Memorias de un solterón: 17
Capítulo XVII
La resolución de curar un mal de amor privándose de la vista y trato del ser querido, es como los demás remedios que suelen recetar separa la gran enfermedad sentimental: útil si el mal es leve, inútil si ya se ha apoderado del alma. Abstenerse de la vista para quitar la afición es como pretender extinguir la sed apartándose de la fuente cuyas aguas son las únicas que pueden apagarla. Yo empecé a practicar el sistema de alejamiento: salí por las mañanas a fin de no encontrarme en mi habitación cuando Feíta fuese a la librería: renuncié a dar paseos largos, por si la casualidad hacía que nos tropezásemos en algún huerto o en algún peñascal de la ribera: a casa de Neira, ni arrastro: la Pecera fue mi asilo. Mas noté que con este género de vida no me sufría a mí propio. Lo de menos era el cambio de mis hábitos: lo grave, mi estado moral: mi descontento, mi inquietud, el estéril hervor de mi fantasía, y especialmente la desagradable sensación, nueva para mí, de fastidio -preciso es llamarle por su nombre-, de tedio mortal, el verdadero cáncer del celibato, que antes no había padecido nunca, ni durante mis noviajos sosos, ni al romperlos, ni en las temporadas en que me hallé absolutamente solo conmigo mismo... Este tedio no era sino la protesta de mi sensibilidad reprimida, la plétora del corazón que quiere funcionar, que reclama su parte de emociones, de fruiciones y hasta de sufrimiento -los vapores nerviosos que, al acercarse la edad madura, obscurecen el cerebro del hombre como desequilibran el temperamento de la mujer...- Que no se puede ser impasible; que necesitamos sentir, aunque el sentir nos atormente, y que ciertos estados del alma no piden retraimiento, piden guerra y conflicto...
Desde que me impuse, como penitencia saludable, la obligación de no ver a nadie de la familia Neira -ni siquiera al papá- me entró un deseo extraordinario de saber de ella, pareciéndome que sólo en aquella casa podría quitárseme el esplín. Oía hablar continuamente de las muchachas en la Pecera, a donde concurrían por la tarde Baltasar Sobrado y el gobernador, que recibían bromas picantes, y las rechazaban con ese tono de afectación y reserva -la peor, la más sospechosa de las actitudes cuando se trata de la honra de una mujer-. Si ellos no estaban presentes, se discutían acaloradamente las probabilidades de boda: había partidarios de que Baltasar acabaría por casarse, y otros que no lo creían posible. Estos últimos alegaban, como razón concluyente, que D. Baltasar no se decidiría a contraer matrimonio mientras el compañero Sobrado le tuviese bajo la amenaza de volar con dinamita la casa, y a su padre dentro. Era público y notorio que se jactaba de realizarlo, y muchos le suponían capaz de cumplir en todas sus partes la amenaza. «Ese Sobrado es un mozo crúo» -decían-, «no se achicará. Si se casa D. Baltasar, ya puede hacerlo en secreto, largarse de Marineda y no volver en veinte años. De otra manera... ¡puum! Habrá toros y cañas». Algunos se mostraban escépticos: el compañero sería probablemente lo mismo que todos sus correligionarios, que si cumpliesen cuanto anuncian, no quedaría a vida un mosquito. Perro ladrador nunca mordedor, y no es tan fiero el león como la gente lo pinta. Que D. Baltasar se riese, que D. Baltasar no hiciese caso de espantajos, y el compañero le dejaría en paz, máxime si D. Baltasar tenía la feliz ocurrencia de señalar a la madre del compañero una pensión que permitiese a este respirar con algún desahogo y no trabajar como un negro en la imprenta de El Nautiliense -donde muchas quincenas no se cobraba, sobre todo cuando los de El Nautiliense no gozaban las dulzuras del poder...
Estas discusiones acerca del compañero eran como de encargo para avivar en mí el recuerdo y la imagen de Feíta. Siempre que se nombraba al tipógrafo, yo pensaba en la niña, y por centésima vez discurría, mortificado y sobresaltado: -«Pero podrá ser que acepte semejante galán?». -Analizaba las palabras de Feíta cuando en la librería me enteró de su encuentro con el compañero, sus expresiones de simpatía, la afirmación de que le había parecido ilustrado, la indulgencia de su modo de juzgar al joven socialista. ¿Y por qué no había de agradar este a mujer tan excéntrica, que probablemente tenía un ideal opuesto al de las demás señoritas marinedinas? ¿Qué importa una blusa, qué una gorra, qué una camisa sin planchar, a quien como Feíta desdeña formulismos y busca directamente la inteligencia y el carácter? La misma personalidad del compañero, amigote y corresponsal del célebre Pablo Iglesias; sus discursos en los meetings, su actitud de propagandista -todo añadido a su juventud y a su hermosura varonil, que sólo necesitaba algo de aliño para brillar-, eran razones más que suficientes para que Feíta pudiese ablandarse y compartir un sentimiento siempre halagüeño para la mujer.
