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Metamorfosis o El Asno de Oro (Cortegana)/Libro X

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DECIMO LIBRO



Argumento.

En este décimo libro se contiene la ida del caballero con el asno a la ciudad, y la hazaña grande que una mujer hizo por amores de su entenado, y cómo el asno fué vendido a dos hermanos, de los cuales uno era pastelero y otro cocinero; y luego cuenta la contención y discordia que hubo entre los dos hermanos por los manjares que el asno hurtaba y comía. Y de la buena vida que tuvo a todo su placer con un señor que lo compró, y de cómo se echó con una dueñia que se enamoró de él, y de cómo fué otra mujer condenada a las bestias, y una fábula del juicio de París; en fin, cómo el asno huyó del teatro donde se hacían aquellos juegos.

CAPITULO PRIMERO

Que trata cómo tornando a colocar el asno por el caballero, le llevó a residir a una ciudad, en la cual sucedió un notable acontecimiento a una mala mujer por amores de un su entenado.

Otro día siguiente no sé qué fué ni qué se hizo de mi amo el hortelano; pero aquel caballero que por su gran cobardía y poquedad fué muy bien aporreado, quitóme de aque' pesebre y llevóme al suyo, sin que nadie se lo contradijese; después desde allí de su tienda, según que a mí me parecía que debía ser suya, muy bien cargado de sus alhajas y adornado, y armado a guisa de galán, porque resplandecía con un yelmo muy luciente y un escudo más largo que todos los otros, y una lanza muy larga y reluciente, la cual el había compuesto con mucha diligencia encima de lo más alto de la carga, de la manera como la llevaban enristrada, lo cual él no hacía tampoco por causa de enseñarse cuanto por espantar los mezquinos de los caminantes que encontrase. Después que pasamos aquellos campos, no con mucho trabajo, por ser el camino llano, llegamos a una ciudad pequeña, y no fuimos a posar al mesón, sino a casa de un capitán de peones su amigo, y luego como llegamos encomendóme a un esclavo, y él fuése muy aprisa a sú capitán, que tenía la capitanía de mil hombres de armas. Después de algunos días que allí estábamos, aconteció una hazaña muy terrible y espantable, la cual, por que vosotros también sepáis, acordé poner en este libro. Aquel decurio o capitán señor de esta posada tenía un hijo mancebo buen letrado, en consecuencia de lo cual él era adornado de modestia y piedad, el cual tú desearías para tí otro tal. Muerta la madre mucho tiempo había, su padre se casó segunda vez, y esta segunda mujer parió otro hijo, que ya pasaba de doce años; la madrastra, resplandeciendo en casa del marido más en la hermosura de su persona que en las costumbres y virtudes, o que naturalmente fuese sin castidad y vergüenza, o que por su hado fuese compelida a un extremo vicio; finalmente, que ella puso los ojos en su entenado. Ahora tú, buen lector, has de saber que no lees fábula de cosas bajas, sino tragedia de altos y grandes hechos, y que has de subir de comedia a tragedia. Aquella mujer, en tanto que en aquellos principios el amor tierno y pequeño se criaba, como era aún flaco en las fuerzas, ella reprimiendo su delgada vergüenza fácilmente callando lo resistía; pero después que el fuego cruel del amor se encerró en sus entrañas, el furioso amor sin ningún remedio la quemaba, en tal manera, que sucumbió y obedeció al cruel dios de amor, y fingiendo enfermedad mintió, diciendo que la llaga del corazón estaba en la enfermedad del cuerpo; ninguno hay que no sepa que todo el detrimento de la salud y del gesto conviene por regla cierta y común también a los enfermos como a los enamorados: la flaqueza y color amarillo de la cara, los ojos marchitos, las piernas cansadas, el reposo sin sueño, grandes suspiros y luengos con mucha fatiga. Quienquiera que viera a esta dueña, creyera que estaba atormentada de ardientes fiebres, sino que lloraba. ¡Guay del seso e ingenio de los médicos!, ¡qué cosa es la vena del pulso o qué cosa es la poca templanza del calor!; ¡qué es la fatiga del resuello y las vueltas continuas de un lado a otro sin reposo, ch buen día!; ¡cuán fácilmente se descubre el mal del amor, no solamente al médico que es letrado, pero a cualquier hombre discreto, especialmente cuando ves a alguno ander sin tener calor en el cuerpo! Así ella, reciamente fatigada con la poca paciencia del amor, rompió el silencio de lo que callaba mucho tiempo había y envió a llamar a su hijo, el cual nombre de hijo ella rayera y quitara de muy buena gana, por causa de no haber del mismo vergüenza. El mancebo no tardó en obedecer el mandamiento de su madre enferma, y con el gesto triste y honesto entró en la cámara de la mujer de su padre y madre de su hermano, para servirle en todo lo que le mandase; pero ella, fatigada gran rato de un penado si encio, estando atada en un vado de mucha duda, cualquier palabra que pensaba ser muy convenible para la presente habla tornaba otra vez a reprobarla, y con la gran vergüenza tardábase, que no sabía por dónde comenzar. El mancebo, que ninguna cosa sospechaba, abarajados los ojos le preguntó qué era la causa de su presente enfermedad. Entonces ella, hallando ocasión muy dañosa, que es la soledad, prorrumpió en osadía, y llorando reciamente, poniendo la ropa delante la cara, temblando, le comenzó a hablar brevemente de esta manera:

—La causa y principio de este mi presente ma', y aun la medicina para él y toda mi salud y remedio, tú solo eres; porque estos tus ojos, que entraron por los míos a lo íntimo de mis entrañas, mueven un cruel entendimiento en mi corazón, por lo cual te ruego que hagas mancilla de quien por tu causa muere, y no te espante que pecas contra tu padre, al cual antes guardarás su mujer, que está para morir; porque conociendo yo su imagen en tu cara, con mucha razón te amo; ahora tienes tiempo, por estar sólo conmigo; tienes espacio harto para cumplir lo que te ruego, porque lo que nadie sabe no se puede decir que es hecho.

