Metamorfosis o El Asno de Oro (Cortegana)/Libro IX
NOVENO LIBRO
Argumento.
CAPITULO PRIMERO
De esta manera aquel carnicero traidor armaba contra mí sus crueles manos; yo, con la presencia de tan gran peligro, no teniendo consejo, ni había tiempo para pensar mucho en el negocio, deliberé huyendo escapar la muerte que sobre mí estaba, y prestamente, quebrado el cabestro, con que estaba atado, eché a correr a cuatro pics cuanto pude, echando coces a una parte y a otra por ponerme en salvo; y así, como iba corriendo, pasada la primera puerta, lancéme sin empacho ninguno dentro de la sala donde estaba cenando aquel señor de casa sus manjares sacrificales con los sacerdotes de aquella diosa Siria, y con mi ímpetu derramé y vertí todas aquellas cosas que allí estaban, así el aparador de los manjares como las mesas y candeleros y otras cosas semejantes; la cual disformidad y estrago, como vió el señor de la casa, mandó a un siervo suyo que con diligencia me tomase y como asno importuno y garañón me tuviese encerrado en algún cierto lugar, porque otra vez con mi poca vergüenza no desbaratase su convite placentero y alegre. Entonces yo me alegré con aquella guarda de la cárcel saludable, viendo cómo con mi astucia y discreta invención había escapado de las crueles manos de aquel carnicero; pero no es maravilla, porque ninguna cosa viene al hombre derechamente, cuando la Fortuna es contraria; porque la disposición y hado de la divina Providencia no se puede huir ni reformar con prudente consejo ni con otro remedio, por sagaz o discreto que sea; finalmente, que la misma invención que a mí pareció haber hallado para la presente salud, me causó y fabricó otro gran peligro, que aun mejor podría decir muerte presente. Porque un muchacho, temblando y sin color, entró súbito en la sala donde cenaban, según que los otros servidores y familiares entre sí hablaban; el cual dijo a su señor cómo de una calleja de allí cerca había entrado un poco antes por el postigo de casa un perro rabioso con gran ímpetu y ardiente furor y había embrujado todos los perros de casa; y después había entrado en el establo y mordió con aquella rabia a muchos caballos de los que allí estaban, y aun que tampoco dejó a los hombres, porque él mordió a Mitilo, acemilero, y a Epestión, cocinero, y también aquel Hipatalio, camarero, y a Apolonio, físico, y a otros muchos de casa que lo querían echar fuera; en manera que muchas de las bestias de casa estaban mordidas de aquellos rabiosos bocados, lo cual asombró a todos, pensando, por estar yo inficionado de aquella pestilencia, hacía aquellas ferocidades; así arrebataron lanzas y dardos y comenzáronse a amonestar unos a otros que lanzasen de sí un mal común y tan grande como aquél; cierto, ellos me perseguían y rabiaban más que yo, por lo cual sin duda me mataran y despedazaran con aquellas lanzas y venablos y con hachas que traían, sino porque yo, viendo el ímpetu de tan gran peligro, luego me lancé en la cámara donde posaban aquellos mis amos; entonces, bien cerradas las puertas, encima de mí velaban a la puerta hasta que yo fuese consumido o muerto de aquella y pestilencia mort y ellos pudiesen entrar sin peligro suyo; lo cual así hecho, como yo me vi libre, abracé el don de la fortuna que a solas me había venido, y lancéme encima de la cama, que estaba muy bien hecha, y descansé, durmiendo como hombre, lo cual después de mucho tiempo yo no había hecho. Ya otro día bien claro y habiendo yo muy bien descansado con la blandura de la cama, levantéme esforzado y aceché aquellos veladores que allí estaban guardándome, los cuales altercaban de mis fortunas diciendo en esta manera:
—Este mezquino de asno creemos que está fatigado con su furor y rabia, y aun lo que más cierto puede ser: creciendo la ponzoña de su rabia estará ya muerto.
Estando ellos en el término de estas variables opiniones, pónense a espiar qué es lo que hacía, y mirando por una hendedura de la puerta, viéronme que estaba sano y muy cuerdo, holgando a mi placer; y como me vieron ellos ya más seguros, abiertas las puertas de la cámara, quisieron experimentar más enteramente si por ventura yo estaba manso; y uno de aquéllos, que parece que fué enviado del cielo para mi defensor, mostró a los otros un tal argumento para conocimiento de mi sanidad, diciendo que me pusiesen para beber una caldera de agua fresca, y si yo sin temor y como acostumbraba llegase al agua y bebiese de buena voluntad, supiesen que yo estaba sano y libre de toda enfermedad, y, por el contrario, si vista el agua hubiese miedo y no la quisiese tocar, tuviesen por muy cierto que aquella rabia mortal duraba y perseveraba en mí, y que esto tal se solía guardar, según se cuenta en los libros antiguos. Como esto les pluguiese a todos, tomaron luego una gran paila de agua muy clara, que habían traído de una fuente de allí cerca, y dudando, con algún temor, pusiéronmela delante; yo me salí luego sin tardanza ninguna a recibir el agua, con harta sed que yo tenía, y abajado lancé toda la cabeza y comencé a beber de aquella agua, que asaz era para mí verdaderamente saludable. Entonces yo sufrí cuanto ellos hacían, dándome golpes con las manos, y tirarme de las orejas, y trabarme del cabestro, y cualquier otra cosa que ellos querían hacer por experimentar mi salud; yo había placer de ello hasta tanto que contra su desvariada presunción yo probase claramente mi modestia y mansedumbre para que a todos fuese manifiesta.
CAPITULO II
En esta manera, habiendo escapado de dos peligros, otro día siguiente, cargado otra vez de los divinos despojos, con sus panderos y campanillas, echacorveando por esas aldeas empezamos a caminar; y habiendo ya pasado por algunos castillos y caserías, llegamos a un lugarejo donde había sido una ciudad muy rica, según que los vecinos de allí contaban y aun parecía en los edificios caídos que había; aposentados allí aquella noche, oíles contar una graciosa historia que había acaecido de una mujer casada con un hombre pobre trabajador, la cual quiero que también sepáis vosotros. Este era un hombre que se alquilaba para ir a trabajar, y con aquello poco que ganaba se mantenían miserablemente; tenía una mujercilla, aunque también pobre, pero galana y requebrada. Un día, de mañana, como su marido se fuese a la plaza donde lo alquilaban para trabajar, vino el enamorado de su mujer y lanzóse en casa; como ellos estuviesen a su placer, encerrados en el palacio, el marido, que ninguna cosa de aquello sabía ni sospechaba, tornó de improviso a casa, y, como vió la puerta cerrada, alabando la bondad y continencia de su mujer, llamó a la puerta, silbando, porque la mujer conociese que venía; entonces la mujer, que era maliciosa y astuta para tales sobresaltos, abrazando y halagando a su enamorado, hízolo meter en un tonel viejo que estaba a un rincón de casa, medio roto y vacío, y abierta la puerta a su marido, comenzó a reñir con él, diciendo:
—¿Cómo así venís vacío y mucho despacio? ¿Metidas las manos en el seno habéis de venir? ¿No miráis nuestra grande necesidad y trabajo de nuestra vida? ¿Por qué no traéis alguna cosilla para comer? Yo, mezquina, que todo el día y toda la noche me estoy quebrando los dedos hilando y encerrada en mi casa, al menos que tenga para encender un candil; bienaventurada y dichosa mi vecina Dafne, que en amaneciendo come y bebe cuanto quiere y todo el día se está a placer con sus enamorados.
