Ir al contenido

Metamorfosis o El Asno de Oro (Cortegana)/Libro VII

De Wikisource, la biblioteca libre.

SEPTIMO LIBRO



Argumento.

La historia que Luciano escribió en un libro, Apuleyo la repitió en muchos, contando largamente cada cosa por sí, por que no pareciese que era intérprete de obra ajena, sino hacedor de historia nueva, y por que en la variedad de las cosas que suele ser muy agradable prendiese, halagase y deleitase a los lectores sin darles enojo. Asf que ahora cuenta cómo de mañana uno de aquellos ladrones vino de fuera y contaba a los otros en qué manera culpaban a Apuleyo y le imputaban el robo y destrucción que se había hecho en la casa de Milón, y que a ninguno de los ladrones culpaban de tan gran crimen, salvo sólo a Apuleyo, que era capitán y autor de toda esta traición, porque nunca más había parecido: lo cual, oyendo Apuleyo, que estaba hecho asno, gemía entre sí, quejándose amargamente que era tenido por culpado no siéndolo, y por traidor siendo bueno, y que no podía defender su causa. Entreteje algunas fábulas muy graciosas y la maldad de un mozo que traía lefia con él, y otros engaños de mujeres.

CAPITULO PRIMERO

Que trata cómo viniendo un ladrón de la compañía de la ciudad de Hipata, cuenta a los compañeros la seguridad que de sus hechos ha espiado por allá, y cómo oyó en la casa de Milón que toda la culpa del robo echaban a Lucio Apuleyo, y cómo fué recibido un afamado ladrón en la compañía.

El día siguiente de mañana, después de salido el Sol, uno de la compañía de aquellos ladrones, según yo conocí en sus hablas, entró por la puerta, y como llegó a la entrada de la cueva sentáse allí para cobrar resuello y comenzó a hablar a su compañía de esta manera:

—Cuanto toca a la casa de Milón el de la ciudad de Hipata, la cual poco ha robamos, ya podemos estar seguros, porque yo lo he bien solicitado; que después que vosotros robasteis todo lo de aquella casa y os partisteis para esta nuestra estancia, mezcléme entre aquella gente popular de aquella ciudad, haciendo parecer que me dolía y me pesaba de aquel negocio. Andaba mirando qué consejo tomaban sobre buscar quién había hecho aquel robo y en qué manera y cómo querían hacer la pesquisa para buscar los ladrones, lo cual todo yo miraba para decíroslo como mandasteis, y no solamente por dudosos argumentos, más por razones probadas, todos los de aquella ciudad y de consentimiento de todos pedían no sé qué Lucio, diciendo ser el autor manifiesto de tan gran crimen; el cual, pocos días antes, con ciertas cartas fingidas y fingiéndose hombre de bien, había hecho amistad estrechamente con aquel Milón, en tanto que lo recibió por huésped de su casa y por amigo muy intimo entre sus familiares y amigos, y él se detuvo algunos días en su casa fingiendo tener amores con una criada de Milón, y espió muy bien las cerraduras de la puerta y de los palacios donde Milón tenía todo su patrimonio; para lo cual no pequeño indicio se halla contra aquel mal hombre, porque aquella misma noche y en el momento de aquel robo él huyó, y desde entonces acá nunca más pareció; y porque tuviese ayuda para su huída y muy prestamente lejos y bien lejos se escondiese, dejando atrás los que lo seguían, tuvo buen remedio que llevó consigo, en qué fué cabalgando, aquel su caballo blanco en que había venido, dejando en la posada a su mozo; el cual hallado allí por las justicias de la ciudad, lo mandaron echar en la cárcel como testigo que sabía de las maldades y consejos de su señor, y otro día, puesto a cuestión de tormento, que lo quebrantaron y desmembraron casi hasta llevarlo a la muerte, nunca confesó cosa alguna de lo que le preguntaban; por la cual causa enviaron muchos del número de la ciudad a tierra de aquel Lucio, para hacerle pagar la pena del delito que había cometido.