El mancebo, cuando esto oyó, turbado de tan repentino mal, como quiera que se espantase y aborreciese tan gran crimen, no le pareció de exasperarla con la severidad presta de su negativa, antes tuvo por mejor de amansarla con dilación de cautelosa promisión; así que le prometió liberalmente, diciéndole que se esforzase y curase de sí y de la salud hasta que su padre se fuese a alguna parte y hubiese tiempo libre para su placer. Diciendo esto apartóse de la mortal vista de su madrastra, y viendo que una traición y mal tan grande de la casa de su padre había menester mayor consejo, fuese luego a un viejo su ayo que lo había criado, hombre de buen seso, al cual no pareció otro mejor consejo, habiendo platicado muchas veces en ello, sino que el mancebo huyese lo más aceleradamente que pudiese, escapar de la tempestad de la cruel fortuna; pero la madrastra, como no tenía paciencia de esperar siquiera un poco, fingida cualquier causa, persuadió a su marido con maravillosas artes y palabras, que luego se fuese a unas aldeas que estaban bien lejos de allf; lo cual hecho, ella, con su locura apresurada, viendo que había lugar para su esperanza, demandóle con mucha instancia que cumpliese con ella el plazo de lo que le había prometido; pero el mancebo excusábase diciendo ahora una causa y después otra, apartándose de su abominable vista cuanto podía, hasta tanto que por los mensajeros que le había enviado, conociendo ella manifiestamente que le negaba la promesa por él hecha, con la mudanza de su variable ingenio, prestamente mudó su nefando amor en odio mortal, y llamado luego por ella un su esclavo muy malo y aparejado para toda maldad y traición, comunicó con él todo este negocio y pensamiento malvado que ella tenía, lo cual entre ellos platicado, no les pareció otro mejor consejo que privar de la vida al mezquino del mancebo. Así que, incontinenti, ella envió a aquel ahorcadizo para que trajese veneno que matase prestamente; el cual trajo diligentemente desatado en vino, fué aparejado para matar a su entenado que estaba sin culpa. En tanto que la malvada hembra y su esclavo deliberaban entre sí de la oportunidad y tiempo para podérselo dar, acaso el hermano menor, hijo propio de la mala mujer, viniendo de la escuela a hora de comer, comenzó a almorzar, y como hubo sed bebió de aquel veneno que halló, no sabiendo la ponzoña y engaño escondido que allí dentro estaba; después que hubo bebido la muerte que estaba aparejada para su hermano, cayó en tierra sin ánima y vida. El bachiller, su maestro, conmovido de la arrebatada muerte del mozo, comenzó a dar grandes aullidos y clamores, que la madre y toda la casa alborotó. Conocido el caso del veneno mortal, cada uno de los que allí estaban presentes acusaban a los autores de tan extremada traición y maldad; pero aquella cruel y mala hembra, ejemplo único de la malicia de las madrastras, no conmovida por la muerte de su hijo, ni por el parricidio que ella misma había hecho, ni por la desdicha de su casa, ni por el enojo de su marido, ni por la fatiga del enterramiento del hijo, procuró venganza muy presta, por donde causó daño para toda su casa. Así que, muy presto, despachó un mensajero que fuese a su marido y le contase la muerte de su hijo y el daño de su casa. Cuando el marido oyó estas nuevas, tornóse del camino, y entrando en casa, luego ella con gran temeridad y audacia comenzó a acusar y decir que su hijo era muerto con la ponzoña del entenado, y en esto no mentía ella, porque el muchacho su hijo había prevenido la muerte que estaba ya destinada y aparejada para el mancebo; pero ella fingía que su hijo era muerto por maldad del entenado, a causa que ella no quiso consentir en su malvada voluntad, con la cual había tentado de forzarle, y no contenta con estas grandes mentiras, añadía que por que ella había descubierto esta traición, él la amenazaba de matarla con un puñal. Entonces el desventurado del marido, herido de la muerte de dos hijos, fatigábase que no cabía en sí con la tempestad de tan gran pena y tribulación como aquella, porque ya él veía delante de sí enterrar al más pequeño, y también sabía de cierto que el otro había de ser condenado a pena de muerte por el pecado del incesto con su madrastra y por el parricidio de su hermano. En esta manera las mentirosas lágrimas de su muy amada mujer le pusieron en extrema enemistad de su hijo. Apenas eran acabadas las exequias del enterramiento del hijo, cuando luego desde allí se partió el desventurado viejo, regando su cara con lágrimas continuas y sus canas ensuciadas con ceniza, y muy aprisa se lanzó en la casa de la justicia, y allí, llorando y con muchos ruegos, besando en las rodillas de los jueces, no sabiendo los engaños de su malvada mujer, trabajaba cuanto podía porque ahorcasen al otro mancebo su hijo, diciendo que habla cometido crimen de incesto, ensuciando la cama de su padre, y que era homicida habiendo muerto a su hermano, y que era un matador que había amenazado de matar a la madrastra; finalmente, que él llorando inflamó a los jueces y a todo el pueblo, con tanta mancilla de él y tanta indignación contra el mancebo, que dejada la orden y dilación del juzgar y las manifiestas probanzas de la acusación, y los rodeos y dilaciones del responder, que todos a una voz clamaban y decían que aquel público mal, públicamente se había de vengar, haciendo allí cubrir de piedras. Los jueces, considerando y habiendo miedo de su propio peligro, porque de los pequeños comienzos de indignación acontece muchas veces proceder gran sedición y cuestiones para perdimiento de las leyes de la ciudad, parecióles que era bien rogar a los oficiales de la justicia, y, por otra parte, refrenar al pueblo para que derechamente y por las leyes de los antiguos el proceso se hiciese, y oídas las partes y bien examinado el negocio civilmente, fuese la sentencia pronunciada, y no a manera de ferocidad de bárbaros, de potencia de tiranos, fuese condenado alguno, sin ser oído, y que en paz sosegada se diese un ejemplo tan cruel que todo el mundo lo supiese. Este saludable consejo plugo a todos, y luego mandaron al pregonero que llamase a todos los senadores, que viniesen a cabildo, los cuales venidos y sentados en sus acostumbrados lugares, según la orden de la dignidad de cada uno, el pregonero otra vez llamó y vino el acusador. Entonces, asimismo, por llamamiento del pregonero, entró el reo, y el pregonero amonestó a los abogados de la causa, según la costumbre del senado y leyes de Atenas, que no curasen de hacer proemios en la causa ni conmoviesen a los que allí estaban haber mancilla.

Estas cosas en esta manera pasadas supe yo, que las oí a muchos que hablaban en ello; pero cuántas alteraciones hubo de una parte a otra, y con qué palabras el acusador decía contra el reo, y cómo el reo se defendía y deshacía su acusación, estando yo ausente, atado al pesebre, no lo pude bien saber por entero, ni las demandas, ni las respuestas y otras palabras que entre ellos pasaron; y por esto no os podré contar lo que no supe; pero lo que oí, quise poner en este libro.

CAPITULO II

Cómo, por industria de un senador antiguo y sabio, fué descubierto el delincuente, y ahorcado el esclavo, y desterrada la mujer, y libre el entenado.

Después que fué acabada la contención entre ellos, plugo a los jueces de buscar la verdad de este crimen por cierta probanza y no dar tanta conjetura a la sospecha que del mancebo se decía; y mandaron que fuese traído allí presente aquel esclavo muy diligente que afirmaba que él solo sabía cómo había pasado el negocio; y venido aquel bellaco ahorcadizo, ningún empacho ni turbación tuvo, ni de ver un caso de tan gran juicio, ni de ver tampoco aquel senado, donde tales personas estaban, o a lo menos de su conciencia culpada, que él sabía bien que lo que había fingido era falso, lo cual él afirmaba como cosa muy verdadera, diciendo de esta manera: que aquel mancebo, muy enojado de su madrastra, lo había llamado y díjole que por vengar su injuria había muerto a su hijo de ella, y que le había prometido gran premio porque callase, y porque él dijo que no quería callar, el mancebo le amenazó que lo mataría, y que el dicho mancebo había destemplado con su propia mano la ponzoña, y la había dado al esclavo para que la diese a su hermano; pero él, sospechando que el crimen se descubría, no quiso tomar aquel vino ni darlo al muchacho, y que, en fin, el mancebo con su mano propia se lo había dado. Diciendo estas cosas, que parecían tener imagen de verdad, aquel azotado, fingiendo miedo, acabóse la audiencia; lo cual oído por los jueces, ninguno quedó tan justo y tan derecho a la justicia del mancebo que no le pronunciase ser culpado manifiestamente de este crimen, y como a tal lo debían meter en un cuero de lobo y echarlo en el río como a parricida, y como ya las sentencias y votos de todos fuesen iguales y estuviesen firmadas de la mano de cada uno, para echarlos en un cántaro de cobre, según su perpetua costumbre, de donde después de echados los votos no se podían sacar ni convenía mudar cosa alguna, porque la sentencia era pasada en cosa juzgada y no restaba otra cosa sino entregarlo al verdugo para que cumpliese la justicia, uno de aquellos senadores, el más viejo y de mejor conciencia de todos, hombre con mucha autoridad, letrado y médico, puso la mano encima de la boca del cántaro, porque ninguno temerariamente echase su voto dentro, y dijo a todos en esta manera:.

