Memorias de un solterón: 16
Capítulo XVI
Sospecho que antes de llegar aquí habrá dicho cien veces el prudente lector: vamos a cuentas, señor memorista; ¿lo que nos relata V., son sus memorias, sus verdaderos recuerdos íntimos, o los de la apreciable familia Neira? ¿Hemos de tomarnos interés por V., o más bien por Argos, Rosa, Feíta y demás retoños de ese padre de familia angustiado y maltrecho? ¿Es V. un solterón acorazado en su benéfica filaucia, defendido por el amor de sí mismo de las asechanzas y emboscadas femeniles, o es V. un nene fascinado y traído al retortero, desde los primeros instantes, por cualquier falda que en su camino se atraviesa?
Lector que así hablas, reflexiona, reflexiona antes de acusarme de deserción de mis banderas. Empieza por considerar que si mis memorias se redujesen a contarte cómo me levanto, almuerzo, paseo, me cuido, leo y duermo... no valdría la pena de haberlas escrito. Yo podría vivir muy dichoso en mi rincón con el alma atrofiada, sin deseo de cosa alguna; ¿pero qué te importaría a ti mi vida de marmolillo? Donde no hay lucha no hay drama, y donde no hay drama no hay emoción. Diríase que nuestra propia existencia, si se considera aislada y disgregada de las demás, carece de sentido, y sólo lo adquiere al relacionarse con otras, al producirse ese oleaje y ese hervidero de sentimientos que determina el contacto con seres humanos. Mi propósito de evitar el gran error matrimonial no me ha convertido en piedra; mis sentidos, mis potencias, no han dejado de funcionar a causa de mi soltería; y porque un sacerdote no haya extendido la ruano para bendecir mi unión, y porque yo huya de tal contingencia, no estoy libre de sustos y de fatiguillas emocionales...
Además, también rige para mí la ley que ordena que por lo general nuestro destino sea una ironía, y mientras pretendemos ir hacia el Norte, se nos ponga sobre los ojos una venda y en los pies sintamos moción irresistible hacia el Sur. Si alguien me hubiese preguntado dos meses antes qué mujer en el mundo era para mí, no más indiferente, sino más imposible, yo respondería sin vacilar -Feíta Neira-. Sus condiciones físicas y su modo de ser moral, su rostro y su genio, sus lecturas y sus botas, todo me parecía lo contrario de lo que a mí me puede atraer, de lo que para mí constituye un peligro. Y de pronto, sin causa que explique el cambio, sin que precedan a este descubrimiento indicios o síntomas que lo hagan presentir, me encuentro casi prendado y casi celoso, poseído de una inclinación más para comentada entre cuchufletas, que para combatida con las armas de la reflexión y del buen sentido.
Hay enfermedades que se incuban lentamente, sin que el enfermo advierta ningún malestar, ningún trastorno atendible en sus funciones. Tal vez desórdenes levísimos; acaso una sensación de cansancio, o una insignificante alteración del pulso; un poco de desgana, unas horas de insomnio... De repente se declara en toda su extensión e importancia el padecimiento, y sólo entonces el enfermo coordina síntomas anteriores y se admira de no haber comprendido que anunciaban gravedad incalculable... Así yo, solo en mi cuarto, con el minino que hacía la carretilla en un ángulo del sofá, daba vueltas, enlazaba antecedentes, y me asombraba de no haber conocido que mi compasión y mi caridad por D. Benicio obedecían a la atracción anómala de Feíta.