Contando él estas cosas yo gemía y lloraba dentro de las entrañas, haciendo comparación de aquella mi primera fortuna, de aquel Lucio bienaventurado, con la presente calamidad de asno malaventurado; además de esto, me veía en el pensamiento que los varones de la antigua doctrina, no sin causa, fingían y pronunciaban ser la fortuna ciega y sin ojos, la cual siempre daba sus riquezas a hombres malos y que no las merecían, y nunca escogía a alguno de los hombres por juicio y justo, antes, conversaba principalmente con tales personas de las cuales debía huir si de lejos las viese; y lo que más extremo y peor es de todos los extremos, que nos da diversas y contrarias opiniones, en tal manera que un mal hombre sea glorificado y alabado con fama de buen varón, y, por el contrario, un bueno sea maltratado en boca de los malos. Así que yo, a quien su cruel ímpetu trajo y reformó en una bestia de cuatro pies, de la más vil suerte de todas las bestias, de la cual desdicha justamente habría mancillada y se dolería quienquiera de aquel a quien hubiese acontecido, aunque fuese muy mal hombre, sobre todo era ahora acusado de crimen de ladrón contra mi huésped muy amado, que tanta honra me hizo en su casa, el cual crimen, no solamente quienquiera podría nombrar latrocinio, pero más justamente se llamaría parricidio; y con todo esto no podía defender mi causa, al menos negar con una sola palabra; finalmente, por que la mala conciencia no pareciese que estando yo presente consentía a tan celerado crimen, con esta impaciencia enojado, quise decir: "No hice yo tal cosa." La primera sílaba bien la dije, no una vez, mas muchas; pero las siguientes palabras nunca las pude declarar, y quedéme en la primera voz, rebuznando siempre una cosa: no, no. La cual nunca pude más pronunciar, como quiera que menease las labios caídos y redondos. ¿Qué más puedo yo quejarme de crueldad de la fortuna, sino que aun no hubo vergüenza de juntarme y hacer compañero con mi caballo y servidor que me trajo a cuestas? Estando yo entre mí, fluctuando en tales pensamientos, vínome aquel cuidado principal, en que me recordaba cómo por consejo y deliberación de los ladrones yo estaba sentenciado para ser sacrificio del ánima de aquella doncella, y mirando muchas veces mi barriga, me parecía que ya estaba pariendo a la mezquina de la moza. Mas, si os place, aquel que trujo de mí falsa relación del hurto, sacados de su seno mil ducados que allí traía cosidos, los cuales, según decía, había robado a diversos caminantes, echándolos dentro en el arca para provecho común de todos, comenzó a inquirir y preguntar solícitamente de la salud de todos los compañeros; y sabido como algunos de los más esforzados eran muertos en diversos, aunque no perezosos casos, persuadióles que entre tanto no robasen los caminos y guardasen treguas con todos, hasta que entendiesen en buscar compañeros y con la malicia de la nueva juventud fuese restituído el número de su compañía, como antes estaba, porque haciendo así podrían compeler, poniendo miedo a los que no quisiesen y provocando con premio a los que de su voluntad quisiesen: que no habría pocos que, renunciando a la vida pobre y servir, no quisiesen más seguir su opinión y compañía, la cual parecía que era cosa de grande estado y poderío, diciendo que él había hablado, por su parte, con un hombre poco había, alto de cuerpo y mancebo bien esforzado, y le había persuadido y finalmente acabado con él que tornase a ejercitar las manos, que traía embotadas de la luenga paz: y que mientras pudiese usase de los bienes de la buena fortuna y no quisiese ensuciar sus esforzadas manos pidiendo por amor de Dios, sino que se ejercitase cogiendo oro a manos llenas. Cuando aquel mancebo hubo dicho estas cosas, todos los que allí estaban consintieron en ello, diciendo que tal hombre como aquél, que era ya probado en las armas, que debería ser luego llamado, y buscaron otros para suplir el número de los compañeros. Entonces aquél salió fuera de casa y tardó un poco, el cual trajo consigo un mancebo grande y esforzado, como había prometido, que no sé si se podría comparar a ninguno de los que estaban presentes, porque, además de la grandeza de su cuerpo, sobrepujaba en altura a los otros toda la cabeza, y, si os place, entonces le apuntaban los pelos de las barbas; como quiera que venía muy mal vestido y mal ataviado, con un sayo vil y roto, entre el cual parecía el pecho y vientre con las costras y callos duros y fuertes, de esta manera como entró en casa, dijo:

