acuáticas.

Iban a desembarcar, cuando por la parte baja del río oyeron voces humanas y batir de remos.

—¿Quién se acerca?—preguntó el Capitán.

—Los piratas, sin duda—respondió Van-Horn—. Han oído nuestros disparos y vienen a atacarnos.

—¡Después de los cocodrilos los piratas!—exclamó Cornelio—. ¡Qué dichoso país y qué hermosa noche!

—¡Callad!—dijo el Capitán.

Se inclinó hacia el agua y escuchó.

—Sí—dijo, después de algunos instantes—. Deben de ser los piratas que vienen río arriba. He oído el batir de muchos remos.

—¿Suben con las piraguas?

—Sí; deben de haberlas separado para hacerlas más ligeras, quitándoles el puente y el cobertizo. Escondamos la chalupa y huyamos a los bosques.