Los pescadores de trépang/XIV

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XIV.—LA NUEVA GUINEA

A

unque la Nueva Guinea o Papuasia es la isla más grande del mundo[5], una de las más espléndidas y también de las más feraces y productivas, es de las regiones menos conocidas, por extraño que parezca. Hasta hoy mismo se tienen muy imperfectas noticias sobre sus costas y poquísimas sobre sus regiones interiores.

Sólo dos viajeros italianos, Rienzi en 1826 y últimamente De Albertis, exploraron una parte de las costas y algunos ríos de la Nueva Guinea, no obstante la hostilidad de sus naturales.

Esta isla fué, sin embargo, una de las primeramente descubiertas, pues el portugués Abreu llegó a ella en 1511. Luis de Torres, que la visitó en 1606, le puso el nombre que lleva, según unos, por caer frente por frente de la Guinea africana, y según otros por el parecido de los negros naturales de ella con los negros de la dicha comarca de África.

Otros muchos navegantes la visitaron en los siglos posteriores, pero todos se limitaron, como hemos dicho, a tocar en algún punto de sus costas.

Los holandeses establecieron una colonia en la costa occidental en 1822; pero la abandonaron siete años después, sin dejar de traficar con aquellos isleños, y en 1858 mandaron una nueva expedición en el vapor Etna, y ocuparon algunos puntos de la costa.

Es ésa, como ya se ha dicho, la isla más vasta del mundo, considerando a la Australia como continente. Tiene 400 leguas de largo y 138 de ancho, y 38.000 leguas cuadradas de superficie.

Hay en sus costas extensas bahías, donde podrían guarecerse flotas enteras, algunas de las cuales son muy frecuentadas por los holandeses, los malayos y los chinos.

El interior de la Isla es poco conocido; pero se sabe que hay en ella grandes cordilleras, altísimas algunas. Sobre los ríos hay pocas noticias. El Durga, que desagua cerca del promontorio de Volk, se asegura que es de los más grandes. Otros muchos van a desembocar en la costa septentrional y en la meridional. En la occidental desagua uno que debe de ser caudalosísimo, porque muchos navegantes han observado que no lejos de la punta oriental de la bahía de Geelvine, las aguas del mar son dulces a muchas leguas de la costa.

El interior está cubierto de bosques inmensos. Las especies de árboles, muchos de ellos de maderas preciosas, se cuentan por miles.

La nuez moscada, el árbol del alcanfor, el teck, cuya madera tanto se aprecia en la construcción naval; el cedro gigantesco, los árboles del pan, del sagú, de la canela y mil otros, crecen allí sin cultivo. En aquellas inmensas selvas, pobladas por las aves más espléndidas de la creación, viven también salvajes cruelísimos y sanguinarios, enemigos de los extranjeros.

Algunos de los ribereños de la isla comercian con los europeos, vendiéndoles el trépang, que abunda en aquellas playas, las finas especierías, las maravillosas aves del paraíso, tan estimadas por sus plumas, o la plata y el oro que extraen en gran cantidad de sus montañas; pero en el interior habitan las naciones de los alfuras, los arfakis y otras montaraces y belicosas, que son feroces caníbales, y en las playas abundan los piratas, dedicados principalmente a la trata de esclavos, y a los cuales temen muchísimo los habitantes de las regiones marítimas.

Van-Stael, que conocía la Nueva Guinea y a sus habitantes, por haber traficado en otro tiempo con los indígenas de Dari y haber pescado trépang en algunas bahías, conocía también a los piratas papúes y no ignoraba su ferocidad; así que apenas se hubo ocultado la chalupa detrás del islote, organizó la defensa para impedir a sus perseguidores la entrada en el río.

—¡Pronto!; tomad las armas y embosquémonos entre estos palúdicos—dijo a sus compañeros—. Guardaos sobre todo de las flechas, porque hombre herido es hombre muerto.

—Las municiones abundan y todos somos buenos tiradores—dijo el piloto—. No se atreverán a entrar en el río.

—Además—observó Cornelio—, hay tan poco fondo, que les será imposible pasar a esas embarcaciones.

—Pero son capaces de desembarcar y de seguirnos por los bosques—dijo el Capitán—. ¿Se les ve?