—Dios os salve, servidores del fortísimo dios Marte y mis fieles compañeros; recibid, queriendo de vuestra voluntad y gana, un hombre de gran corazón que quiere estar en vuestra compañía: que de mejor gana recibe heridas en el cuerpo que dineros en la mano, y es mejor que la muerte, la cual otros temen; y no penséis que soy pobre y desechado, ni estiméis mis virtudes de estos paños rotos, porque yo fuí capitán de un esforzado ejército que casi destruimos a toda Macedonia: yo soy aquel ladrón famoso que ha por nombre Hemo de Tracia, del cual todas las provincias temen. Yo soy hijo de aquel Terón, que fué muy famoso ladrón; yo fuí criado con sangre de hombres, y crecí entre los hombres de guerra, y fuí heredero e imitador de la virtud de mi padre; pero en el espacio de poco tiempo perdí aquellas grandes riquezas y aquella primera muchedumbre de mis fuertes compañeros; porque además de yo haber sido procurador del emperador César, fuí también su capitán de doscientos hombres, de donde la mala fortuna me derribó y fué causa de todo mi mal. Dejado esto aparte, como ya en vuestra presencia había comenzado, tomaré la orden de contar el negocio porque páis cómo pasa. En el palacio del emperador César había un caballero muy noble e hidalgo y muy conocido y privado del emperador, al cual cruel envidia, por malicia de algunos acusado, lanzó y desterró de palacio. Su mujer, que había nombre Plotina, dueña de mucha fidelidad y de singular prudencia y castidad, que había acrecentado el linaje de su marido con diez hijos que le había parido, menospreciando y desechando los placeres J reposos de la ciudad, le acompañó y fué compañera de su desdicha, la cual, cortados los cabellos, en hábito de hombre, ceñida una cinta llena de oro y de joyas muy preciosas, entre las manos y espadas de los caballeros que la guardaban, salió sin ningún temor, siendo participante de todos los peligros, y sosteniendo cuidado continuo por la salud de su marido, sufrió y pasó continuas tribulaciones con ánimo y esfuerzo de hombre. Y después de pasadas muchas dificultades y peligros por mar y por tierra, llegó a la ciudad de Zacinto, adonde su suerte y ventura le había dado por algún tiempo estancia y morada; pero cuando llegó al puerto de Acciaco, por donde nosotros andábamos robando toda Macedonia, ya que era de noche, por apartarse de la mar y por tomar algún refresco, entróse aquella noche a dormir en una venta que estaba cerca de la mar; adonde nosotros llegamos y robamos todo cuanto traía; y no con poco peligro de nuestras personas nos partimos de allí, porque como aquella dueña oyó el sonido de la puerta cuando la abríamos, lanzóse en su cámara, dando gritos y voces, que despertó a todos, llamando por sus nombres a sus escuderos y criados y a toda la vecindad, que le viniese a socorrer, y si no fuera que con el miedo que cada uno tenía de sí mismo se escondían, el negocio fuera de tal mmanera que no partiéramos de allí sin pena; pero después de poco, aquella dueña, muy buena y honrada, de gran fe y graciosa en buenas costumbres, porque es razón de contar la verdad, suplicé a la majestad del emperador César, y alcanzó muy presta, tornada para su marido, y asimismo impebró llsma venganza del nobo que le fué hecho. Finalmente, que el emperador no quiso que hubiese collegio ni compañía del ladrón Hemo, y luego se deshizo y perdió, porque todo lo puede la voluntad de un gran príncipe. Así que, hecha pesquisa contra nosotros, boda la compañía de los caballenos y pendones de aquella hueste fué muerta y destruída; yo solo, en gran pena y fatiga, me hurté entre los otros y escapé de la boca del infierno en esta manera: Vestido con una ropa de mujer, y tocada una toca en la cabeza, calzados los pitas con servillas de mujer blancas y delgadas, así escondido debajo de este hábito de mujer, cabalgando encima de un asnillo que iba cargado de espigas de cebada, pasé por medio de las batallas de los enemigos. Los cuales, pensando que era una mujer asnera, me dejaron pasar libremente, cuanto más que en aquel tiempo yo no tenía barbas y con la juventud me resplandecía la cara; pero con todo esto, yo nunca me aparté ni caí de la gloria de mi padre, ni de mi esfuerzo y virtud. Verdad es que casi con miedo, pasando cerca de las lanzas y lespadas de los caballemos, encubierto con engaño de hábito ajeno, yo solo me iba por esas villas y castillos, donde apañaba lo que podía, para provisión de mi camino.