—Yo me gozo y soy alegre de haber vivido tanto tiempo, que por mi edad vosotros, señores, me habéis de tener en alguna reputación, y por esto no consentiré que, acusado ei reo por falsos testigos, se haya de perpetrar manifiesto homicidio, ni consentiré que vosotros, que jurasteis de juzgar bien y fielmente, vosotros os perjuréis, siendo engañados por mentira de un esclavo; porque, cierto, yo, engañando a mi conciencia y menospreciando a Dios, no podía pronunciar injustamente contra éste; así que oíd ahora y conoced todos cómo pasa este negocio: este ladrón, muy diligente por comprar ponzoña que luego matase, vino a mí poco ha, y ofrecíame cien sueldos de oro por que se lo diese, diciendo que lo había menester para un enfermo, el cual estaba muy fatigado en enfermedad de hidropesía, de la cual no podía sanar y deseaba morir por librarse del tormento que con la vida tenía. Yo, viendo que este azotado parlaba mucho y decía cosas livianas, no satisfaciéndome, antes, siendo cierto que él procuraba alguna traición, díle aquel brebaje, pero mirando a la verdad, que se podría saber, no quise recibir luego el precio que me daba, y díjele: "Porque quizás por ventura alguna de estos sueldos que me das no se hallase falso o engañado, vedlo aquí en esta taleguilla; séllalos con tu anillo hasta que mañana venga un cambiador y los pese y vea si son buenos." De esta manera él selló los dineros en la taleguilla, la cual, luego que éste fué presentado en juicio, yo hice muy prestamente traer de mi botica a uno de mis criados, y ved'a aquí en vuestra presencia; véala él y conozca su sello; porque la verdad es ésta: ¿en qué manera se puede acusar al hermano de la ponzoña que éste compró?

Entonces tomó un gran miedo y temblor al bellaco del csclavo, y en lugar de color de hombre sucedió una amarillura infernal, y un sudor frío manaba por todos sus miembros, y comenzóse a conmover de una parte a otra, que no se podía tener scbre los pies, y rascanse en la cabeza, ahora a un cabo, ahora a otro, y la boca medio cerrada, tartamudeando, comenzó a decir ciertas mentiras y necedades, en tal manera que ninguno de los que allí cstaban podía creer que él estaba fuera de culpa; pero esforzándose en su maldad, negaba con grandísima constancia y no dejaba de acusar al médico que no decía verdad; el cual, por la honestidad y autoridad de su juicio, viendo que en su presencia le negaban su fe y verdad, con mayor esfuerzo comenzó a reprenader a aquel ladronazo, hasta tanto que por mandado de los jueces los hombres de pie de la justicia tomaron las manos de aquel esclavo maligno y sacáronle un anillo de hierro, el cual, puesto sobre el sello que estaba en el talegón, fué conocido que era aquél, y con esta comparación fué creída la sospecha que tenían contra él; por lo cual luego fueron allí aparejados géneros de tormentos; pero él, obstinado en su presunción, nunca quiso confesar la verdad con azotes ni con tormentos que le diesen, aunque lo pusieron en tormento de fuego. Entonces el físico dijo:

—Por Dios, yo no sufriré que contra derecho vosotros condenéis a muerte a este inocente mancebo, ni tampoco consentiré que este esclavo, burlando de nuestro juicio, escape y huya de la pena de su traición y maldad, porque yo os daré evidente y manifiesto argumento de este presente negocio, el cual es que, como este malvado pensase comprar ponzoña matadora y yo no creyese que a mi oficio conviene dar a ninguno causa de muerte, porque la medicina no fué hallada para muerte, sino para salud de los hombres, temiendo que si yo negase de darle ponzoña quizá por la mala respuesta le daría camino para su maldad, porque podría ir a otro y comprar de él esta mortífera poción, o, por ventura, con algún cuchillo u otro linaje de arma, acabaría la traición que había comenzado, acordé darle, no ponzoña, mas otra poción soñolienta de mandrágora, que es muy famosa para hacer dormir gravemente, y da un sueño semejante a la muerte, y no es maravilla que este ladrón, como muy desesperado, siendo cierto que le han de dar pena de muerte, sufriese fácilmente estos tormentos que le han dado como manda el derecho, teniéndolos por muy livianos. Pero si es verdad que el muchacho bebió aquel brebaje que por mis manos fué templado, él es vivo y reposa y duerme, y en quitándosele el sueño grave que tiene, despertará y tornará a esta luz, y si él verdaderamente es muerto o verdaderamente fué prevenido con la muerte, buscad las causas de ello de otra parte, que yo no las sé.

En esta manera hablando aquel viejo, plugo a todos los que decía, y fueron luego con mucha prisa al sepulcro donde estaba el cuerpo de aquel mozo, que casi ninguno de los jueces ni de los principales de la ciudad, ni aun tampoco de los del pueblo, quedó que no fuese allí con mucha curiosidad por ver aquel milagro. En esto he aquí su padre, que con sus propias manos, alzada la oobertura de la tumba, si os place, apartado ya el Imortal sueño, halló a su hijo que se levantaba, después de haber pasado los fines y término de la muerte, y abrazándolo fuertemente, diciendo palabras convenientes al gozo presente, enseñólo al pueblo, y así como estaba amortajado y ligadas las manos y con sus fajas envuelto, lo llevaron a la casa de la justicia.

Así que en esta manera descubierta y parecida líquidamente la traición del malvado siervo y de la pésima mujer, la verdad desnuda y clara pareció en presencia de todos, y la madrastra fué desterrada perpetuamente, y el esclavo fué ahorcado, y al buen médico, de consentimiento de todos, fueron dados los sueldos en precio de aquel oportuno sueño; y la fortuna famosa y digna de memoria de aquel viejo hubo el fin digno a sus merecimientos por la divina providencia, porque en un momento, y aun se puede decir que en un pequeño punto, después del peligno en que estuvo de perder sus hijos, súbitamente fué hecho padre de aquellos dos mancebos.

CAPITULO III

Cómo el asno fué vendido a un cocinero y a un panadero, hermanos, y cómo hallándole un caballero comiendo un día buenos manjares, se le tomó y le encargó a un su criado, que le enseñó a bailar y otras cosas notables.

Yo en aquel tiempo andaba revuelto en las ondas de los hados de la fortuna. Aquel caballero que me había comprado, sin que nadie me vendiese, y me hizo suyo sin que por mí diese precio alguno, húbose de partir a Roma por mandado de su capitán, haciendo lo que era obligado, a llevar ciertas cartas para un gran príncipe, y antes que se partiese vend óme a dos siervos hermanos, sus vecinos, por once dineros. Estos tenían un señor rico, y el uno de ellos era panadero, que hacían pan y pasteles y fruta y de otros manjares; el otro, cocinero, que hacía manjares más sabrosos de zumos y otras salsas y manjares delicados. Estos dos hermanos moraban ambos en una casa, y compráromme para traer platos y escudillas y lo que era menester para su oficio; de manera que yo fuí llamado como un tercer compañero entre aquellos dos hermanos para andar por las aldeas de aquel cabailero y traer todo lo que era menester para su cocina; y, ciertamente, en ningún tiempo yo experimenté tan benévola mi fortuna; porque a la noche, después de aquellas abundantes cenas y sus esplendidísimos aparatos, mis amos acostumbraban traer a su casilla muchas partes de aquellos manjares. El cocinero traía grandes pedazos de puerco, de pollos y de pescado y otras maneras de comer; el panadero traía pan y pedazos de pasteles y muchas frutas de sartén, así como juncadas y pestiños, anzuelos y otras frutas de miel; lo cual todo dejaban encerrado en su cámara para comer y se iban a lavar al baño, en tanto yo comía y tragaba a mi placer de aquellos manjares que Dios me daba, porque tampoco yo era tan loco ni tan verdadero asno que, dejados aquellos tan dulces y sabrosos manjares, cenase heno áspero y duro. Esta manera y artificio de comer a hurto me duró algunos días, porque comía poco y a miedo, y como de muchos manjares comía lo menos, no sospechaban ellos engaño ninguno en el asno; pero después que yo tomé mayor atrevimiento en comer, tragaba lo más principal de lo que allí estaba, y como yo escogía lo mejor y más dulce, no pequeña sospecha entró en los corazones de los hermanos, los cuales, aunque de mí no creyesen tal cosa, pero con el daño cotidiano, con mucha diligencia procuraban saber quién lo hacía. Finalmente, que ellos, el uno al otro, se acusaban de aquella rapiña y fealdad, y en adelante pusieron cuidado diligente y mayor guarda, contando los pedazos y partes que dejaban; y como' siempre faltaba, rompiendo, en fin, el velo de la vergüenza, el uno all otro habló de esta manera:

