Manumiso: 3

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

III


He aquí uno de tantos que sin propia libertad derramó su sangre por la de otros. Cual el ciego de nacimiento que tanteando puertas y ventanas da á otros luz que no conoce, esclavos, alcanzaban para sus amos la libertad que no habian conseguido para sí.

La última tarde de 1812 veteranos del rey defendían el Cerrito en Montevideo fortificados en su cumbre, que el general Rondeau ordenara desocupar. Rechazado el primer ataque, el segundo llegó á media cuesta, cayendo Pablo en montón de heridos. En el momento supremo el Comandante Soler, aproxímase recogiendo su fusil, se cruza el vericú, y proclamando el diezmado batallón, sube el primero con sus valientes morenos, posesionándose definitivamente del Cerrito de la victoria, así denominado por tal hazaña.

«Toma asúca», — repetía con sus compañeros, exhortándoles el vehemente Soler á que triunfaran, pues si caían prisioneros, destinados serían á los ingenios del Perú. A los gritos del futuro general: «¡Viva la Patria!» contestaban negros bozales bayoneteando godos : «Toma para azúcar».

Aun no había llegado el día suspirado de su libertad, pero clareaban los esplendores del alba feliz. En vísperas que el General más joven llegó á ceñir la banda de tal, su ayudante cuidaba al inválido, como en otra ocasión cerró Pablo las heridas de Beruti.

Un mes apenas transcurriera cuando don Carlos Alvear, Presidente de la Asamblea Constitucional, pronunció estas sublimes palabras:

«Siendo un desdoro, como ultrajante á la humanidad, el que en los mismos pueblos que con tanto tesón y esfuerzo caminan hacia su libertad, permanezcan por más tiempo en la esclavitud los niños que nacen en todo el territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata, ordenamos sean considerados y tenidos por libres todos los que en dicho territorio hubieran nacido desde el 31 de Enero de 1813 inclusive en adelante, día consagrado á la libertad por la feliz instalación de la Asamblea General»...

Ocho años después el Protector San Martín hizo resonar este eco argentino á orillas del Rimac:

«Una porción de nuestra especie ha estado durante tres siglos sujeta á los cálculos de un tráfico criminal. Los hombres han comprado a los hombres, y no se han avergonzado de degradar la familia á que pertenecen... Sería responsable á mi conciencia pública y á mis sentimientos privados si no preparase para lo sucesivo esta piadosa reforma, conciliando por ahora el interés de los propietarios con el voto de la razón y de la humanidad. Por tanto, declaro que todos los hijos de esclavos que hayan nacido y nacieren en el territorio del Perú, desde el 28 de Julio de 1821, serán libres y gozarán de los mismos derechos que el resto de los ciudadanos».

No sólo América comprueba que la libertad nace en medio de borrascas, se extiende entre desórdenes civiles, y sólo dá todos sus frutos cuando llega á vieja. ¡Cuán presente debe tener el pueblo argentino, recordando al pasado, que su abuso engendra la tiranía!

Al mes justo en que cayera herido el valiente negro se dictó la ley que preparaba la extinción de la esclavatura, y tres días después, 3 de Febrero de 1813, regresaba Beruti loco de contento, triunfante y gozoso á casa de sus padres, cantando el himno que el Presidente de la Asamblea acababa de entonar.

«Inhumano es continúen esclavos los soldados que derraman su sangre por la libertad de esta tierra».

Y no hubo más. Aquel rico señor don Pablo de Beruti, que no era de los godos empedernidos, y probara ojo acertado al penetrar los sentimientos de este negrito en su infancia, acabó por convertirlo en el primer manumiso celebrando la plausible declaración con tan noble acto.