Diciendo esto, descojó de aquellos paños rasgados que traía vestidos y sacó dos mil ducados de oro, diciendo:

—Veis aquí esta pitanza, y aun digo que en dote los doy de buena gana para vuestro colegio y compañía; y aun me ofrezco por vuestro capitán fidelísimo, y si vosotros, señores, no rehusáis esto, yo me obligo a hacer que en espacio de breve tiempo esta vuestra casa, que ahora es de piedra, se torne toda oro.

No tardaron más los ladrones: todos conformes y de un voto le hicieron su capitán, y le vistieron luego una vestidura de seda, como convenía a tal capitán, quitándole primero el savo roto, aunque rico, que traía. En esta manera reformado, dió paz y abrazó a cada uno de ellos, y sentado en más alto lugar que ninguno, comenzaba a hacer fiesta con su cena de muchos manjares.

CAPITULO II

Cómo aquel mancebo recibido en la compañía por Hemo, afamado ladrón, fué descubierto ser Lepolemo, esposo de la doncella, el cual la libertó con su buena industria y llevó a su tierra.

Entonces, hablando unos con otros, comenzaron a decir de la huida de la doncella y de cómo yo la llevaba a cuestas, y diciendo asimismo de la monstruosa y no oída muerte que para entrambos nos tenían aparejada: lo cual, todo por él oído, preguntó dónde estaba aquella moza; y lleváronlo adonde estaba, y como la vió en la prisión cargada de hierros, comenzó a despreciarla, haciendo un sonido con las narices, y salióse luego de la cámara, y desde que se tornó a sentar, dijo luego a los ladrones:

—Yo, señores, no soy tan bruto ni temerario que quiera refrenar vuestra sentencia y acuerdo; pero yo pensaría que tenía dentro, en mi corazón, pecado de mala conciencia si disimulase lo que me parece que es bueno y provechoso; mas una cosa hapor vuesbéis de pensar: que esto que yo os digo tra causa y provecho. Por ende, si esto que dijere no as pluguiera, digo que tengáis libertad para tornaros al asno. Porque yo, señores, pienso que los ladrones y los que de ellos saben más, ninguna cosa deben anteponer a su ganancia; también esta venganza es dañosa muchas veces a ellos y a otros. Pues si matareis la doncella en el asno, no haréis otra cosa sino ejercitar vuestro enojo sin ningún provecho ni ganancia. Por ende, me parece que esta doncella se debería de llevar a alguna ciudad, porque no sería liviano el precio que por ella se diese, según su edad; que aun yo tengo conocido, días ha, algunos rufianes, de los cuales uno podría, según yo pienso, comprar esta moza con grandes talentos de oro, para ponerla al partido, como ella merece, y aun de semejante huida que ésta, cuando ella hubiere servido en el burdel, no os dará poca venganza. Este es mi parecer, y de lo que yo haría, por ser útil y provechoso; pero sobre todo digo que vosotros sois señiores de mis consejos y de todas mis cosas.