—Por cierto, ya esto ni es justo ni humano menospreciar o disminuir cada día más la fe que está entre nosotros, hurtando lo principal que aquí queda, y aquello vendido, acrecentando escondidamente su caudal, de esto poco que queda, querer llevar su parte igual; por ende, si a ti no te place nuestra compañía, podemos quedar hermanos en todas las otras cosas y apartarnos de este vínculo de comunidad, porque, según yo veo, esta querella procede en infinito, de donde nos puede venir gran discordia.

El otro hermano le respondió:

—Por Dios, que yo alabo esta tu constancia, que has querido prevenir la querella a lo que hasta ahora es secretamente hurtado, lo cual yo, sufriendo muchas días ha, entre mí mismo me he quejado, porque no pareciese que reprendía a mi hermano de un hurto de tan poco valor como éste; pero bien está, pues, que nos habemos descubierto, para que por mí y por ti se busque el remedio de nuestro daño, y la envidia, procediendo calladamente, no nos traiga contenciones, como entre los dos hermanos Eteocles y Polinices, que el uno al otro se mataron.

Estas y otras semejantes palabras, dichas el uno al otro, juraron cada uno de ellos que ningún engaño ni ningún hurto habían hecho ni cometido; pero que debían por todas vías y artes que pudiesen buscar al ladrón que aquel común daño les hacía, porque no era de creer que el asno que allí solamente estaba se había de aficionar a comer tales manjares, pero que cada día faltaban los principales y más preciados manjares; además de esto, en su cámara no había muy grandes ratones ni moscas, como fueron otro tiempo las arpías, que robaban los manjares de Phines, rey de Arcadia. Entre tanto que ellos andaban en esto, yo, cenado de aqueflas copiosas cenas y bien gardo con los manjares de hombre, estaba redondo y lleno, y mi cuerpo, ablandado con la hermosa grosura, y criado el pelo, que resplandecía; pero esta hermosura de mi euerpo causó gran deshonra y vergüenza para mí, porque ellos, movidos de la grandeza no acostumbrada de mi cuerpo, y viendo que el heno y cebada que me echaban cada día se quedaba allí, sin tocar en ello, enderezaron toda su sospecha contra mí, y a la hora acostumbrada hicieron como que se iban al baño, y, cerradas las puertas de la cámara, como solían, pusiéronse a mirar por una hendedura de la puerta, y viéronme cómo estaba pegado con aquellos manjares. Entonces ellos, no curando de su daño y maravillándose de los monstruosos deleites del asno, tornaron el enojo en muy gran risa, y llamado el otro hermano y después todos los servidores de la casa, mostráronles la gula que no se puede decir, y digna de poner en memoria, de un asno perezoso; finalmente, que tan gran risa y tan liberal tomó a todos, que vino a las orejas del señor, que por allí. pasaba, el cual preguntó qué buena cosa era aquella de que tanto reía la familia. Sabido el negocio que era, él también fué a mirar por el agujero, de que hubo gran placer, y tan gran risa le tomó, que le dolían las ingles riendo, y abierta la cámara, sentóse y allí comenzó a mirar de cerca. Yo, cuando esto vi, parecióme que veía la cara alegre de la fortuna, que en alguna manera ya más blandamente me favorecía, y ayudándome el gozo de los que estaban presentes, ninguna cosa me turbaba, antes comía seguramente, hasta tanto que, con la novedad de aquella visita, el señor de casa, muy alegre, mandóme llevar, y él mismo por sus manos me llevó a su sala, y puesta la mesa, mandóme poner en ella todo género de manjares enteros, sin que nadie hubiese tocado en ellos. Yo, como quiera que ya estaba algún tanto harto de lo que había comido, pero deseando hacerme gracioso al señor y que él me tuviese en algo, comía de aquellos manjares como si estuviera muy hambriento. Ellos, por informarse bien si yo era manso, aquello que creían que principalmente aborrecen los asnos, aquello ponían delante por ver si lo comería, así como carne adobada, gallinas y capones salpimentados, pescados en escabeche. Entre tanto que esto pasaba, había muy gran risa entre los convidados que allí estaban, y un truhán que allí estaba, dijo:

—Dad alguna otra cosa a este mi compañero.

A lo cual respondió él señor, diciendo:

—Pues tú, ladrón, no has hablado neciamente, que muy bien puede ser que este nuestro comensal desee beber de buena gana de este vino.

Y luego dijo a un paje:

—Daca aquella copa de oro, y diligentemente lavada, hínchala de vino y da de beber a mi truhán, y aunque dile cómo yo beba antes que él.

Los convidados que estaban a la mesa estuvieron muy atentos esperando lo que había de pasar. Entonces yo, no espantado por cosa alguna, muy a espacio y muy a mi placer, retorciendo el labio de abajo a manera de lengua, de un golpe me llevé aquella grandísima copa; y luego todos a una voz con gran clamor me dijeron:

—Dios te dé salud, que tan bien lo has hecho.

En fin, que aquel señor, lleno de gran placer y alegría, llamó a sus dos criados que me habían comprado y mandóles dar por mí cuatro veces tanto de lo que me habían comprado, y a mí dióme a otro su criado muy privado suyo y rico, haciéndole un gran sermón al principio en recomendación mía, el cual me criaba asaz humanamente y como a un su compañero, y porque su amo lo tuviese más acepto, procuraba cuanto podía de darle placer con mis juegos, y primeramente me enseñó a estar a la mesa sobre el codo; después también me enseñó a luchar y a saltar, alzadas las manos, y porque fuese cosa maravillosa, me enseñó a responder a las palabras por señales. En tal manera, que cuando no quería meneaba la cabeza, y cuando algo quería, mostraba que me placía bajándola, y cuando había sed, miraba al copero, y haciendo señal con las pestañas, demandábale de beber. Todas estas cosas fácilmente las obedecía yo y hacía porque, aunque nadie me las mostrara, las supiera muy bien hacer; pero temía que si por ventura, sin que nadie me enseñase yo hiciera estas cosas, como hombre humano, muchos, pensando que podría venir de esto algún cruel presagio, que como a monstruo y mal agüero me matarían y darían muy bien de comer conmigo a buitres.

CAPITULO IV

En el cual relata el asno el estado de su señor, y cómo venidos a la ciudad de Corinto, tuvo acceso con una valerosa matrona que por aquella noche le alquiló para holgar con él en uno.