¿De qué, vamos a ver, de qué me había yo prendado? O muy mal me conozco, o el origen de mi perturbación no estaba en los sentidos. Ni Feíta era una beldad, ni menos poseía esa ciencia del tocado y del adorno, de la palabra y del gesto, del mirar y del reír, en que funda su avasallador dominio la mujer. Feíta no conspiraba contra el reposo de nadie. Aun en los momentos en que me sentía, como se dice en el lenguaje de la esgrima, tocado, no advertí alboroto sensual, ni llegué a ver en Feíta una imagen tentadora de las que causan fiebre: el rebelde fango corporal no se sublevaba al evocar su recuerdo. Tampoco era el corazón el que se me había subido a la cabeza, no, señores: si Neira me inspiraba conmiseración, en cambio su hija alejaba toda idea protectora, de esas que suele infundir la debilidad del sexo: hasta creo que me exasperaba por su fortaleza. Feíta era improtegible, y cuando las gentes ni necesitan ni quieren nuestro apoyo, cuando comprendemos que al ofrecérselo nos pagarían con una rabotada o una burla, se nos quitan las ganas de meternos a caballeros andantes, amparadores de viudas y huérfanas. Feíta era un ser vigoroso, armado para la vida, sin sentimentalismos, sin temores pueriles de ninguna especie, y yo aparecería soberanamente ridículo si quisiese representar con ella el papel que Oliverio de Jalin, en el Demi-monde, representa con la interesante Marcela, doncella desvalida y expuesta a las insidias de la seducción y a las asechanzas de la venalidad. Yo no podía negar que a Feíta la sostenían su carácter, sus estudios, el mismo triste cuadro de su familia, tan lleno de enseñanzas, y un no sé qué varonil y resuelto que había en su conducta y que disipaba toda niebla y desarmaba toda malicia, cercando a aquella mujer tan joven con el baluarte que la experiencia y la edad elevan en torno de las matronas ya seguras de sí mismas.
Hube de convenir en que si Feíta se había apoderado de mí, era por el camino de la imaginación. -¿Les parece Vds. poco?
Mi fantasía, mi pensamiento, estaban desde tiempo atrás ocupados -ahora lo veía claro- por aquella chiquilla estrambótica. La curiosidad moral, mi único vicio, raíz de la mayor parte de los caprichos amorosos inexplicables, me había conducido a casa de Neira, por afán de ver de cerca al fenómeno, a la sabidilla, a la independiente. La antipatía que al pronto creí sentir hacia ella, no era sino la atracción del abismo, la negra magia de lo desconocido, contra la cual parecemos indignarnos, mientras nuestro espíritu en secreto la sueña y la busca, obedeciendo al impulso que lleva al hombre al progreso, aunque parezca repugnarlo. Es cierto que yo vivía prevenido contra la mujer; pero ¿en qué se parecían a Feíta las demás?
Feíta era la mujer nueva, el albor de una sociedad distinta de la que hoy existe. Sobre el fondo burgués de la vida marinedina, destacábase con relieve singular el tipo de la muchacha que pensaba en libros cuando las demás pensaban en adornos; que salía sin más compañía que su dignidad, cuando las demás, hasta para bajar a comprar tres cuartos de hilo, necesitaban rodrigón o dueña; que ganaba dinero con su honrado trabajo, cuando las otras sólo añadían al presupuesto de la familia una boca comilona y un cuerpo que pide vestimenta; que no se turbaba al hablar a solas con un hombre, mientras las restantes no podían acogernos sino con bandera de combate desplegada... En suma, todo lo que al principio me pareció en Feíta reprobable y hasta risible y cómico, dio en figurárseme alto y sublime, merecedor de admiración y aplauso. En mi inteligencia surgieron, a manera de flores finas y blancas que creciesen en un solo tallo, el respeto y la estimación hacia Feíta. Mas estos sentimientos, por lo general fríos, y hasta contrarios al engreimiento amoroso, en mí se revelaban turbulentos, ardientes, apasionados. Analizando sutilmente el origen de ellos, encuentro que yo no estimaba ni respetaba tranquilamente a Feíta, porque mi estimación y mi respeto no armonizaban con el sentir de las gentes. Cuando nos inclinamos reverenciosos ante una honesta viuda, ante una tímida virgen, ante una esposa ejemplar, el saludo que les hacemos es representativo: nuestro homenaje cifra y resume el homenaje de la masa, la opinión unánime de la sociedad y del mundo. Esto no podía aplicarse a Feíta. Por mi desgracia, yo creía ser la única persona que en Marineda, en aquel instante, tasaba a Feíta en su justo valor; de suerte que, al estimarla, me ponía en pugna con todos y contra todos, sin el menor escrúpulo ni recelo, desplegando esa hostilidad agresiva, ese espíritu belicoso que despierta en nosotros la contradicción universal. Si bien en Marineda no destrozaban la honra de Feíta, no por eso se la juzgaba favorablemente. Ya dije que auguraban muy mal de su porvenir, y vaticinaban que por las peligrosas sendas que recorría iba a despeñarse. Actualmente su conducta se calificaba, sino de liviana y criminal, por lo menos de chocante e inconveniente, y se hablaba harto de la vergüenza que sufrían su padre y hermanas mirando convertida en «maestra de primeras letras» a toda una señorita de Neira, con su correspondiente aguilucho en el blasón. Y en efecto, según el criterio de las gentes, las bodas desiguales, los devaneos, los enredos y las trampas no rebajaban tanto la categoría social de la familia de Neira, como el hecho de ver a Feíta, cartapacio al brazo, subiendo las escaleras de sus discípulos y cobrando su modesta retribución.