De esta manera aquel abogado del fisco de los ladrones proponía nuestro pleito y causa, como muy buen defensor de la doncella y del asno. Mas como los otros se tardaban en deliberar, con la tardanza de su consejo atormentaban mis entrañas y el mezquino de mi espíritu. Finalmente, de buena gana todos se allegaron a la sentencia del nuevo ladrón, y luego soltaron a la doncella de las cadenas en que estaba; la cual, como vió a aquel mancebo y oyó hacer mención del burdel y del rufián, comenzó con una gran risa a alegrarse tanto, que a mí me vino el pensamiento que todo el linaje de las mujeres merecía ser vituperado, por ver una doncella que, olvidado el amor del mancebo su marido y el deseo de las castas bodas que con él habría de hacer, se alegró súbitamente oyendo el nombre del sucio y hediondo burdel. Y la verdad es que la secta y costumbres de todas las mujeres pendían entonces del juicio de un asno. Aquel mancebo, tornando a repetir la habla, procediendo adelante, dijo:

—Pues por qué no aparejamos de suplicar y hacer sacrificio al dios Marte, nuestro compañero, y también para vender esta moza y buscar compañeros para nuestro colegio? Pero, según yo veo, no hay aquí animal ninguno para hacer sacrificio, ni tenemos vino para que suficientemente podamos beber. Así que dadme diez compañeros de éstos, con los cuales yo me contentaré, e iré a un lugar de éstos por aquí cerca, donde compraré lo que es menester para comer y otras cosas necesarias.

De esta manera, partido de allí, los otros encendieron un gran fuego e hicieron un altar al dios Marte de céspedes verdes. A poco rato tornó aquél, y los otros traían ciertos odres llenos de vino y una manada de ganado delante, de donde tomaron un cabrón grande y escogido, de muchos años, con las guedejas alzadas, el cual sacrificaron al dios Marte, su compañero, a quien ellos seguían, y luego fué aparejado el comer muy abundantemente; entonces, aquel huésped nuevo dijo:

—Vosotros, señores, no solamente me habéis de tener por capitán de vuestras batallas y robos, pero también es razón que me debáis sentir muy diligente para vuestros placeres.

Y diciendo esto, con mucha gracia hablando, ministra a todos con diligencia, barriendo la casa, poniendo la mesa, cocinando manjares sabrosos y poniéndolos delante abundantemente para que comiesen; mayormente se esmeraba en henchir y hartar a todos con grandes y espesas copas de vino. Entre esto, algunas veces, fingiendo que iba por las cosas necesarias para la mesa, entraba donde estaba la moza y traíale algunas cosas de comer que escondidamente tomaba de la mesa, y alegre le traía asimismo alguna taza de vino, de la cual él gustaba primero y ella lo recibía de buena gana; y alguna vez que él la quería besar ella lo consentía, recibiéndole con la boca abierta, la cual cosa a mí me desplacía en extrema manera, y decía entre mí: "¡Oh moza doncella!, tan presto te has olvidado de tu desposorio y de aquel tu muy amado, por quien tanto llorabas, y antepones este advenedizo y cruel matador a aquel, que no sé quién es, tu nuevo marido y esposo, que tus padres ayuntaron contigo?