El marido, con esto convencido, dijo:
—Pues ¿qué es ahora esto? Aunque nuestro amo está hoy ocupado en un pleito y no pudo llevarnos a trabajar, yo he proveído a lo que habemos de comer: sabes, señora, aquel tonel que allí está vacío tanto tiempo ha ocupándonos la casa, que otra cosa no aprovecha, lo he vendido por cinco dineros a uno que aquí viene para que me dé el dinero y llévelo él por suyo. ¿Por qué no te levantas presto y me ayudas a que demos este tonel quebrado y viejo a quien lo compró?
Cuando esto oyó la mujer, de lo mismo que su marido decía sacó un engaño, y fingió una gran risa, diciendo:
—¡Oh qué gran hombre y buen negociador que he hallado, que la cosa que yo, siendo mujer necesitada en mi casa, tengo vendida por siete dineros, vendió en la calle por menos!
El marido contestó alegre y dijo:
—¿Quién es éste que tanto dió?
Respondió la mujer:
—Vos muy poco sabéis; ahora entró uno dentro en él para ver qué tal estaba, si era muy viejo.
No faltó a su astucia la malicia del adúltero, que luego salió del tonel alegre, diciendo:
—Buena mujer, ¿quieres saber la verdad? Este tonel, muy viejo y podrido, es abierto por muchas partes.
Y disimuladamente volvióse al marido, como que no lo conocía, y díjole:
—Tú, hombrecillo, quienquiera que eres, ¿por qué no me traes presto un candil para que, rayendo estas heces que tiene, pueda conocer si vale algo para aprovecharme de él? ¿O piensas que tenemos los dineros ganados a los naipes?
El buen hombre, no pensando ni sospechando mal, no tardó en traer el candil. Dijo al comblezo:
—Apártate un poco, hermano; huelga tú, que yo entraré a ataviar y raer lo que tú quieres.
Diciendo esto, quitóse el capote y tomó la mujer el candil; él entró en el tonel y comenzóle a raer aquellas costras. El adúltero, como vió la mujer estar bajada, alumbrando a su marido, burlábala; y ella, con astucia, metida la cabeza en el tonel, burlaba del marido, diciendo:
—Rae aquí y alli y quita esto y esto otro, mostrándole con el dedo, hasta que la obra de entrambos fué acabada.
Entonces salió del tonel, y tomando sus siete dineros, el mezquino del marido cargó el tonel a cuestas y llevólo hasta casa del adúltero. Aquí estuvimos algunos días, donde por la liberalidad de los de aquella ciudad fuimos muy bien tratados y mis amos bien cárgados de muchos dones y mercedes que les daban por sus adivinanzas.
CAPITULO III
Además de esto, los limpios y buenos de los echacuervos inventaron otro nuevo linaje de apañar dineros; el cual fué que traían una suerte sola, y ésta, aunque era una, ellos la referían a muchas cosas, porque en cada quintería de aquellas la sacaban para responder y engañar a los que les preguntaban y consultaban sobre cosas varias, y la suerte burlaban a todos, porque si algunos deseayes juntos aran la tierra, porque para el tiempo venidero nazcan los trigos alegres." Con esta suerte burlaban a todos, porque si algunos desenban casarse, y les preguntaban cómo sucedería, decían que la suerte respondía que era muy bueno para juntarse por matrimonio y para criar hijos; si alguno quería comprar una heredad, respondían que era muy bien, porque los bueyes y el yugo significaban los campos floridos y a'egres de la simiente; si alguno, solícito de caminar, preguntaba a aquel adivino o agüero, decían que era muy bueno, porque veían cómo estaban juntos y aparejados los más mansos animales de cuantos hay de cuatro pies, y siempre prometían ganancia de lo que en la tierra se sembraba; si algunos de aquéllos quería ir a la guerra o a per seguir ladrones, y preguntaba si era su ida provechosa no, respondía que la victoria era muy cierta, según la demostración de la suerte, porque sojuzgaría a su yugo las cervices de los enemigos y habría de lo que robasen muy abundante y provechosa presa. Con esta manera de adivinar y con su grande astucia engañosa no pocos dineros apañaban; pero ellos, ya cansados de tantas preguntas y de recibir dineros, aparejáronse al camino y comenzamos a caminar por una vía mucho peor que la que habíamos andado de noche, porque había muchas lagunas de agua y sartenejas, que cada rato caíamos: de una parte del camino casi la bañaba un lago grande que había allí, y de la otra parte resbaloso de un barro como de cieno; finalmente, que cayendo y tropezando, ya desportillados los pies y las manos, que apenas pude salir de allí, cansado y fatigado, llegamos a unos campos; y he aquí súbitamente a nuestras espaldas una manada de gente a caballo armada, que no podían tener los caballos, y con aquel rabioso ímpetu arremetieron a Filebo y a los otros sus compañeros y echáronles las manos a los pescuezos, llamándoles sacrilegos, irregulares y falsarios, dándoles buenas puñadas, echáronles a todos esposas a las manos y con palabras muy recias les comenzaron a apretar para que luego descubriesen dónde llevaban un cántaro de oro que habían hurtado; y que dijesen la verdad, que aquello era argumento e indicio de su maldad, que fingiendo ellos de sacrificar secretamente a la madre de los dioses que allí había, de su estrado lo hurtaron escondidamente; y pensando escapar la pena de tan gran traición, callando su partida, antes que amaneciese, salieron ellos de la ciudad. Diciendo esto, no faltó uno de aquellos caballeros que por encima de mis espaldas metió la mano debajo las faldas de la diosa que yo traía y buscando bien halló el cántaro de oro, el cual sacó delante de todos; pero con todo este tan nefario crimen, no se avergonzaron ni espantaron aquellos sucios bellacos, mas antes fingiendo un mentiroso reír, diciendo:
--¡Oh, qué crueldad! De tan indigna cosa, ¿cuántos hombres peligran no teniendo culpa: por un vasillo que la madre de los dioses presentó a su hermana Siria en don de haber tenido por huéspeda en su casa, y por esto vosotros lleváis sus sacerdotes como culpados? ¿Quebrantamos su religión para condenarnos?
Estas y otras tales mentiras baladreando ellos por demás, no se curaron aquellos caballeros y tornáronlos para atrás; y así bien atados los metieron en la cárcel; y el cántaro de oro y la diosa que yo llevaba tornáronlo a poner en su templo, donde estaban aquellos dones que allí ofrecían. Otro día sacáronme a la plaza; y otra vez me pusieron en almoneda, pregonando el pregonero a quién más da por él; y un tahonero de un lugar de allí cerca me compró siete dineros más caro que primero me había comprado Filebo, el cual molinero luego me cargó muy bien de trigo que allí había comprado; y por un camino de muchas cuestas, pedregoso y muy malo de andar, me llevó a su tahona, que aquel era su oficio: así vi muchos caballos y acémilas que traían aquellas muelas en derredor, dando vueltas siempre por un camino, y no solamente de día, pero toda la noche con lumbre hacían, volviendo continuamente aquellas tahonas; pero como yo venía de nuevo, porque no me espantase de la novedad de aquel servicio, aposentóme el nuevo señor en lugar ancho, donde estuviese, porque aquel día, primero que llegué, me dejó holgar, dándome muy bien de comer; pero aquella bienaventuranza de holgar y comer no duró más adelante, porque otro día siguiente bien de mañana yo fuí ligado a una piedra de aquéllas, que parecía ser la mayor de todas, y cubierta mi cara fuí compelido a caminar por aquel espacio redondo de la canal torcida, en manera que yo, retornando y rehollando mis pasos en la redondez de aquel término recíproco, andaba vagando por error cierto, y no olvidando mi sagacidad y prudencia, fácilmente me di a la novedad de mi servicio; y como quiera que cuando yo era hombre muchas veces hubiese visto semejantes piedras traer alrededor, pero como no sabía aquello, mintiendo que me espantaba, estaba quedo, que no quería andar, lo cual yo hacía, creyendo que como no me hallasen aparejado ni provechoso para oficio semejante, que me enviarían a otro lugar adonde hubiese más liviano trabajo; o, por ventura, me dejarían holgar y me darían de comer; pero en balde pensé yo aquella astucia dañosa, porque luego muchos de los que allí estaban se pusieron alrededor de mí con varas en las mano; y como yo estaba seguro, por tener los ojos tapados, súbitamente, dada señal y grandes voces, diéronme muchas varadas; y en tal manera con aquel ruido me espantaron, que luego, dejados todos aquellos consejos, muy sabiamente, como estaba ligado con aquellas cinchas de esparto, hice mis discursos y vueltas alegres; con esta súbita mudanza de un extremo a otro, los que allí estaban se finaban de risa.