Ya andaba públicamente gran rumor y fama cómo yo, con mis maravillosas artes y juegos, había hecho a mi señor muy afamado y acatado de todos. Cuando iba por la calle decían: "Este es el que tiene un asno que es compañero y convidado, que salta y lucha y entiende las hablas de los hombres, y expresa el sentido con señales que hace." Ahora lo demás que os quiero decir, aunque lo debiera hacer al principio; pero al menos relataré quién es éste, o de dónde fué nacido. Thiaso, que por tal nombre se llamaba aquel mi señor, era natural de la ciudad de Corinto, que es cabeza de toda la provincia de Acaya; según que la dignidad de su nacimiento lo demandaba, y de grado en grado había tenido todos los oficios de honra de la ciudad, y ahora estaba nombrado para ser la quinta vez cónsul, y porque respondiese su nobleza al resplandor de tan gran oficio en que había de entrar, prometió de dar al pueblo tres días de fiestas y juegos de placer, extendiendo largamente su liberalidad y magnificencia. En fin, tanta gana de la gloria y favor del pueblo, que hubo de ir a Tesalia a comprar bestias, fieras grandes y hermosas, y a traer siervos para el juego de la esgrima. Después que hubo a su placer comprado todas las cosas que había menester, aparejó de tornarse a su casa, y menospreciadas aquellas ricas sillas en que lo traían, y pospuestos los carros ricos, unos cubiertos del todo y otros descubiertos, que allí venían vacíos y los traían aquellos caballos que nos seguían, y dejados asimismo los caballos de Tesalia y otros palafrenes galos, a los cuales el generoso linaje y crianza que de ellos sale los hace ser muy estimados, venía con mucho amor cabalgando encima de mí, trayéndome muy ataviado con guarnición dorada y cubierto de tapetes de seda y púrpura, y con freno de plata, y las cinchas pintadas, y adornado de muchas campanillas y cascabeles que venían sonando, y mi señor me hablaba con palabras muy suaves y compañeras, y entre otras cosas decía que mucho se deleitaba por tener en mí un eonvidado y quien lo traía a cuestas. Después que hubimos caminado por la mar y por tierra, llegamos a Corinto, adonde nos salió a recibir gran compañía de la ciudad, los cuales, según que a mí me parecía, no salían tanto por hacer honra a Thiaso, cuanto deseando de verme a mí, porque tanta fama había allí de mí, que no poca ganancia hubo por mí aquel que me tenía a cargo. El cual, como veía que muchos tenían grande ansia deseando de ver mis juegos, cerraba las puertas y entraban uno a uno, y él, recibiendo los dineros, no poca suma rapaba cada día.

En aquel conventículo y ayuntamiento fuéme a ver una matrona, mujer rica y honrada, la cual, como los otros, mercó mi vista por su dinero, y con las muchas maneras de juegos que yo hacía, ella se deleitó y maravilló tanto, que poco a poco se enamoró maravillosamente de mí, y no tomando medicina ni remedio alguno para su loco amor y deseo, ardientemente deseaba estar conmigo y ser otra Pasifae de asno, como fué la otra del toro. En fin, que ella concertó con aquel que me tenía a cargo que la dejase una noche conmigo y que le daría gran precio por ello; así que aquei bellaco, porque de mí le pudiese venir provecho, contento de su ganancia prometióselo. Ya que habíamos cenado partimos de la sala de mi señor y hallamos aquella dueña que me estaba esperando en mi cámara. ¡Oh Dios bueno!, qué tal era aquel aparato, cuán rico y ataviado! Cuatro eunucos que allí tenía nos aparejaron luego la cama en el suelo, con muchos cojines llenos de pluma delicada y muelle, que parecía que estaban hinchados de viento, y encima ropas de brocado y de púrpura, y, encima de todo, otros cojines más pequeños que los otros, con los cuales las mujeres delicadas acostumbraban sostener sus rostros y cervices; y porque no impidiesen el placer y deseo de la señora con su luenga tardanza, cerradas las puertas de la cámara se fueron luego; pero dentro quedaron velas de cera ardiendo resplandecientes, que nos esclarecían las tinieblas obscuras de la noche. Entonces ella, desnuda de todas sus vestiduras, quitóse asimismo una faja con que se ligaba, y llegada cerca de la lumbre sacó un botecillo de estaño y untóse toda con bálsamo que allí traía, y a mí también me untó y fregó muy largamente, pero con mucha mayor diligencia me untó la boca y narices. Esto hecho, besóme muy apretadamente, no de la manera que suelen besar las mujeres que están en el burdel u otras rameras demandonas, o las que suelen recibir a los negociantes que vienen, sino pura y sinceramente, sin engaño, y comenzóme a hablar muy blandamente diciendo:

—Yo te amo y te deseo, y a ti solo, y sin ti ya no puedo vivir, y semejantes cosas con que las mujeres atraen a otros y les declaran sus aficiones y amor que les tienen. Así que tomóme por el cabestro, y como ya sabía la costumbre de aquel negocio, fácilmente me hizo bajar, mayormente que yo bien veía que en aquello ninguna cosa nueva ni difícil hacía, cuanto más al cabo de tanto tiempo que hubiese dicha de abrazar una mujer tan hermosa y que tanto me deseaba; además de esto, yo estaba harto de muy buen vino, y con aquel ungüento tan oloroso que me había untado, desperté mucho más el deseo y aparejo de la lujuria. Verdad es que me fatigaba entre mí, no con poco temor pensando en qué manera un asno como yo, con tantas y tan grandes piernas, podría subir encima de una dueña delicada, o cómo podría abrazar con mis duras uñas unos miembros tan blancos y tiernos, hechos de miel y leche, y también aquellos labios delgados colorados como rocío de púrpura había de tocar con una boca tan ancha y grande, y besarla con mis dientes disformes y grandes como de piedra. Finalmente, que aunque yo conocía que aquella dueña estaba encendida desde las uñas hasta los cabellos, pensaba en qué manera había de recibirme. Guay de mí, que rompiendo una mujer hijadalgo como aquélla, yo había de ser echado a las bestias bravas que me comiesen y despedazasen, y haría fiesta a mi señor. Ella, entre tanto, tornaba a decir aquellas palabras blandas, besándome muchas veces y diciendo aquellos halagos dulces con los ojos amodorridos, diciendo en suma: "Téngote, mi palomino, mi pajarito, y diciendo esto mostró que mi miedo y mi pensamiento era muy necio, porque me abrazó fuertemente; y cuantas veces yo, recelando de no hacer daño, me retraía, tantas veces ella, con aquel rabioso ímpetu me apretaba y se allegaba a mí, tanto, que por Dios, yo creía que me faltaba algo para suplir su deseo, por lo cual yo pensaba que no de balde la madre del Minotauro se deleitaba con el toro su enamorado. Ya que la noche trabajosa y muy veladera era pasada, ella escondióse de la luz del día, partióse de mañana, dejando acordado otro tanto precio para la noche venidera, lo cual aquel mi maestro, concedió de su propia gana, sin mucha dificultad por dos cosas: lo uno, por la ganancia que a mi causa recibía; lo otro, por aparejar nueva fiesta para su señor. En fin, que sin tardanza ninguna, él le descubrió todo el aparato del negocio y en qué manera había pasado.

Cuando él oyó esto, hizo mercedes magníficamente a aquel su criado, y mandó que me aparejase para hacer aquello en una fiesta pública.

CAPITULO V

Cómo fué buscada una mujer que estaba condenada a muerte para que en unas fiestas tuviese acceso con el asno en el teatro público, y cuenta el delito que había cometido aquella mujer.