—Sí—dijo Hans, que se había abierto paso entre aquellas plantas, de las cuales se desprendían emanaciones pestilentes.

—¿Qué hacen?

—Tratan de entrar en el río.

—Veamos.

Van-Stael atravesó la espesura, y al llegar al extremo del islote se inclinó hacia adelante, cuidando de no descubrirse.

La piragua había dado vuelta al banco de arena y avanzaba con precaución por la orilla derecha, tratando de evitar los bajíos.

Algunos hombres sondeaban el agua con los remos, mientras otros trataban de descubrir a los náufragos, escondidos en las malezas del islote.

Se les oía hablar y se les veía moverse sobre cubierta.

Aquellos salvajes eran todos altos y membrudos, y a primera vista parecían negros africanos; pero mirados despacio se advertía que su piel era de un tinte aceitunado y sus facciones más finas que las de aquéllos; pues tenían narices regulares y no achatadas, labios delgados, bocas pequeñas y rostros ovalados. Su pelo era espesísimo y abundante, lanoso, y lo llevaban arrollado en un zoquete de madera teñido de encarnado.

Reducíase su vestido a una blusa o camisa llamada por ellos tridako, fabricada con las fibras de una corteza de árbol; pero la falta de trajes la suplían con la sobra de adornos: collares de dientes de puerco y chacal, o de escamas de tortuga, y brazaletes de conchas y espinas de pescado.

Uno solo de ellos—el Korana o jefe sin duda—llevaba una especie de sotana de tela roja.

Iban todos armados de lanzas y de los pesados y groseros cuchillos llamados parangs, y algunos llevaban cerbatanas de bambú, destinadas a disparar flechas impregnadas del jugo extremadamente venenoso del upas.

La piragua se acercaba al islote, navegando a lo largo de la playa occidental, pero con gran trabajo, pues no había agua suficiente, aunque estaba subiendo la marea.

Detúvose bruscamente la piragua. Al parecer había encallado, pues se vió a los piratas correr de proa a popa, observar la corriente, y lanzar después furiosos gritos.

—Han encallado—dijo el Capitán.

—Pero la marea está subiendo y quizás logren ponerse a flote dentro de un rato—observó Van-Horn.

—¿Rompemos el fuego?—preguntó Cornelio—. Si saben que llevamos armas, quizás desistan de atacarnos.

—No es mala idea, Cornelio; pero sin que nos hostilicen no debemos tirarles. Hasta ahora nada nos han hecho.

—¿Y si nos aprovecháramos de esta tregua forzada para huir?—dijo Horn—. Si nos estamos aquí, no tardará en llegar la tripulación de la segunda piragua.

—¿Y adónde irá este río?—preguntó Cornelio.

—De eso sé lo mismo que tú—respondió el Capitán—. Subiremos por él hasta encontrar un sitio bueno para acampar, y cuando los piratas se marchen, nos embarcaremos otra vez y seguiremos nuestro viaje.

—Señor Van-Stael; ya está ahí la segunda piragua—avisó Van-Horn.

El piloto no se había equivocado. La segunda piragua, que se había quedado rezagada, acababa de llegar a la desembocadura del río y trataba de unirse a la otra, que seguía encallada.

Aquel refuerzo podía ser fatal para los náufragos, pues aumentaba considerablemente el número de los piratas. Aunque los europeos tenían en su chalupa abundantes municiones, no era prudente empeñar una lucha contra cincuenta o sesenta salvajes provistos de flechas envenenadas.

—Huyamos—dijo el Capitán—. Ya que el camino está libre, remontemos el río.

Volvieron donde estaba la chalupa y se embarcaron, poniendo las armas a su alcance para estar prontos a hacer fuego.

Manteniéndose ocultos detrás de la isla, cuyas plantas eran suficientes para cubrirles, comenzaron a remontar el río remando en silencio, ayudados por la marea, que subía, empujando hacia atrás las aguas dulces.

Los piratas, ocupados en desencallar la piragua, no habían advertido nada, a lo que parecía, pues no se les oía gritar.

—¡Qué sorpresa van a llevarse cuando no nos encuentren en el islote!—dijo Cornelio.