Ya gran parte del día había molido, que andaba cansado, cuando me quitaron las cinchas de esparto con que andaba ligado a la piedra y lleváronme al pesebre; pero yo, aunque estaba bien fatigado y había menester descansar, que casi estaba perdido de hambre, pospuesto el comer, que tenía asaz delante de mí, paréme a mirar la familia y gente de aquella casa. ¡Oh Dios, y qué hombrecitos había allí pintados de las señales de los azotes que les daban, las espaldas negras de heridas y palos, con unos enjalmillos más para cobertura que vestidura; otros solamente en paños menores cubiertas sus vergüenzas, y tan rotos que casi todo se les parecía; herrados en la frente y argollas de hierro en los pies; las cabezas trasquiladas, los ojos pelados y comidas las pestañas del humo y hollín de la casa; por lo cual, todos tenían los ojos muy malos y blanqueaban con la ceniza sucia de la harina, como cuando los luchadores que quieren luchar se polvorean con tierra! Pues de mis compañeros los otros asnos y acémilas que molían, ¿qué podría decir? Cuán cansados aquellos mulos y otros jacones flacos; cerca de los pesebres, cabizbajos, royendo granzones de paja, los pescuezos desollados y llenos de llagas podridas, las narices abiertas, que de cansados no podían tomar huelgo; los pechos de muermo tosiendo y de los antepechos que les ponían para moler, todos pelados y llagados, que casi les parecían los huesos; las uñas de pies y manos alzadas hacia arriba de no errarse, y mancos de andar alrededor; todo el pellejo sarnoso de magrez y flaqueza. Mirando yo esto, temía de venir en otro tanto, y recordándome de cuando era hombre, y que había venido en tanta desventura, bajada la cabeza, lloraba, y no tenía otro solaz de mi pena sino que con mi natural ingenio, que tenía, me recreaba algo; porque, no curando de mi presencia, libremente hacía y, hablaba cada uno delante de mí lo que querían; por donde yo conocı que no sin causa aquel divino autor de la primera poesía, deseando mostrar un varón de gran prudencia entre los griegos, celebró y alabó a Ulises haber alcanzado las soberanas virtudes por haber andado muchas ciudades y conocido diversos pueblos; así que yo, recordándome de esto, hacía muchas gracias a mi asno porque me traía encubierto con su figura, ejercitándome por muchos diversos casos y fortunas; por lo cual, si no fué prudente, al menos me hizo sabedor de muchas cosas.
CAPITULO IV
Finalmente, que yo deliberé de traer a vuestras orejas una buena historia suavemente compuesta, mejor que las que he dicho, la cual comienzo. Aquel molinero que me compró era hombre de bien y de buena conversación y tenía una mujer la más pésima y mala que ninguna podía ser, con la cual él pasaba mucha pena y enojo en su casa; que por cierto yo había mancilla de aquel buen hombre, porque ningún vicio faltaba en aquella mala mujer, que todos se habían lanzado en su cuerpo como en una sucia necesaria: soberbia, cruel, lujuriosa, borracha, porfiada, avara en robar de donde pudiese, gastadora en cosas sucias, enemiga de fe y de honra, menospreciaba los dioses y mentía jurando por ellos, y con estos juramentos engañaba a todos y al mezquino de su marido; embeodábase luego de mañana y todo el día gastaba con sus enamořados. Esta mala mujer con grande odio me perseguía; que en amaneciendo, antes que ella se levantase, llamaba a los mozos y mandábales que echasen a moler al asno novicio; y como ella salía del palacio que se levantaba, allí en su presencia mandábame dar de palos; y cuando soltaban las otras bestias temprano, mandaba que a mí dejasen hasta más tarde, que no me diesen a comer; y esta crueldad suya fué causa que yo más en sus costumbres mirase; de manera que yo veía a menudo entrar un mancebo en su palacio, la cara del cual yo deseaba ver, mas no podía, por los ante ojos que traía ante los ojos; verdad es que no me faltaba astucia para descubrir en cualquiera manera la maldad que aquella mala mujer hacía a su marido; mas una vieja, que sabía la ruindad y era mensajera entre ella y su amigo, nunca partía todo el día de allí; las cuales en amaneciendo almorzaban, y el vino puro alternaban entre sí quien bebería más. La mala de la vieja alcahueta hacía estos aparatos engañosos en gran daño del triste marido, y aunque muchas veces me enojaba contra Fotis, que por hacerme ave me tornó en asno, en esta triste disformidad mía había placer, que como tenía las orejas largas, cualquier cosa que decían luego la oía aunque estuviese lejos. Un día, estando la vieja hablando con ella, decía estas palabras:
—De este mancebo, hija señora, mira bien lo que te cumple. Tú, sin mi consejo, lo amaste; él es negligente y temeroso; tiene gran miedo en ver el gesto arrugado de tu marido; y con tal enamorado frío y perezoso pasas tú mucha pena y fatiga, que querrías holgar, ahora que tienes tiempo; cuánto mejor Filesitero, aquel mancebo hermoso, gentil, hombre liberal, magnífico, y contra los celos de estos maridos esforzados; digno por cierto de ser enamorado de todas las mujeres y merecedor de traer una corona de oro en la cabeza por sola una cosa que hizo el otro día e inventó contra un casado celoso. Oyeme ahora y mira cuánta diferencia hay de un enamorado a otro. ¿Conoces un barbudo, que es alcalde de esta villa, el cual, por ser muy áspero en sus costumbres y conversación, todo el pueblo le llama escorpión? Este tiene una mujer hija de algo y muy hermosa, con mucha guarda encerrada en su casa.
A esto que la vieja decía, respondió la mujer del tahonero:
—¿Pues no la tengo de conocer? Tú, dices, mi compañera, que sabe tanto de esta arte como yo.
La vieja procedió, diciendo:
—¡Pues sabes la historia que le acontenció con este Filesitero?
Respondió la mujer:
—Yo no sé tal cosa, pero deséola saber; por esto te ruego, señora madre, que me la cuentes todo cómo pasó.