Y porque aquella buena de mi mujer, por ser de linaje y honrada, ni tampoco otra alguna se pudo hallar para aquello, buscóse una de baja condición por gran precio, la cual estaba condenada por sentencia de la justicia para echar a las bestias, para que públicamente, delante del pueblo, en el teatro, se echase conmigo, de la cual yo supe esta historia. Aquella mujer tenía un marido, el padre del cual, partiéndose a otra tierra, muy lejos, dejaba preñada a su mujer, madre de aquel mancebo, y mandóle que si pariese hija, que, luego que fuese nacida, la matase. Ella parió una hija, y por lo que el marido le había mandado, habiendo piedad de la niña, como las madres la tienen de sus hijos, no quiso cumplir aquello que su marido le dijo, y dióla a criar a un vecino. Después que tornó el marido, díjole como había muerto a una hija que parió; pero después que ya la moza estaba para casar, la madre no la podía dotar sin que el marido lo supiese, y lo que pudo hacer fué que descubrió el secreto a aquel mancebo, hijo suyo, porque temía quizá por ventura no se enamorase de la moza, y, con el calor de la juventud, no sabiéndolo, incurriese en mal caso con su hermana, que tampoco lo sabía. Mas aquel mancebo, que era hombre de noble condición, puso en obra lo que su madre le mandaba y lo que a su hermana cumplía, y guardando mucho el secreto por la honra de la casa de su padre, y mostrando de parte de fuera una humanidad común entre los buenos, quiso satisfacer a lo que era obligado a su sangre, diciendo que por ser aquella moza su vecina, desconsolada y apartada de la ayuda y favor de sus padres, la quería recibir en su casa a su amparo y tutela, porque la quería dotar de su propia hacienda y casarla con un compañero mucho su amigo y allegado. Pero estas cosas, así con mucha nobleza y bondad bien dispuestas, no pudieron huir de la mortal envidia de la fortuna, por disposición de la cual luego los crueles celos entraron en casa del mancebo, y luego la mujer de aquel mancebo, que ahora estaba condenada a echar a las bestias por aquellos males que hizo, comenzó primeramente a sospechar contra la moza que era su combleza y que se echaba con su marido, y por ende decía mal de ella, y de aquí se puso en acecharla por todos los lazos de la muerte. Finalmente, que inventó y pensó una traición y maldad de esta manera. Esta mujer hurtó a su marido el anillo, y fuése a la aldea donde tenía sus heredades y envió a un esclavo suyo que le era muy fiel, aunque él merecía mal por la fe que le tenía, para que dijese a la moza que aquel mancebo, su marido, la llamaba que viniese luego allí a la aldea donde él estaba, añadiendo a esto que muy prestamente viniese, sola y sin ningún compañero; y porque no hubiese causa para tardarse, dióle el anillo que había hurtado a su marido, el cual, como lo mostrase, ella daría fe a sus palabras. El esclavo hizo lo que su señora le mandaba, y como aquella doncella oyó el mandado de su hermano, aunque este nombre no lo sabía otro, viendo la señal que le mostraron, prestamente se partió sin compañía, como le era mandado. Pero después, caída en el hoyo del engaño, sintió las acechanzas y lazos que le estaban aparejados. Aquella buena mujer, desenfrenada, y con los estímulos de la furiosa lujuria, tomó a la hermana de su marido, y primeramente desnuda la hizo azotar muy cruelmente, y después, aunque ella hablando lo que era verdad decía que por demás tenía pena y sospecha que ella era su combleza, y llamando muchas veces el nombre de su hermano, aquella mujer le lanzó un tizón ardiendo entre las piernas, diciendo que mentía y fingía aquellas cosas que decía, hasta que cruelmente la mató. Entonces el marido de ésta y su hermano, sabiendo. su amarga muerte por los mensajes que vinieron, corrieron presto a la aldea donde estaba, y después de muy llorada y plañida, pusiéronla en la sepultura. El mancebo, su hermano, no pudiendo tolerar ni sufrir con paciencia la rabiosa muerte de su hermana, y que sin duda había sido muerta, conmovido y apasionado de gran dolor que tenía, en medio de su corazón, encendido de un mortal furor de la amarga cólera, ardía con una fiebre muy ardiente y encendida, en tal manera, que ya él le parecía tomar medicinas. Pero la mujer, la cual antes de ahora había perdido con la fe el nombre de su mujer, habló a un físico, que notoriamente era falsario y mal hombre, el cual tenía ya hartos triunfos de su mano y era conocido en las batallas de semejantes victorias, y prometióle cincuenta ducados por que le vendiese ponzoña que luego matase, y ella comprase la muerte de su marido, la cual, como vió la ponzoña, fingió que era necesario aquel noble jarabe que los sabios llaman sagrado para amansar las entrañas y sacar toda la cólera; pero, en lugar de esta medicina que ella decía, puso otra maldita pana ir a la salud del infierno. El físico, presentes todos los de casa y algunos amigos y parientes, quería dar al enfermo aquel jarabe, muy bien destemplado por su mano; pero aquella mujer, audaz y atrevida, por matar juntamente al físico con su marido, como a hombre que sabía su traición y no la descubriese, y también por quedarse con el dinero que le había prometido, detuvo el vaso que el físico tenía y dijo:

—Señor doctor, pues eres el mejor de los físicos, no consiento que des este jarabe a mi marido sin que primeramente tú bebas de él una buena parte, porque ¿dónde sé yo ahora si por ventura está en él escondida alguna ponzoña mortal? Cierto no te ofendas, siendo tan prudente y tan docto físico, si la buena mujer, deseosa y solícita cerca de la salud de su marido, procura piedad para su salud necesaria.

