Matar el tiempo (Cuento)

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El Museo universal (1868)
Matar el tiempo 1
de F. de Zulueta.

Nota:Se ha conservado la ortografía original excepto en el caso de algunos acentos.

De la serie: NOVELAS Y CUADROS DE COSTUMBRES.

MATAR El TIEMPO [1].
I.

Los españoles somos muy valientes.

Nuestra historia se remonta allá á los tiempos anticristianos, á la edad semi-mitológica en que los fenicios, los cartagineses y los romanos, los invencibles romanos, el garrote, de nuestros primeros padres.

Progresamos después y fuimos pueblos temidos de aquellos hombres cuya ocupación era la guerra.

Los fenicios se hicieron amigos nuestros, los cartagineses nuestros aliados; ¿qué estraño es que al llegar el águila romana á nuestras regiones, abatiera algún tanto el vuelo de sus alas?

No quiero recordar los denigrantes calificativos con que nos designaron los historiadores romanos al narrar los desastres de sus legiones. Habituados estamos á oir á cualquier alumno de filosofía empezando á contar aquellas guerras:

— «El indómito cántabro...»

No es tampoco mi objeto describir pueblos aborígenes; mi propósito es simplemente afirmar que el primer español fue un valiente.

La historia nos ha demostrado que los demás españoles han sido como el primero.

No existe pueblo alguno que los españoles no hayan vencido; sus armas se estendieron por todo el haz de la tierra: en sus dominios no se ponia nunca el sol.

España fue una cárcel general de prisioneros de guerra europeos y africanos, americanos y asiáticos.

Conste, pues, que somos valientes: mas valientes que ningún otro pueblo.

Al valor de nuestras armas se unió la elevación de nuestras ideas, la sabiduría de nuestros talentos; la fecunda imaginación de nuestros poetas, el arriesgado atrevimiento de nuestras empresas.

Célebre en el mundo fue la universidad de Salamanca. Vasta la aspiración de los Reyes Católicos y de Carlos V. Inimitable nuestra poesía y nuestro teatro. Incomparable Cervantes.

Llena de asombro lo gigantesco de las hazañas del Gran Capitán, de Hernán Cortés y de Pizarro, pero enmudece uno de respeto ante el genio de Colon y la temeraria espedicion de Sebastian Elcano.

Hemos dado pruebas de valor.

Hemos dado pruebas de ciencia.

Hemos dado pruebas de inventiva.

Pero aun hay mas. Todo lo dicho es un grano de anís ante la inventiva, ante la sabiduría, ante el valor nuestro.

El tiempo, ese gran testigo, ese demoledor universal, ese espectador de todos los acontecimientos y cambios, nos da una prueba inconcusa de lo que podemos los españoles.

Hemos puesto el tiempo á contribución.

Nuestro heroísmo, nuestra abnegación, nuestro talento nos han llevado hasta saber perder el tiempo.

Nuestra inventiva, nuestra inspiración hasta hacer tiempo.

Nuestro indómito valor á matar el tiempo.

II.

Hay españoles, sin embargo, que han sustituido a estas tres frases otra que nos trajo uno de nuestros grandes descubrimientos.

Echar un cigarro.

Nada es comparable al fumador de nuestra tierra que saca de la petaca su librillo de papel de hilo, y colocando entre los dedos índice, anular y del corazón una de sus hojas, vierte en la misma ahuecada mano izquierda el tabaco sacado de la susodicha petaca, mientras los labios sostienen el librillo sin la hoja cortada.

Nada es comparable á la satisfacción del fumador que encerrando su librillo en la petaca y guardando ésta en el bolsillo interior del gabán, empieza á triturar el producto americano ó filipino con las yemas de los dedos de la mano derecha, y araba por hacer un molinillo horizontal con entrambas manos hasta dejar el prensado vejetal desmenuzado á su gusto. Nada puede compararse á la parsimonia con que vierte en el papelillo el tabaco, á la habilidad con que lo envuelve en él, á la naturalidad con que coloca el cigarro en su boca á un lado, ordinariamente el izquierdo, y á la cachaza con que saca la caja de fósforos ó se dirige á un transeúnte pidiéndole candela.