La mala vieja parlera, sin más tardar, comenzó:
—Este barbudo tenía necesidad de ir un viaje a otra parte, y como era celoso y deseaba guardar la honra de su mujer, llamó a un esclavo, por nombre Hormigón, el cual era tenido por más fiel que otro y más diligente; a éste cometió secretamente toda la guarda de su mujer, diciéndole que si no guardaba bien a su señora, de manera que ninguno pasando cerca de ella le tocase con el dedo o con la falda, que le echaría hierros y en cárcel perpetuamente donde muriese de hambre, lo cual juró y perjuró muchas veces por todos los dioses; así que con esta seguridad él se partió, dejando por recio guardián a Hormigón y bien amedrentado, el cual guardaba a su señora con tanta diligencia, que a ninguna parte la dejaba salir y de continuo estaba asentada cerca de ella, estando hilando o haciendo otras cosas que las mujeres hacen en su casa, y si alguna vez por grande necesidad iba a lavarse al baño, Hormigón iba tan apegado a ella, que las faldas llevaba en la mano, y de esta manera, con mucha sagacidad, cumplía lo que su señor le había mandado. Pero no se pudo esconder a Fiiesitero la hermosura de esta gentil mujer, porque la bondad y astidad ella, y la gran diligencia de su guarda le inflamó y puso más codicia para hacer todo lo que pudiese y ponerse a cualquier peligro que le viniese, y con esta gana propuso de combatir y expugnar la pudicicia y cosa bien guardada de la dueña, confiando y siendo cierto que la flaqueza humana, con el dinero, al cual toda dificultad es llana, se puede fácilmente derribar; que el oro por donde quiera halla entrada, aunque las puertas sean de diamantes muy fuertes. Un día andando en este pensamiento, Filesitero halló solo a Hormigón, y díjole abiertamente toda su pena y amor, rogándole con mucha cortesía que diese remedio a su tormento, porque si presto no alcanzaba lo que deseaba, su muerte era muy cierta, y que en esto no temiese, porque él iría muy secreto de noche que nadie lo sintiese y en un momento de hora se tornaría. Estas y otras persuasiones tales diciendo, añadió un grandísimo aguijón, el cual rompió y pervirtió a Hormigón por su codicia; echó mano a la escarcela y sacó treinta ducados nuevos, resplandeciendo, de los cuales dijo a Hormigón que diese veinte a su señora y tomase diez para sí. Cuando esto oyó Hormigón, espantóse de tan abominable pecado, y tapadas las orejas echo a huir, pero el resplandor y codicia que tenía del oro no le pudo huir de los ojos y del corazón; mas apartado lejos yéndose aprisa hacia casa, representábasele la hermosura de la moneda ante los ojos y deseaba apañar lo que ya tenía arraigado en el corazón. Con este pensamiento el mezquino navegaba como en las ondas de la mar, ya en una sentencia, ya en otra; de la una parte se le representaba la fidelidad, de la otra la garancia; de la una la pena con que le amenazó su señor, de la otra el deleite provechoso del oro; finalmente, que el oro venció al miedo de la muerte, de manera que la codicia del hermoso dinero por ningún espacio de tiempo se le mitigaba; antes de noche le daba tanto cuidado la avaricia del dinero, que no podía dormir, que como quiera que su señor le había amenazado que no saliese de casa, el ansia del oro le sacaba fuera, y cuando más no pudo consigo tragaba la vergüenza, y apartada de sí toda tardanza, llegóse a su señora, y secretamente a la oreja le dijo todo el negocio como pasaba; ella, con la natural liviandad, luego obligó su pudicicia al maldito metal y se prendió por apañar el dinero; cuando Hormigón oyó esto, lleno de placer y gozo deseaba ya, no solamente recibir, sino siquiera tocar aquel dinero que en precio de su fidelidad había visto por su mal, y con mucha alegría fué a decir a Filesitero aquello que tenía concertado con su señora, y pidióle luego lo que le había prometido. Cuando Hormigón vió en su mano mucha moneda de oro, que nunca la había tenido de vellón, estaba tan alegre, que luego en viniendo la noche tomó a Filesitero solo, y cubierta la cabeza lo llevó a su casa y metió en la cámara de la señora. Los nuevos enamorados estando desnudos tomando el primer fruto de sus amores, no pensando ni sospechando la venida de su marido, dió súbitamente a la puerta de su casa, y comienza a dar grandes voces y quebrar las puertas con una piedra, y cuanto más tardaba en abrirle, tanto más sospecha le ponían de lo que él tenía; así que comenzó a amenazar a Hormigón que lo mataría. Hormigón, oyendo esto y con la prisa que le daba, estaba turbado, y con la turbación no tenía consejo ni sabía qué hacerse; lo más que podía era decir que no tenía lumbre y con la obscuridad que no acertaba con la llave de la puerta, que tanto la tenía de bien guardada que no la hallaba; en tanto, Filesitero, como oyó el ruido, arrebató su ropa y vistióse, mas con la turbación no se recordó o no pudo calzarse las chinelas, y salióse de la cámara. En esto Hormigón llegó con la llave y abrió las puertas a su señor, el cual entró bramando:
—¿Esta es la fidelidad que tú tienes a tu señor?
Y como entró arremetió a la cámara; en tanto Filesitero votó por la puerta fuera de casa y Hormigón cerró las puertas. El marido, desde que vió todo seguro, ya un poco manso fuese a dormir. Otro día luego de mañana, como el barbudo se levantó, vió debajo de la cama unas chinelas que no eran de casa, las cuales había traído Filesitero cuando allí vino. El, sospechando de allí lo que podía ser, calló su dolor, que ni a su mujer ni a otro de casa dijo cosa alguna, y tomó las chinelas secretamente y metióselas en el seno, y mandó a otros siervos que le trajesen a Hormigón atado hasta la plaza. El barbudo, yendo todavía entre sí gruñendo y aprisa andando hacia la plaza, tenía por cierto que por las chinelas había de hallar al adúltero que sospechaba haber estado con su mujer. Yendo él en este pensamiento, la cara turbia, las cejas caídas y muy enojado, y tras de él Hormigón, atado, aunque no se sabía la culpa que tuviese, pero él mismo bien lo sabía, por lo cual lloraba de manera que movía los que lo veían que había mancilla, acaso Filesitero que iba a otro negocio encontró con ello, y como vió en qué manera llevaban a Hormigón, sin miedo ni turbación, recordándose que había olvidado en la cámara las chinelas y sospechando que por aquello lo llevaban así atado a Hormigón, astutamente y con su esfuerzo acostumbrado apartó a los otros siervos y arremetió con Hormigón, y con grandes voces comiénzale a dar de puñadas y dícele:
—¡Oh malvado ladrón ahorcado! Este tu señor y todos los dioses del cielo a quien tú has perjurado te hagan mal y te destruyan, que me hurtaste el otro día mis chinelas en el baño; bien mereces por cierto, y muy bien lo mereces, que mueras en estas cadenas y prisiones que ahora tienes, y aun en cárceles obscuras.
Con este engaño de Filesitero, el barbudo, que iba determinado de matar a Hormigón y puesto ya en toda crueldad, tornóse a su casa y llamó a Hormigón, al cual dió las chinelas y perdonó de muy buena gana, y le mandó que luego las tornase a quien las había hurtado.
Acabado de decir esto la viejezuela, comenzó la mujer del tahonero:
—Bienaventurada ella, que goza de la libertad de tan constante y recio enamorado; pero yo, mezquina de mí, que caí con uno que ha miedo del sonido de la muela y de la cara cubierta de aquel asno sarnoso que allí está.
Respondió la vieja:
—Pues si tú quieres, yo emplazaré a este alegre enamorado que venga delante de ti, y luego voy por él; cuando sea de noche espérame, que yo tornaré.