—Nos buscarán; de eso estoy seguro—dijo el Capitán—. Esos tunos no renunciarán tan fácilmente a su presa; pero, si nos buscan, nos hallarán dispuestos a defendernos y no nos dejaremos sorprender.

—¿Habrá pueblecillos en las márgenes de este río?

—No lo sé; y hasta ignoro cómo se llama esta corriente de agua.

Procederemos, no obstante, con prudencia, y si vemos una aldea nos esconderemos en los bosques.

—Me parece que el río hace allí una vuelta—dijo Van-Horn.

—Mejor para nosotros. Escaparemos más fácilmente a la vista de los piratas. Avante, y no perdáis de vista las orillas.

El río conservaba siempre su anchura de ciento sesenta o doscientos pies, pero no era profundo y estaba sembrado de islotes de arena, que los náufragos tenían que ir rodeando.

Las dos orillas estaban cubiertas de árboles enormes, y tan cercanos los unos a los otros que hacían casi imposible el paso. Se veían gigantescos tecks, cuyos robustos troncos tenían setenta pies de altura y sostenían madejas de bejucos y de nefentes; mangostanos, parecidos a nuestros olmos, pero cargados de frutas gruesas como naranjas, con la carne violeta obscura y delicadísima al paladar; soberbios árboles del pan, cuyas frutas tienen una pulpa grisácea, que asada se parece en el sabor a las batatas; magníficos arenghes sacaríferas, especie de palmas con largas hojas plumadas, de las cuales se saca una especie de crin vegetal, que se emplea en la fabricación de ciertas vistosas telas, y cuyo tronco da por incisión un jugo dulce, que si se le hierve se reduce a azúcar; árboles de coco, muy cargados de fruta, y muchísimos gambirs, plantas que dan un líquido especial empleado con éxito para fijar los colores en las sedas y tisúes de lujo. También abundaban allí los casuarines, o árboles de la goma, y los bambúes, que formaban extensos bosques.

Entre aquellos árboles revoloteaban bandadas de espléndidas aves; papagayos del tamaño de faisanes, con los picos amarillos; otros, de plumaje rojo y negro y largas colas amarillas, pertenecientes a la especie de los charmasira papúa; promerops superbi, gruesos como pichones, y con el plumaje negro, tan fino que parece de terciopelo, y la cola larga y ancha adornada de un extraño penacho rizado; cicinnuros regii, del tamaño de mirlos, y las plumas de los colores más hermosos que pueden imaginarse. Al volar por los aires, reflejando al sol sus tonos rubios, esmeraldas y oro y plata brillantísimos, parecen flores animadas o mariposas gigantescas.

Si abundaban las plantas y los árboles, faltaban, en cambio, absolutamente los hombres. No se descubría rastro siquiera de ellos en aquellas orillas. ¿Se hallaban los náufragos en una costa desierta? Si era así, el hecho no les inquietaba, sino al contrario; pues de los hombres con que hubieran podido tropezarse por aquellos lugares, más tenían que temer que esperar.

A las dos, y a cerca de tres millas de la desembocadura, el Capitán hizo que acercaran la chalupa a la orilla más cercana para dar algún descanso a los remeros y para comer algo, pues estaban completamente en ayunas.

No se atrevieron, sin embargo, a encender fuego por no llamar la atención de los salvajes que pudiera haber en aquellos espesos bosques, y se contentaron con comer galletas y sardinas ahumadas, a las que agregaron varios durions, frutas exquisitas, grandes como la cabeza de un hombre y erizadas de espinas muy agudas por fuera, pero que encierran una pulpa blanca delicada y de sabor exquisito, superior al de la piña y el mango; pero que tiene un olorcillo a madera quemada que desagrada mucho a los no acostumbrados a él.

A las cuatro, como no vieran nada sospechoso en las orillas del río, y queriendo interponer buen trecho entre ellos y los piratas, que de seguro los seguirían, continuaron remontando el río, que conservaba la misma anchura que hasta allí.

Su carrera no duró mucho, pues a las seis, hora en que comenzaba a oscurecer en el bosque y a bajar rápidamente la marea, encalló la chalupa en un banco de arena que había casi en medio del río.