Cuando el físico esto oyó, fué súbitamente turbado por la maravillosa desesperación de aquella hembra cruel, y viéndose privado de todo consejo, por el poco tiempo que tenía para pensar, antes que con su miedo o tardanza diese sospecha a les otros de su mala conciencia, gustó una buena parte de aquella poción. El marido, viendo lo que el fisico había hecho, tomó el vaso en la mano y bebió lo que quedaba. Pasado el negocio de esta manera, el médico se tornaba a su casa lo más presto que podía, para tomar alguna saludable poción para apagar y matar la pestilencia de aquel vino que había tomado; pero la mujer, con porfía y obstinación sacrílega, como ya lo había comenzado, no consintió que el médico se apartase de ella tanto como una uña, diciendo que no se partiese de allí hasta que el jarabe que su marido había tomado fuese digerido y pareciese probado lo que la medicina obraba. Finalmente, que fatigada de los ruegos e importunaciones del físico, contra su voluntad y de mala gana lo dejó ir: entre tanto, las entrañas y el corazón habían recibido en sí aquella ponzoña furiosa y ciega; así que él, lisiado de la muerte y lanzado en una graveza de sueño, que va no se pod.a tener, llegó a su casa y apenas pudo contar a su mujer cómo había pasado; mandoie que al menos pidiese los cincuenta ducados que le había mandado en remuneración de aquellas dos muertes. En esta manera, aquel físico, muy famoso, ahogado con la violencia de la ponzoña, dió el ánima; ni tampoco aquel mancebo, marido de esta mujer, detuvo mucho la vida, porque entre las fingidas lágrimas de ella, murió otra muerte semejante. Después que el marido fué sepultado, pasados pocos de días, en los cuales se hacen las exequias a los muertos, la mujer del físico vino a pedir el precio de la muerte doblada de ambos maridos. Pero aquella mujer mala, en todo semejante a sí misma, suprimiendo la verdad y mostrando semejanza de querer cumplir con ella, respondióle muy blandamente, prometiendo que le pagaría largamente y aun más adelante, que luego era contenta con tal condición que quisiese dar un poco de aquel jarabe para acabar el negocio que había comenzado. La mujer del físico, inducida por los lazos y engaños de aquella mala hembra, fácilmente consintió en lo que le demandaba, y por agradar y mostrar ser servidora de aquella mujer, que era muy rica, muy prestamente fué a su casa y trajo toda la bujeta de la ponzoña, y diósela a aquella mujer, la cual, hallada causa y materia de grandes maldades, procedió adelante largamente con sus manos sangrientas. Ella tenía una hija pequeña de aquel marido que poco ha había muerto, y a esta niña, como le venían por sucesión los bienes de su padre, como el derecho manda, queríala muy mal, y codiciando con mucha ansia todo el patrimonio de su hija, deseábala ver muerta. Así que ella, siendo cierto que las madres, aunque sean malas, heredan los bienes de los hijos difuntos, deliberó de ser tan buena madre para su hija cual fué mujer para su marido; de manera que, como vió tiempo, ordenó un convite, en el cual hirió con aquella ponzoña a la mujer del físico, juntamente con su misma hija; y como la niña era pequeña y tenía el espíritu sutil, luego la ponzoña rabiosa se entró en las delicadas y tiernas venas y entrañas, y murió. La mujer del físico, en tanto que la tempestad de aquella poción detestable andaba dando vueltas por sus pulmones, sospechando primero lo que había de ser y luego cómo se comenzó a hinchar, ya más cierta que lo cierto, corrió presto a la casa del senador, y con gran clamor comenzó a llamar su ayuda y favor, a las cuales voces el pueblo todo se levantó con gran tumulto; diciendo ella que quería descubrir grandes traiciones, hizo que las puertas de la casa y juntamente las orejas del senador se abriesen, y contadas por orden las maldades de aquella cruda mujer desde el principio, súbitamente le tomó un desvanecimiento de cabeza, cayó con la boca medio abierta, que no pudo más hablar, y dando grandes tenazadas con los dientes, cayó muerta ante los pies del senador. Cuando él esto vió, como era hombre ejercitado en tales cosas, maldiciendo la maldad de aquella hechicera, con que tantos había muerto, no permitió que el negocio se enfriase con perezosa dilación; y luego traída allí aquella mujer, apartados los de su cámara, con amenazas y tormentos sacó de ella toda la verdad, y así fué sentenciada que la echasen a las bestias, como quiera que esta pena era menor de la que ella merecía; pero diéronsela, porque no se pudo pensar otro tormento que más digno fuese para su maldad. Tal era la mujer con quien yo había de tener matrimonio públicamente; por lo cual, estando así suspenso, tenía conmigo muy gran pena y fatiga, esperando el día de aquella fiesta: y, cierto, muchas veces pensaba tomar la muerte con mis manos y matarme antes que ensuciarme juntándome yo con mujer tan maligna, o que hubiese yo de perder la vergüenza con infamia de tan público espectáculo. Pero privado yo de manos humanas, y privado de los dedos, con la uña redonda y maciza, no podía aprestar espada ni cuchillo para hacer lo que quería; en fin, yo consolaba estas mis extremas fatigas con una muy pequeña esperanza, y era que el verano comenzaba ya y que pintaba todas las cosas con hierbezuelas floridas y vestía los prados con flores de muchos colores, y que luego las rosas, echando de sí olores celestiales, salidas de su vestidura espinosa, resplandecerían y me tornarían a mi primer Lucio, como yo antes era.

CAPITULO VI

En el cual se cuentan muy largamente las solemnes fiestas que en Corinto se celebraron, y cómo, estando aparejado el teatro para la fiesta que el asno había de hacer, huyó sin más parecer.

En esto, he aquí do viene el día que era señalado para aquella fiesta, y con muy gran pompa y favor, acompañándome todo el pueblo, yo fuí llevado al teatro, y en tanto que comenzaban a hacer para principio de la fiesta ciertas danzas y representaciones, yo estuve parado ante la pueria del teatro, paciendo grama y otras hierbas frescas que yo había placer de comer, y como la puerta del teatro estaba abierta, sin impedimento, muy muchas veces recreaba los ojos curiosos mirando aquellas graciosas fiestas. Porque allí había mozos y mozas de muy florida edad, hermosos en sus personas y resplandecientes en las vestiduras, en el andar, saltadores que bailaban y representaban una fábula griega, que se llama pírrica, los cuales, dispuestos sus órdenes, andaban sus graciosas vueltas, unas veces en rueda, otras juntos en ordenanza torcida, otras veces hechos en cuña, en manera cuadrada y apartándose unos de otros. Después que aquella trompa con que tañían hizo señal que acababan ya la danza, fueron quitados los paños de ras que allí había, y cogidas las velas, aparejóse el aparato de la fiesta, el cual era de esta manera: Estaba allí un monte de madera, hecho a la forma de aquel muy nombrado monte, el cual el muy gran poeta Homero celebró llamándolo Ideo, adornado y hecho de muy excelente arte, lleno de matas y árboles verdes, y de encima de la altura de aquel monte manaba una fuente de agua muy hermosa, hecha de mano del carpintero, y allí andaban unas pocas de cabrillas que comían de aquellas hierbas. Estaba allí un mancebo muy hermosamente vestido, con un sombrero de oro en la cabeza y una ropa al hombro, a manera de Paris, pastor troyano. El cual mancebo fingía ser pastor de aquellas cabras. En esto vino un muchacho muy lindo, desnudo, salvo que en el hombro izquierdo llevaba una ropa blanca, los cabellos rubios y de toda parte muy gracioso, y entre los cabellos saltaban unas plumas de oro, hermanadas unas a otras. El cual, según el instrumento y verga que llevaba en la mano, manifestaba ser Mercurio. Este, saltando y bailando, con una manzana de láminas de oro que llevaba en su mano, llegó a aquel que parecía Paris y diósela, significándole por señales lo que Júpiter mandaba que hiciese, y luego, prestamente tornando los pasos hacia atrás, fuese de delante. Luego vino una doncella honesta en su gesto, semejante a la diosa Juno, porque traía con una diadema blanca ligada la cabeza, y traía asimismo un cetro real. Tras de ésta salió otra, que luego pensaras que era Minerva, la cabeza cubierta con un yelmo resplandeciente, y encima del yelmo una corona de ramos de oliva, con una lanza y una adarga, meneándola a una parte y a otra, como cuando ella pelea. Después de éstas entró otra muy poderosa; con hermosa vista y la gracia de su divina color manifestaba que debía ser la diosa Venus, la cual ella era cuando fué doncella, el cuerpo desnudo y sin ninguna vestidura, mostrando su perfecta hermosura, salvo que con un velo de sutil seda obumbraba su espectáculo, el cual velo un airecillo curioso enamoradamente meneaba, ahora, burlándoselo, alzaba en tal manera, que, apartado, descubría ia flor de su edad; ahora, con mayor amor se le allegaba tan apretadamente que señalaba las líneas hermosas de su cuerpo. El color de esta diosa era tan hermoso, que el cuerpo era blanco y claro como cuando sale del cielo, y la vestidura azul, como cuando torna del mar. Estas tres doncellas, que representaban aquellas tres diosas, traían sus compañas consigo, que muy suntuosamente las acompañaban; a Juno acompañaba Cástor y Pólux, cubiertas las cabezas con sus yelmos y cimeras, adornados de estrellas. Pero estos dos Cástores eran dos muchachos de aquellos que representaban la fábula. Esta doncella, como quiera que la trompa tañía diversos sones y bailes, salió muy reposada y sin hacer gesto ninguno, y honestamente, con su gesto sereno, prometió al pastor que si le diese aquella manzana, que era premio de la hermosura, le daría el reino y señorío de toda Asia. A la otra doncella, que en el atavío de sus armas parecía Minerva, acompañaban dos muchachos pajes que llevaban las armas de esta diosa de las batallas, a los cuales llamaban al uno Espanto y al otro Miedo. Estos venían saltando y esgrimiendo con sus espadas sacadas.