La buena mujer, con el ansia que tenía de ver aquel enamorado, aparejó muy bien de cenar, vinos muy preciosos, la mesa con manteles limpios, esperando su venida como de algún dios; acaso el marido cenaba aquella noche con un peraile su vecino. Ya casi a mediodía, que nos soltaban de la tahona para darnos de comer, yo no había tanto placer con la comida y descanso cuanto era porque me desataban los ojos, que libremente podía ver las artes y engaños de aquella mala mujer, hasta que ya el Sol puesto viene aquella mala vieja con el adúltero escondido a su lado. Era un mozo gentilhombre, que casi entonces nacían las barbas. Ella recibiólo cen muchos besos, abrazándolo, y sentáronse a la mesa. En comenzando a cenar los primeros bocados el marido llamó a la puerta, sin ser esperado ni creyendo que viniera tan presto; ella, de muy buena mujer, cuando lo vió comenzólo a maldecir, que las piernas tuviese quebradas y los ojos. Diciendo esto, y sobresaltada, metió el enamorado debajo de una artesa en que limpiaban el trigo y sentóse cerca de él, y con su malicia acostumbrada, disimulando tanta maldad con su rostro sereno, preguntó a su marido qué era la causa por que venía tan presto, dejada la cena de Su amigo y vecino. El comenzó a suspirar, y con mucha tristeza dijo:
—Yo me vine porque no pude sufrir tan abeminable maldad de aquella mala mujer. ¡Oh Dios, y qué mujer tan honrada, tan fiel a su marido, tan cuerda, ensuciarse ahora en una cosa tan fea! Juro por este pan que aunque yo lo viera por mis ojos no lo creyera.
Ella, incitada de estas palabras del marido, muy osada, deseando saber qué cosa era aquello, no cesaba de importunar al marido que le contase aquel negocio cómo pasaba, ni holgó hasta que él se lo contó y satisfizo a su voluntad, contando duelos ajenos y no sabía de los suyos, diciendo así:
—La mujer de este peraile mi vecino y amigo, cierto parecía mujer de vergüenza y casta, que según su buena fama y la gobernación de su casa y servicio de su marido no había sospecha mala contra ella; ahora ha caído en adulterio y maldad de su persona. Cuando íbamos a cenar a su casa ella parece que estaba holgando con su enamorado secretamente, y como llegamos, turbada con nuestra presencia, de súbito consejo provista tomó a aquel su enamorado y metiólo debajo de un azufrador de mimbres, donde tenía azufrando sus tocas que estaban junto con la mesa. Pensando ella que ya estaba seguramente escondido su enamorado, sentóse a la mesa a cenar con nosotros sin ningún cuidado ni sobresalto; entre tanto, con el gran humo del azufre embarazando el negro enamorado, y como no podía resollar debajo. del perfumador, como es vivo aquel humo, comenzó a estornudar de la parte donde estaba sentada la mujer. El marido pensó que era ella, y díjole: "Dios te ayude", como se suele decir; dió otro estornud y otro, y después estornudó tantas veces, que el marido sospechó lo que podía ser y arrojó de sí la mesa y alzó el perfumador, y halló debajo el gentil hombre, que con el gran humo estaba casi muerto, que no resollaba. Cuando lo vió, inflamado de su injuria, echó mano a su espada, que lo quería degollar, sino porque yo estaba presente y no me culpasen de la muerte de aquel hombre lo defendí, diciendo también que no curase de él, que presto moriría sin cargarnos culpa, según estaba casi ahogado de la furia y violencia del azufre. El, como vió que le haría bien, más por necesidad suya que por mi persuasión, amansado del enojo, sacó al adúltero medio vivo y echólo en una calleja cerca de su casa. Yo, como vi la revuelta, dije a su mujer que huyese a casa de una vecina en tanto que al marido se le pasaba el enojo y se le amansaba el calor de la ira y dolor del corazón, porque con la rabia no dudaba que de sí y de su mujer hiciese algún mal recado. Así que yo, enojado de lo que había acaecido en su convite, tornéme a mi casa.
Diciendo esto el tahonero, su mujer reprendía muy malas palabras a la mujer de aquel peraile, diciendo que era una mala mujer sin fe y sin vergüenza, deshonra de todas las mujeres, que, pospuesta su honra y bondad, menospreciando la honra de su marido y casa, la había ensuciado y deshonrado, por donde había perdido nombre de casada y tomado fama de burdelera; y aun añadía, encima de esto, que tales hembras merecían vivas ser quemadas. Pero ésta, instigada y amonestada de la llaga que sentía y de su mala y sucia conciencia, queriendo librar a su enamorado de la pena que tenía debajo de la artesa, ahincaba mucho a su marido que se fuese a acostar temprano. El, como lo había atajado la cena en casa de su amigo, por no irse a dormir ayuno y sin cenar, demandó a la mujer que le pusiese la mesa. Ella, aunque contra su voluntad, porque estaba para otro guisada, púsosela delantemuy de prisa y de mala gana. A mí se me quería arrancar el corazón y las entrañas habiendo visto la maldad pasada que hizo y la traición presente de tan mala mujer, y pensaba entre mí cómo descubriendo aquel engaño y maldad podría ayudar a mi señor, y a aquel que estaba como galápago debajo de la artesa hacer que todos le viesen. Estando en pena con esto, la fortuna lo hubo de proveer, porque un viejo cojo que tenía cargo de pensar las bestias, ya que era la hora de llevarnos a beber, sácanos a todos juntos, lo cual me dió causa muy oportuna para vengar aquella injuria; así que, pasando cerca de la artesa, vi que, como era angosta, tenía fuera los dedos de la mano y púsele el pie encima, apretando tan reciamente, que le desmenucé los dedos. El adúltero, con el gran dolor, dió grandes voces, y alzando de sí la artesa de manera que quedó descubierto a todos y fué publicada la maldad de aquella mala mujer. El tahonero, cuando esto vió, no se curó mucho por el daño de la honestidad de su mujer; antes, con el gesto sereno y alegre, comenzó a hablar al mozo, que estaba amarillo y temeroso de muerte, y halagándole, dijo de esta manera:
—No temas, hijo, que de mí te pueda venir mal ninguno, porque yo no soy bárbaro ni hombre rústico, ni tampoco hayas miedo que te mataré con humo de piedra azufre mortal, como mi vecino el peraile, ni tampoco te acusaré para degollarte por la severidad del derecho ni por el rigor de la ley de los adúlteros, siendo tú tan hermoso y lindo mancebo. Mas cierto yo te trataré igualmente con mi mujer, y no te apartaré de mi heredad; más comúnmente partiré contigo y sin ninguna disensión ni controversia; todos tres moraremos en uno, porque siempre yo viví con mi mujer en tanta concordia, que, según la sentencia de los sabios, siempre una cosa agradaba a entrambos. Pero la misma razón no padece ni consiente que tenga más autoridad la mujer que el marido.
Con estos halagos burlando llevó al mozo a su cámara, aunque él no quiso, y la buena de su mujer encerróla en la otra cámara, Otro día de mañana, como el Sol fué salido, llamó a dos valientes mancebos de sus criados y mandó tomar al mozo y azotarlo muy bien en las nalgas con un azote, diciéndole:
—Pues que tú eres tan blando y tierno y tan muchacho, ¿por qué engañas a tus enamoradas y andas tras las mujeres libres y rompes los matrimonios, y tomas para ti muy tempra nombre de adúltero?