En tales circunstancias, mi respeto y estimación a Feíta eran un sentimiento batallador, que me ponía en pugna con la ciudad entera, sin más excepción que Primo Cova, desde los primeros instantes abogado y padrino de Feíta. ¡Qué extraños somos! En mis diálogos con el maldiciente no me daba a mí la gana de declarar que Feíta tenía razón contra todos. Siempre que se suscitaba esta conversación con Primo Cova, recuerdo haberle llevado la contraria, y al llevársela era sincero; imaginaba que me salía de dentro reprobar la conducta de Feíta. Sin embargo, mentía: era mi yo verbal y superficial el que condenaba a la innovadora, mientras mi yo esencial y profundo, desde lo más secreto de la conciencia, abrazaba sus teorías, la aclamaba, la colocaba en un trono.
¿Al través de qué lente pude analizar la índole de los sentimientos que me inspiraba Feíta? Me reveló su naturaleza algo que, según uno de mis favoritos autores, es tan viejo como el mundo, y nació probablemente al punto y hora en que Adán vio a Eva inclinar su frente velada por luengos cabellos, y prestar la orejita cuca al silbo de la serpiente. -¡Los celos!
Muchas veces -apelo a tu experiencia, oh lector, y no te hago la ofensa de creer que no atesoras ninguna- ignoraríamos que estamos enamorados si no estuviésemos celosos. Esa herida ardiente y enconada que no afecta a una parte de nuestro organismo, sino que lo abarca todo como una quemadura extensa y profunda a la vez; que coge el amor propio -la superficie-, y penetra más adentro -hasta la sensualidad y la ternura-, esa herida, digo, nos revela el alcance de nuestra sensibilidad, descubriendo la verdadera posición de nuestra alma. Mientras creí que nadie pensaba en Feíta sino para reírse de sus extravagancias, no imaginé que podía sentir por la chiquilla más que un afecto de índole amistosa. Desde que supe que alguien había visto en ella el ideal, conocí que también en mi interior latía ese mismo sueño, y comprendí que estaba bajo el imperio del tirano del orbe. Lo comprendí con un terror tanto más grande y natural, cuanto que aquello no podía parecerse a las escaramuzas a que estaba yo habituado; al simulacro y al juego -que juego y todo me había arañado dolorosamente, a poco que me descuidase, la epidermis del corazón-. Feíta no tenía nada de común con la larga serie de mis idílicas novias, todas coquetillas, tiernas, pasivas y asiduas al amor, y muy preocupadas de santificarlo por medio de las bendiciones. Yo adivinaba que si Feíta me quisiese, si Feíta llegase a compartir mi estado síquico, lo que pudiese haber entre nosotros -llámese amorío, llámese noviazgo, llámese... otra cosa peor... o mejor... como quieran Vds. calificarla, según la severidad de sus principios o el humor de moralista que gasten, Vds. en este momento- se diferenciaría enteramente de lo que yo archivaba en el armario de mis recuerdos y en el ligero cofrecillo azul de mis esperanzas... A Feíta no la podía prever; no podía imaginar la expresión de su rostro cuando mirase rendida, ni cómo arrebolaría la emoción amorosa aquellas mejillas descoloridas por la lectura, ni qué fluido derramaría el cariño en aquellos serenos ojos de Minerva, ni cómo latiría al agitarse de amante zozobra y felicidad aquel seno de líneas apenas perceptibles bajo el paño rudo de su masculino chaquetón. ¡Peligrosísimas suposiciones, y con qué prisa me consagré a apartaros de mí! Erais las primeras gotas de un veneno mortal, y volví la cabeza rechazando vuestra copa que me convidaba. «Hagámosle -resolví- la cruz a Feíta... Ni verla, ni oírla, ni entenderla... ¡Ah! ¡Cuánta verdad dijo el que dijo que donde menos se piensa salta la liebre! Todavía creo y espero que este arrebato ha de ser un calenturón de la fantasía, y que en realidad Feíta no me ha apresado; y mientras puedo resistir y mandar en mis acciones ¡distancia, pared de hielo, y si es menester, derivativos, remedios heroicos... A cualquier precio la salud!».