De las angustias de los celos, tal vez la más cruel es la que podría llamarse la obsesión del rival. Extraño género de padecimiento, curiosa forma de una pasión en que todo es ilógico. Aunque mis celos no revistiesen el carácter siniestro y feroz que adquieren después de que nos ha pertenecido una mujer, la manera de ser libre y rebelde de Feíta hacía que, a pesar de su doncellez, me inspirase esa furia que sólo suele inspirar la casada: matiz psicológico difícil de explicar, pero que se comprende. Ya he dicho que esta ponzoñosa mordedura de los celos fue precisamente la que me reveló mi trastorno. Si yo pudiese esperar convalecencia, perdería la esperanza al ver que pensaba a todas horas en el compañero, y notar el singular afán que tenía de verle, de fijarme bien en su cara, de detallarla con la ardiente y sagaz ojeada del enemigo.
Fue tan terco el antojo, que empecé a rebuscar pretextos para cumplirlo. A mano tenía la excusa que siempre nos damos a nosotros mismos cuando cedemos a los impulsos desordenados de la voluntad. La comisión de D. Benicio Neira estaba sin cumplir, lo cual no me parecía justo. D. Benicio fiaba en mí; me había encargado de explorar al compañero; yo había prometido hacerlo, y la palabra obliga. Mi lealtad me impulsaba a tener una entrevista con el tipógrafo. Al menos, así quise creerlo.
Desde que hallé el pretexto, me faltó tiempo para aprovecharlo. Ansiaba la hora de encontrarme con el agitador, de saciar mi curiosidad hostil mirándole como sino le conociese. Realmente, aunque le había visto mil veces de lejos y en la calle, hoy el compañero era para mí otra persona, y su faz, su voz, su aire habían adquirido el valor y la significación que tienen los menores detalles del individuo que influye poderosamente en nuestra vida afectiva.
¿Cómo acercarme a Sobrado de manera que le permitiese acogerme sin desconfianza? Una conversación con el gobernador me dio la entrada en materia. «Sabe V., Pareja -dijo Mejía en la Pecera una noche, momentos antes de descolgar el abrigo para irse a la tertulia de Neira-, que debía algún bien intencionado prevenir a ese mocito... al compañero, vamos, al tragaldabas que trae aterrorizado a medio mando, de que si no se modera y deja en paz al amigo Baltasar, va a encontrarse con la horma de su zapato?». Al hablar así, el rostro de Mejía mostraba una dureza semiburlona, una expresión de desprecio agresivo, de mal agüero para el socialista. «Puede que ese nene se figure que yo le he de dejar ser aquí o terror dos burguezes... Ha escogido un mal momento. Tenemos instrucciones categóricas... y ejemplos del sistema que hay que seguir con los espantapueblos. Si inicia trabajos para preparar la manifestación y la huelga del primero de Mayo, se ha caído. Y aunque no los inicie, como yo vea que se siente ni el olor de la dinamita, o que la nombran solamente... No pienso anunciar medidas de represión. Eso sería dar la voz de alarma. ¡Chitito, y que se le vaya un pie al compañero!... ¿No me acompaña V. a casa de Neira? ¡Pillín! A V. le han dado calabazas, no me cabe duda...». Y Mejía se eclipsó, dejándome en posesión del recurso que necesitaba.
Avistarme con el tipógrafo no me pareció difícil. El Nautiliense salía a luz por la mañana, y se componía y tiraba de noche. El compañero no entraba a trabajar hasta las ocho bien dadas. Hacia las siete se le encontraba de fijo en un cafetucho llamado «de América», y medio escondido bajo los soportales de la Marina, casi frente al Espolón, lugar frecuentado por la gentualla del muelle. Allí me resolví a buscar a mi rival, y al otro día de mi conversación con el gobernador, entre dos luces, y vestido del modo que juzgué más a propósito para entrar en establecimiento tan ajeno a mis gustos y costumbres, pasé el umbral del cafetucho y fui resueltamente a sentarme ante una de las mesas de zinc, manchada y pegajosa de las copas y del café que en ella se había servido a los marineros y a los cargadores.
Fue uno de los momentos en que mejor he sentido la diferencia entre las clases sociales. Aquel recinto mal oliente, oscuro y angosto, con el piso sucio de gargajos y colillas, alumbrado por lámparas que atufaban y que habían señalado en el techo un círculo negro, servido por un mozo de remendada chaqueta y macilento rostro reñido con la navaja barberil desde hacía un mes, era la Pecera, era el centro recreativo del hombre de quien se me ocurría estar celoso. Allí venía a descansar de sus fatigas, a exaltarse con los periódicos, a saborear la taza del negro brebaje de infusión de bellotas, el hijo espúreo, el guripa del arroyo, el político por desesperación, el jornalero a quien yo juzgaba capaz de hacer latir el corazón de una señorita, que, por emancipada que la supongamos, no podía haber suprimido de repente los escrúpulos de delicadeza de la mujer, la cual difícilmente olvida las distancias y hasta las diferencias de jabón y de planchado en la ropa. Si yo advertía repugnancia profunda a aquel lugar innoble, vivo deseo de abandonarlo, y una especie de náusea cuando el camarero me puso delante, a petición mía, una botella de cerveza y una turbia copa, ¿qué sería para Feíta la proximidad de un obrero, de un tío de blusa, que llevaría en la piel rastros de su profesión y la atmósfera de sitios como este y otros peores?
Mi opinión, se modificó apenas entró el que yo esperaba, el compañero Sobrado, hacía quien me dirigí, tendiéndole la diestra.