Diciéndole estas palabras y otras muchas, habiéndolo muy bien azotado, echólo fuera de casa. Aquel valiente y muy esforzado enamorado, cuando se vió en libertad que él no esperaba, aunque llevaba las nalgas blancas bien azotadas de noche y de día, llorando, huyó. El tahonero dió carta de quito a la mujer y luego la echó de casa. Ella, cuando se vió desechada del marido y fuera de su casa, así con verse injuriada como con la gran malicia y natural perversidad de corazón, tornóse al armario de sus maldades y armóse de las artes que comúnmente usan las mujeres, y con mucha diligencia buscó una mala vieja hechicera, que con sus maleficios y hechizos se creía que haría todo lo que quisiose. A esta vieja dió muchas d ádivas, prometiéndole mayores, y rogó con gran afección que hiciese por ella una de dos cosas: o que amansase a su marido y le reconciliase con él, o, si aquello no pudiese acabar, que enviase alguna fantasma o algún diablo que le atormentase el espíritu. Entonces aquella hechicera comenzó a invocar los demonios y hacer cuanto pudo por tornar el corazón del marido al amor de su mujer; mas esto no sucedió como ella quería, por lo cual se enojó contra los diablos, porque de más de hacerle perder la ganancia que ya le habían prometido, parecía que la menospreciaban, y comenzó a hacer su arte contra la cabeza del mezquino del marido, para lo cual llamó el espíritu de una mujer muerta a hierro que le viniese a asombrar o matar. Aquí, por ventura, tú, lector escrupuloso, reprehenderás lo que yo digo y dirás así:
—Tú, asno malicioso, ¿dónde pudiste saber lo que afirmas y cuentas que hablaban aquellas mujeres en secreto, estando tú ligado a la piedra de la tahona y tapados los ojos?
A esto respondo:
—Oye ahora, hombre curioso, en qué manera, teniendo yo forma de asmo, conocí y vi todo lo que se ordenaba en daño de mi amo. Un día, casi a mediodía, súbitamente cerca de la tahona apareció una mujer muy fea y disforme, medio vestida de muy sucio y vilísimo hábito, los pies descalzos, magra y muy amarilla, los cabellos medio canos, llenos de ceniza, y desgreñada, colgando las greñas ante los ojos. Esta mujer o diablo echó mano al tahonero, como que le quería hablar secreto, y llevólo a su palacio; allí, cerrada la puerta, tardaba mucho, y como ya se acababa de moler todo el trigo que estaba en las tolvas, los mozos tenían necesidad de pedir más, fueron a la puerta del palacio, que estaba cerrada por dentro, y llamaron a su señor que viniese a dar trigo. Como nadie les respondía, comenzaron a dar golpes a la puerta de recio, y como estaba fuertemente cerrada, sospechando algún mal, con una palanca arrancaron y desquiciaron las puertas. Cuando entraron en el palacio la mujer no pareció, pero hallaron a su señor ahorcado de una tirante del palacio, con una soga al pescuezo, el cual con muchos llantos y lloros. Hechas sus exequias, lleváronlo a enterrar. Otro día vino su hija de otro lugar, donde era casada, mesando y dándose puñadas en los pechos, la cual sabía de la desdicha que había acontecido a su padre sin que persona se lo hubiese dicho; mas en sueños le había aparecido el espíritu de su padre, muy lloroso, atada la soga a la garganta, y le contó toda la maldad y traición de su madrastra, del adulterio que le cometiera, de los hechizos y de cómo lo hizo endemoniado descender a los infiernos, la cual, como se fatigaba mucho llorando y plañendo, los familiares de casa la consolaron e hicieron que diese espacio a su corazón y al dolor. Después, pasados los nueve días, hechos todos los oficios y exequias de su sepultura, sacaron a vender en almoneda toda la ropa y bestias como bienes de herencia.
CAPITULO V
En manera que la fortuna con su gran licencia desbarató aquella casa en breve punto, y nos derramó a todos. Yo fuí vendido en aquella almoneda y compróme un pobrecillo hortelano por cincuenta dineros, lo cual él decía que era gran precio; pero que me había comprado por tanto precio por buscar de comer para sí y para mí. En el tiempo y razón me parece demanda que yo cuente la manera de mi servicio, la cual era ésta. Aquel mi señor que me había comprado, acostumbraba bien de mañana cargado de coles y hortaliza ir a la ciudad, que estaba allí cerca, y después que había vendido su mercadería, cabalgaba encima de mí y tornábase a su huerta; entre tanto que él andaba encorvado cavando y regando y haciendo las otras cosas de su huerta, yo solamente me recreaba a todo mi placer y descansaba callando, que en otra cosa no entendía; pero en esto he aquí dónde revolviéndose los cielos y los planetas por sus números y cuenta de los días y meses, tormó el año, después de cogidas las riquezas del vino y del otoño, a las lluvias del signo de Capricornio; de manera que lloviendo continuamente de noche y de día, yo estaba encerrado en un establo sin techo y debajo del cielo, atormentado con el continuo frío; pero como no había de estar así, pues que mi señor era tan pobre que no solamente para mí no podía dar algún enjalmo, o siquiera un poco de tejado, más aun para sí no lo tenía, que con la sombra de rama de una choza donde moraba era contento; además de esto, en las mañanas hollaba aquel lodo frío y aquellos carámbanos helados con los pies descalzos, y aun no podía henchir mi vientre siquiera de los manjares acostumbrados, porque igual era la cena a mí y a mi amo, y cierto no había diferencia, pero ra bien poca: hojas de lechuga viejas, sin sabor, aquellas que de mucha vejez estaban espigadas de la simiente, tan altas como escobas, que ya el zumo de ellas se había tornado como carcoma amarga. Una noche, un hombre honrado que moraba en una aldea cerca de allí, no pudiendo llegar a su casa impedido con la obscuridad de la noche y con la mucha agua que llovía, mojado, habiendo errado el camino derecho, llegó a nuestra huerta con su caballo cansado; cual fué recibido alegremente según el tiempo; como quiera que el recibimiento no fuese muy delicado, al nenos fué necesario para su reposo. Aquel buen hombre, queriendo remunerar este beneficio que le había hecho su huésped, prometió de darle su hacienda, trigo, aceite y dos barriles de vino. No se tardó mi amo; otro día tomó un costal y dos cueros vacíos, y cabalgando encima de mí tomó su camino para aquella aldea, que sería obra de una legua de allí. Desde que hubimos andado nuestro camino, llegamos a aquellos campos donde moraba aquel buen hombre, el cual luego convidó a comer a mi amo y le dió abundantemente de yantar. Estando ellos altercando sobre el beber, acaeció un caso maravilloso: el cual fué que una gallina de las que allí había salió corriendo por medio de casa, cacareando, como hacen las gallinas cuando quieren poner sus huevos, y cuando su señor la vió, dijo:
—¡Oh buena servidora y asaz provechosa, que de mucho tiempo acá nos has servido poniendo cada día un huevo, y ahora, según yo veo, piensas en aparejarnos alguna cosa que comamos!
Y dijo a un mozo:
—Oye, tú, toma aquel canasto en que ponen las gallinas y ponlo en aquel rincón donde suele estar.
El mozo hizo lo que le fué mandado; pero la gallina, desechando el nidal acostumbrado, púsose allí delante los pies de su señor y echó un parto que no era huevo, pero era un pollo hecho con sus plumas, pies y ojos y voz perfecta, lo cual fué tenido por un anuncio de lo porvenir, y luego comenzó a andar tras de su madre. No menor agüero y que con mucha razón se podrían espantar los que lo viesen aconteció luego, el cual fué que debajo de la mesa donde comían se abrió tierra, de donde salió una fuente de mucha sangre, y de la sangre que saltaba se bañó toda la mesa. Estando ellos maravillados y espantados de este tan gran milagro, vino corriendo el despensero que tenía cargo de la bodega,, haciendo cómo to de el vino que había encerrado en los tone es y botas hervía tan reciamente y con tanto. calor como si gran fuego le metiesen debajo.