A las espaldas de ellos estaban las trompetas, que tanían como cuando entran en las batallas, y junto con las trompetas bastardas tocaban clarines, de manera que incitaban gana de ligeramente saltar. Esta doncella, volviendo la cabeza, y con los ojos que parecía que amenazaba, saltando y dando vueltas muy alegremente, demostraba a Paris que si le diese la victoria de la hermosura, que lo haría muy esforzado y muy famoso con su favor y ayuda en los triunfos de las batallas.

Después de esto, he aquí do sale Venus con gran favor de todo el pueblo, que allí estaba, y en medio del teatro, cercada de muchachos alegres y hermosos, y riéndose dulcemente, estuvo queda con gentil continencia. Cierto, quienquiera que viera aquellos niños gordos y blancos, dijera que eran dioses del amor, como Cupido, que a la hora habían salido del mar o volado del cielo: porque ellos conformaban en las plumas, arcos y saetas y en todo el otro hábito al dios Cupido, y llevaban hachas encendidas, como si su señora Venus se casara. Así mismo, otro linaje de damas la cercaban: de una parte, las Gracias agradables, y de la otra, las muy hermosas Horas, que son ninfas que acompañan a Venus, las cuales, por agradar a su señora, con sus guirnaldas de flores y otras en las manos, que por alli echaban y derramaban, hacían un coro muy bien ordenado para dar placer a su señora con aquellas hierbas y flores del verano.

Ya las chirimías tañían dulcemente aquellos cantos y sones músicos y suaves, los cuales deleitaban suavemente los corazones de los que allí estaban mirando; pero muy más suavemente se conmovían con la vista de Venus, la cual, paso a paso, por medio de aquellos niños y de sus plumas y alas, moviendo poco a poco la cabeza, comenzó a andar y con su gesto y aire delicado responder al son y canto de los instrumentos. Una vez bajando los ojos, otra vez parecía que saltaba con los ojos. Esta como llegó ante la presencia del juez, echóle los brazos encima, prometiéndole que si ella fuese preferida a las otras diosas, que le daría una mujer tan hermosa y semejante a sí misma. Entonces aquel mancebo troyano, de muy buena gana, le dió, en señal de vietoria, aquella manzana de oro que tenía en la mano. ¿De qué os maravilláis, hombres muy viles, y aun bestias letradas y abogados, y aun más digo, buitres de rapiña, vestidos como jueces, si ahora todos los jueces venden por dineros sus sentencias, pues que en el comienzo de todas las cosas del mundo la gracia y hermosura corrompió el juicio que se trataba entre los dioses y el hombre, y aquel pastor rústico, juez elegido por consejo del gran Júpiter, vendió la primera sentencia de aquel antiguo siglo, por ganancia de su lujuria, con destrucción y perdimiento de todo linaje? Por cierto, de esta manera aconteció otro juicio hecho y celebrado en aquellos famosos duques y capitanes de los griegos, cuando Palámides, poderoso en armas y claro en doctrina y sabiduría, fué condenado de traición con falsas acusaciones, o cuando Ulises pequeño fué preferido al grande Ayaces, poderoso en la virtud de las batallas. Pues ¿qué tal fué aquel otro juicio cerca los letrados y discretos de Atenas y los otros maestros de toda la ciencia? Por ventura, aquel viejo Sócrates, de divina prudencia, el cual fué preferido a todos los mortales en sabiduría por el dios Apolo, ¿no fué muerto con el zumo de la hierba mortal, acusado por engaño y envidia de malos hombres, diciendo que era corrompedor de la juventud, la cual él constreñía y apretaba con el freno de su doctrina, y murió dejando a los ciudadanos de Atenas mácula de perpetua ignominia? Mayormente que los filósofos de este tiempo desean y siguen su doctrina santísima, y con grandísimo estudio y afición de felicidad juran por su nombre. Mas por que alguno no reprenda el ímpetu de mi enojo, diciendo entre sí de esta manera: "¡Cómo!, ¿es ahora razón que suframos un asno que nos esté aquí diciendo filosofías?", tornaré otra vez a contar la fábula donde la dejé.

Después que fué acabado el juicio de París, aquellas diosas Juno y Minerva, tristes y semejantes y enojadas, fuéronse del teatro, manifestando en sus gestos la indignación y pena de la repulsa que les era hecha. Pero la diosa Venus, gozosa y muy alegre, saltando y bailando con toda su compaña, manifestó su alegría. Entonces de encima de aquél monte, por un caño escondido, salió una fuente de agua desleída con azafrán, y cayendo de arriba, roció aquellas cabras que andaban allí paciendo con aquella agua olorosa, en tal manera que, teñidas y pintadas del agua, mudaron la color blanca que era propia suya en color marilla. Así que oliendo suavemente todo el teatro, ya que era acabada la fábula, sumióse aquel monte de madera en una abertura grande de la tierra que allí estaba hecha. En esto, he aquí do viene por medio de la plaza corriendo un caballero diciendo que sacasen de la cárcel pública aquella mujer, porque el pueblo así lo demandaba, la cual, egún arriba dije, por la muchedumbre de sus maldades había sido condenada a las bestias y destinada para mis honradas bodas; así mismo, con mucha diligencia se hacía la cama de nuestro matrimonio: el lecho era de marfil muy luciente y de colchones de pluma ileno y con una cobertura de seda adornado y florido.

Yo, además de la vergüenza que tenía de echarme públicamente con una mujer, y también haber de juntarme con una hembra tan sucia y malvada, me atormentaba gravemente el miedo de la muerte, diciendo entre mí en esta manera: Que estando nosotros juntos, cualquiera bestia que soltasen para matar a aquella mujer, no había de ser tan prudente en la discreción, ni tan enseñada por arte, ni templada por abstinencia, que despedazase y comiese a la mujer que estaba a mi lado y a mí me perdonase, como a quien no tuviese culpa ni fuese condenado. Así que, estando yo en este pensamiento, ya no tenía yo tanto cuidado de la vergüeza como de mi propia salud, y en tanto que mi maestro estaba muy atento en aparejar el lecho, y la otra gente que por allí andaba, los unos estaban ocupados en mirar la caza de las bestias, los otros, atónitos en aquel espectáculo y fiesta deleitosa, en tal manera que daban libre albedrío a mi pensamiento para pensar lo que había de hacer, y aun también nadie tenía pensamiento ni se curaba de guardar un asno tan manso, así, que poco a poco comencé a retraer los pies furtivamente, y cuando llegué a la puerta de la ciudad, que estaba cerca de allí, eché a correr cuanto pude muy apresuradamente, y andadas seis millas, en breve espacio llegué a Zencreas, que es una villa muy noble de los corintios, junta con ella el mar Egeo de una parte y de la otra el mar Sarónico, adonde, porque hay puerto muy seguro para las naos, es frecuentada de muchos mercaderes y pueblos. Cuando yo allí llegué, apartéme de la gente que no me viese, y en la ribera del mar, secretamente cerca del rocío de las ondas del agua, me eché en un blando montón de arena, y allí recreé mi cuerpo cansado, porque ya el carro del Sol había bajado y puesto último término al día, adonde yo, estando descansando de noche, un dulce sueño me tomó.