Describir las luminosas ideas que acuden en tropel á su imaginación, fuera una empresa demasiado gigantesca; el hombre con el cigarro en la boca es mas soberbio que el sultán arrellanado en una otomana aspirando el opio, pensando en su harem y soñando un degüello general de enemigos.

Todos mis amigos fumadores convienen en que el cigarro es un gran antídoto contra el aburrimiento, un poderoso estímulo á la inventiva, un inspirador perpetuo en la poesía, un escelente hablista, un académico insigne, un profundo filósofo, un consumado político, un discreto moralista, un sabio filólogo, uno de los mas eficaces elementos de lo asociación, un lazo recíproco entre los dos mundos, un símbolo de las humanas aspiraciones que concluyen todas como el cigarro, en la nada.

Fumadores de puros ó de papelillos, fumadores de la Habana ó de la Vuelta de Abajo, todos se vuelven lenguas para ponderar la importancia, la utilidad, la necesidad del cigarro, y el abogado fuma haciendo demandas, el periodista endilgando artículos, el poeta componiendo versos, el pintor dando guerra á los colores, y el menestral y el artesano descansan un momento de sus rudas faenas para echar un cigarrito que les da hercúleas fuerzas con que emprender de nuevo su trabajo.

Es un gran recurso el cigarro: mas de cuatro conozco yo que con un veguero, han neutralizado el mal rato de un disgusto y han visto desaparecer su incomodidad en el humo que aspiraban y espiraban por boca y narices.

El lector, al llegar aquí, se preguntará, ¿y qué tiene que ver que los españoles sean valientes, sepan ó no hacer tiempo y echar un cigarro, y que el cigarro sea el consuelo de las aflicciones de muchos individuos bípedos é implumes y gran inspirador de poetas, elaborador de discursos, colaborador de periódicos, y autor de muchos cuadros, con la novela que esperamos leer capítulo tras capítulo?

Es verdad, señor lector, es verdad, voy al caso, sin digresión alguna, sin ningún rodeo, voy á hablarle á usted de mí, de mi interesante persona, de este yo que se imprime, que da á luz sus aventuras eróticas para sacar algunos cuartos á guisa de fenómeno físico ó acrobático que se anuncia por las calles y plazuelas con un tamboron, alrededor de cuyo redoble se va reuniendo la gente, empezando por los chicos del barrio, siguiendo por las doncellas y criadas, cestos al brazo, continuando por los ociosos y acabando por los vecinos que coronan los balcones.

Tiene usted veinticinco mil razones, y si alguna le falta yo se la doy también y de buen grado, que esto cuesta poco, y á mi, aunque no me sobra mucha con los acontecimientos de que soy héroe y victima, la razón, por otra parte, nunca me ha faltado, que á fallarme, estaría ya como un habitante de la Casa de Fieras, como Don Quijote cuando volvió encantado á su aldea.

Quería decir que mi novia, yo tengo novia, ya lo saben ustedes, se había ausentado de Madrid; había tomado su familia el tren de las siete de la mañana, y me había quedado yo, aunque de dia y en Madrid, a la luna de Valencia.

¿Qué hacer en tan aflictiva situación? ¿Cómo remediar tamaña desgracia? ¿Cómo resignarme á un golpe tan rudo cual era mi porvenir, en vista de que no pedia ver á mi adorada?

No me quedaba mas que un recurso que se muestra bajo dos fases distintas, ó matar el tiempo, ó fumar con la resignación de un otomano.

¡Ah! ¡el tabaco! el tabaco es el consuelo de los aburridos, por eso os he hecho su panegírico, por eso os he hablado de lo que es echar un cigarro.

Sin embargo, yo no podía emplear ese antídoto contra mi desesperación.

Había para ello un pequeño inconveniente.

No fumo.

(Se continuará).

F. de Zulueta
  1. Novela Inédita, perteneciente a la colección titulada Mis amores.