Entre tanto que esto se decía, vino por allí una comadreja, que traía de fuera una culebra muerta en la boca. Asimismo de la boca de un mastín de ganado salió una rana verde, y un carnero que estaba allí cerca arremetió con el perro y dióle un bocado que lo ahogó. Estas cosas y otras semejantes pusieron tanto miedo en los corazones de aquel señor y de todos los de su casa, que les dió mucha aflicción y los llegó a lo último de su vida y los puso en mucha fatiga, pensando qué era lo primero o lo postrero, o qué era lo más o lo menos que habían de hacer para aplacar las grandes amenazas de los dioses, y con cuáles y cuántas animalías y víctimas habían de procurar de amansar su ira. Estando ellos en este cuidado y espantable temor, vino un mozo con nuevas muy amargas para el señor de aquella casa y heredad, porque él tenía tres hijos mancebos muy bien criados y de mucha vergüenza, con los cuales a vivía muy glorioso y contento; estos mancebos tenían antigua amistad con un su vecino pobre que allí vivía una pequeña casilla, y un otro vecino rico y poderoso poseía grandes tierras y posesiones juntas a la pequeña de éste, el cual era rico y mancebo y usaba mal de la nobleza o hidalguía de su linaje; porque él tenía bandos en la ciudad y fácilmente hacía lo que quería, y así perseguía la pobreza de este su vecino como enemigo, matándole sus vacas, llevándole sus bueyes, pisándole sus panes antes que espigasen, de manera que habiéndole despojado de toda su sementera, porfiaba por destruirle los cogollos que tornaban a nacer en los terrones; usurpaba y apropiaba para sí toda la tierra, no curando de pleito que sobre ello el pobre de moviese. Entonces aquél, aunque era aldeano, como era hombre de vergüenza, viéndose despojado de lo suyo por la avaricia de aquel rico, queriendo siquiera quedar con la tierra que su padre le había dejado para donde hiciese su sepultura, aunque con mucho miedo, rogó a muchos de sus amigos que para que supiesen los términos de sus tierras, estuviesen allí presentes, y entre los otros que allí estaban vinieron estos tres hermanos por socorrer y ayudar a la fatiga y pena de este su amigo; pero aquel malvado nunca se espantó ni tuvo siquiera un poco de respeto a la presencia de todos aquellos ciudadanos que allí se juntaron, que pues no se templaba de los robos, al menos se debiera templar en sus palabras; pero aunque muy blandamente le rogaban y le halagaban aplacándole sus soberbias costumbres, él comenzó a jurar por su vida y sus hermanas que no tenía en nada la presencia de los medianeros, y que él mandaría a sus esclavos tomar aquel su vecino por las orejas y lanzarlo muy lejos de su casilla; lo cual oído por los que allí estaban, les tomó grande enojo de lo que decía. Entonces uno de aquellos tres hermanos, sin más esperar respondióle un poco serio, diciendo que por demás confiaba él en sus riquezas y amenazaba a los otros con soberbia de tirano, mayormente que los pobres, por liberal favor y ayuda de las leyes, acostumbraban muchas veces a vengarse de la soberbia de los ricos. Esta palabra encendió tanto la crueldad de aquel hombre, como suele encender el aceite a la llama, o la piedra azufre al fuego, o el azote a la furia infernal; de manera que estando fuera de seso en la extrema furia, daba voces que mandaría ahorcar a él y a todos ellos y las leyes que decían, y mandó luego soltar los perros del ganado, y otros que tenía en casa fieros y muy grandes, acostumbrados de roer los cuerpos muertos que estaban por esos campos; asimismo estaban criados y enseñados a morder y despedazar a los que pasaban por los caminos, y así sueltos, mandólos asomar contra aquéllos. Los perros, como oyeron la señal acostumbrada de los pastores, encendidos e inflamados como rabiosos, dando ladridos espantables, arremetieron en aquellos hombres, y como juntaron con ellos comiénzanlos a morder y despedazar fieramente, y aunque huían no los dejaban por eso, antes más bravamente los seguían. Entre esta muchedumbre de estrago, el menor de los tres hermanos tropezó en una piedra y quebróse los dedos del pie, de manera que cayó, y caído fué amargo manjar de aquellos perros fieros y crueles, porque luego arremetieron con el mezquino del mozo que estaba en tierra y lo hicieron pedazos, y como los otros hermanos conocieron las voces mortales de su hermano, vinieron co rriendo por ayudarle, y revueltas las capas a las manos lanzaron muchas piedras por defender a su hermano y echaron los perros de sobre él; pero nunca pudieron vencer ni quebrantar la braveza y ferocidad de ellos, porque en diciendo el mezquino del mancebo la última palabra, que fué que vengasen su muerte en aquel cruel y sucio rico, luego murió hecho pedazos.
Entonces los otros hermanos, no cierto con tanta desesperación cuanto menospreciando su vida, arremetieron hacia el rico, y con ánimos ardientes y esforzados y furioso ímpetu echaban contra él muchas pedradas. Mas aquel cruelísimo matador, ejercitado otras veces ante en muchos y semejantes ruidos, bajó la lanza, con la cual atravesó por los pechos a uno de los dos hermanos, el cual, como quiera que muerto no cayó en tierra, porque atravesado con la lanza que le pasaba gran parte por las espaldas, y teniéndolo apretado en tierra, con la fuerza de su violencia, lo alzó del suelo con el hierro de la lanza. Entonces un esclavo de aquéllos, valiente y esforzado, queriendo ayudar aquel homicida, lanzó una piedra de lejos y dió al tercero de aquellas hermanos en el brazo derecho; pero el golpe no fué nada, porque le tomó en soslayo el brazo y fué corriendo hasta los dedos de la mano; de manera que, contra opinión de todos, la piedra cayó sin hacerle mal. Este humano acaecimiento dió y administró al discreto mancebo aviso y gran esperanza de vengarse de aquel mal hombre, y fingiendo que estaba lisiado y manco de la mano, habló a aquel rico cruel de esta manera:
—Gózate con la muerte de toda nuestra familia y harta tu cmueldad hambrienta con la sangre de tres hermanos, y sepas que has triunfado muy gloriosamente siendo muertos tus aiudadanos, y como quiera que sea privado el pobre de tus heredades y tú hayas alargado cuanto quisieres las lides de las tuyas, por ventura tendrás algún vecino que resis porque ésta mi mano lerecha, que de buena gana cortara tu cabeza, por mi desdicha la tengo quebrada y caída.
La cual palabra oída por aquel furioso, enojóse, y sacada la espada, con mucha codicia arremetió al mancebo para matarlo. Como quiera que no incitó a otro más flaco que él, porque el mancebo era esforzado, y resistiendo contra él la opinión del rico, no esperando él tal cosa, abrazáse fuertemente con él y túvole el brazo con gran fuerza, y con un puñal dióle muchas puñaladas, hasta que le hizo echar la mala y sucia de su ánima, y por poderse librar de la mano de aquellos sus servidores y familiares que lo venían a socorrer, con aquel puñal que está lleno de sangre de su enemigo, luego allí se degolló. Estas eran aquellas cosas que predestinaban los prodigios agüeros y lo que habían anunciado a aquel viejo, el cual, aunque estaba cercado de tantos males, nunca pudo lanzar de sí una palabra ni lágrima siquiera; pero arrebata un cuchillo con que cortaba queso y repartía de la comida entre sus convidados, y a la manera de su hijo se dió muchos golpes por la garganta, hasta que se mató, y temblando cayó sobre la mesa, y con el arroyo de su nueva sangre lavó las mancillas de la otra prodigiosa.
CAPITULO VI
En esta manera aquel hortelano, habiendo mancilla de la desdicha y caída de esta casa en tan brevísimo punto, gimiendo gravemente este caso y echando algunas lágrimas en pago de la comida, dando golpes una mano con otra muchas veces, cabalgó encima de mí y luego nos tornamos para atrás por el camino que habíamos venido. Pero no fué la vuelta sin daño, porque un hombre alto, y según mostraba su hábito y gesto debía de ser hombre de armas de alguna hueste, encontrónos en el camino, y preguntó con una palabra muy soberbia y arrogante adónde llevaba aquel asno vacío. Mi amo, como iba aún lloroso y triste, y también como no entendía la lengua latina, no le respondió, y bajada la cabeza pasóse. El caballero, cuando esto vió, no pudo sufrir su acostumbrada soberbia, y enojado por su callar, como si le hubiera hecho una injuria, dióle de varadas con un sarmiento que traía en la mano, que le hizo caer encima de mí. Entonces el hortelano respondióle humildemente diciendo que por no saber la lengua no podía saber qué es lo que le había dicho. El caballero, con enojo, tornó a decir:
—Pues dime dónde llevas este asno.
El hortelano respondió que iba a aquella ciudad que allí cerca estaba. El caballero dijo:
—Pues yo he menester este asno, porque ha de traer con las otras acémilas de esta villa que aqut está cerca ciertas cargas de nuestro capitán. Y luego lanzó la mano y arrebatóme por el cabestro y comenzóme a llevar. El hortelano, estándose limpiando la sangre que le corría de la cabeza de una descalabradura que le había hecho con el sarmiento, rogábale otra vez que tratase bien y mansamente al compañero, lo cual le pedía diciendo que así Dios le prosperase lo que esperaba, y asimizmo decía que aquel asnillo era perezoso, y además de esto tenía una abominable enfermedad, que era gota coral, y que apenas acostumbraba a traer de cerca de allí unos pocos de manojos de berzas, y cuando llegaba con ellos ya no podía resollar, cuanto más para gran carga, que en ninguna manera era idóneo para ello. Pero desde que el hortelano vió que por ningunos ruegos suyos se amansaba el caballero, antes veía que se ensoberbecía más en su daño y que volvía el sarmiento para darle con lo más grueso de él y más nudoso quebrarle la cabeza, corrió al último remedio, fingiendo de quererle besar las rodillas para conmoverle a misericordia, y estando así bajado y encorvado, arrebató por entrambos los pies, y alzándolo arriba dió con él un gran golpe en tierra, y luego saltó encima y dióle muchas puñadas, bofetadas y bocados, y arrebató una piedra del camino y sacudióle muy bien en la cara y en las manos y en aquellos costados. El caballero, que fué echado en el suelo, ni pudo pelear ni defenderse; pero muchas veces amenazaba que si se levantaba que con su espada lo había de tajar en piezas; lo cual oído por el hortelano y apercibido, arrebatóle la espada, y lanzada muy lejos, tornóle a dar más crueles heridas. Estando él tendido en tierra y prevenido de las puñadas y heridas que le había dado aquel hortelano, no pudiendo hallar otro remedio a su salud, lo que ya solamente restaba fué que fingió ser muerto.
Entonces el hortelano tomó consigo aquella espada, y caballero encima de mí cuanto más aprisa pudo acogióse a la ciudad, que no curó solamente de ver su huerta, y fuése a casa de un amigo suyo, al cual, contadas las cosas, le rogó que lo ayudase en aquel peligro en que estaba y que lo escondiese a él y a su asno tanto hasta que por el espacio de dos o tres días él se escapase de aquel pleito y crimen. Aquel su amigo, no olvidando la antigua amistad que le tenía, recibiólo de buena gana, y a mí, atados los pies y las manos, subiéronme por una escalera en una cámara alta. El hortelano estaba abajo en casa metido en una canasta con su tapadera encima. El caballero, según que después supe, como quien se levanta de una gran beodera, titubeando las piernas y flaco con el dolor de tantas plagas, que casi con un bordón en la mano se podía sustentar, llegó a la ciudad, y confuso de su poco poder y fuerza de su flaqueza, no osó decir cosa alguna a ninguno de la ciudad; pero callando tragando su injuria habló a ciertos compañeros suyos y contóles esta su fatiga y pena. A ellos les pareció que él se debía esconder en su tienda, porque además de la injuria que había recibido, tenía el juramento que había hecho de la caballería que le fuese acusado por haber perdido su espada, y que ellos, como ya tenían señas de nosotros, pondrían mucha diligencia en buscarnos para su venganza. No faltó un traidor vecino suyo que luego descubrió que estábamos allí escondidos. Entonces aquellos sus compañeros fuéronse a la justicia, y mintiendo le dijeron que habían perdido en el camino una copa rica y de mucho precio de su capitán, y que la había hallado un hortelano, el cual no se la quería restituir, por lo cual estaba escondido en casa de un su amigo. Entonces los alcaldes, conociendo el daño y el nombre del capitán, vinieron a las puertas de nuestra posada y claramente dijeron a nuestro huésped que aquellos que tenía escondidos dentro en su casa, pues sabía que era más cierto que lo cierto, que luego nos entregase antes que incurriese en pena de su propia cabeza. Pero él ninguna cosa se espantó, antes procurando la salud de aquel que había recibido su protección y amparo, no dijo cosa de nosotros, sino que había muchos días que nunca había visto aquel hortelano. Los escuderos porfiaban el contrario, jurando por vida del emperador que allí estaba escondido y no en otro lugar alguno. Finalmente, que los alcaldes acordaron que, pues tan obstinadamente lo negaba, que lo entrasen a buscar, y luego entraron los alguaciles y otros hombres de la justicia, a los cuales mandaron que buscasen muy bien todos los rincones de casa. Ellos desde que lo hubieron hecho dijeron que ningún hombre había en toda la casa, ni asno había de los umbrales adentro. Entonces creció la contención y porfía más recia entre ellos: los escuderos decían que tenían por muy cierto que nosotros estábamos allí, y protestaban el ayuda y favor de la justicia del emperador; los otros, negaban, jurando por los dioses que no estábamos allí. Yo, cuando oí la porfía y voces que daban, como era asno curioso, con aquella procacidad sin reposo deseaba saber lo que pasaba; como bajé la cabeza por una ventanilla que allí estaba, por ver qué cosa era aquel tumulto y voces que daban, uno de aquellos escuderos acaso alzó los ojos a mi sombra que daba abajo, y como me vió, díjolo a dos, y luego levantaron un gran clamor y voces, riéndose de cómo me vieron arriba, y traídas escalas, echáronme la mano y lleváronme como a un esclavo cautivo. Ya después que se les quitó la duda y fueron certificados que estábamos allí, comenzaron con más diligencia a buscar todas las cosas de casa, y descubierta la cesta hallaron dentro el mezquino del hortelano, el cual, sacado de allí, lo presentaron ante los alcaldes, y ellos lo mandaron llevar a la cárcel pública, para que pagase la pena que merecía; y en todo esto nunca cesaron de burlar con gran risa de mi asomada a la fenestra, de donde asimismo nació aquel muy usado y común proverbio de la mirada y sombra del asno.