¿No te acusa la conciencia, y paréceme que, hollado el amor y afición que le tenías, te conviene ser mala mujer entre estas lanzas y espadas? Pues ¿qué será si en alguna manera los otros ladrones sintieren esta burla? ¿Piensas que no tornarás otra vez al asno y otra vez me causarás a mí la muerte? Cierto, tú burlas y juegas de cuero ajeno." En tanto que yo, en mi pensamiento, falsamente acusaba estas cosas y disputaba de ellas con grande enojo, conocí de sus mismas palabras, algo dudosas, aunque no muy obscuras para asno discreto, que aquel mancebo no era Hemo, ladrón famoso, mas que era Lepolemo, esposo de la doncella: porque procediendo en sus palabras, que ya un poco más claramente hablaran, no curando de mi presencia, estuvieron hablando muy quedo, y él dijo:

—Tú, señora Carites, mi dulcísima esposa, ten buen esfuerzo, que todos estos tus enemigos te los daré presos y cautivos en las manos.

Y diciendo esto, no cesa de darles el vino, ya mezclado y algo tibio, con mayor instancia; de manera que ellos estaban ya lijados del vino y de la violencia y muchedumbre de él; él se abstenía de no beber, y por Dios que a mí me dió sospecha que les habría echado dentro de los cántaros del vino algunas hierbas para hacerles dormir; finalmente, que todos, sin que uno faltase, estaban sepultados en vino, y algunos de ellos aparejados para la muerte. Entonces, Lepolemo, sin ninguna dificultad y trabajo, puestos ellos en prisiones y atados en ellas como a él le pareció, puso encima de mí lá doncella y enderezó el camino para su tierra, a la cual llegamos. Toda la ciudad salió a ver lo que mucho deseaban: salieron su padre y madre y parientes, cuñados, servidores, criados y esclalvos, las caras llenas de gozo, que quien lo viera pudiera ver muy bien una gran fiesta de personas de todo linaje y edad: que, por Dios, era un espectáculo digno de gran memoria ver una doncella triunfante encima de un asno. Yo también, como hombre varón, porque no pareciese que era ajeno del presente placer, alzadas mis orejas e hinchadas las narices, rebuzné muy fuertemente, y aun puedo decir que canté con clamor alto y grande.

CAPITULO III

Cómo, celebradas las bodas de la doncella, se pensó con gran consejo qué premio se daría a Lucio, asno, en recompensa de su libertad; donde cuenta grandes trabajos que padeció.

Después que la doncella entró en casa, los padres la recibieron y regalaban como mejor podían. Lepolemo tomóme a mí con otra muchedumbre de asnos y acémilas de la ciudad y tornóme para atrás, adonde yo iba de buena gana, porque tenía mucha gana y deseo de tornar a ver la prisión y cautividad de aquellos ladrones, a los cuales hallamos bien atados con el vino más que con cadenas; así que nosotros, cargados de oro y plata y otras cosas suyas, que nada les dejaron, tomaron a los ladrones atados como estaban, y a los unos envueltos los lanzaron de esos riscos abajo, otros degollados con sus espadas se los dejaron por ahí. Con esta tal venganza, alegres y con mucho placer, nos tornamos a la ciudad, adonde pusieron todas aque.llas riquezas en el tesoro y arca pública de ella; y la doncella diéronla a Lepolemo, su esposo, como era razón y derecho. Desde allí, la dueña, que ya era casada, me buscaba a mí y me nombraba como a su guardador, que le había librado de tanto peligro, y ese mismo día de las bodas me mandó henchir el pesebre de cebada y poner heno tan abundantemente que bastara para un camello. Cuántas maldiciones podría yo echar ahora a mi Fotis, que es merecedora de ellas y de la ira de los dioses, porque me tornó en asno y no en perro, porque veía por allí los perros hartos de aquellas reliquias y sobras de la boda y de la cena muy abundante. Después de pasada la primera noche de boda, la recién casada no se le olvidó, así cerca de sus padres como de su marido, de darme muchas gracias, rogando que le prometiesen de hacerme mucha honra; para lo que, llamados otros amigos de seso y edad, les preguntó qué consejo darían como pudiese remunerar tanto beneficio como de mí había recibido, y uno dijo que me tuviesen encerrado en casa sin que cosa alguna hiciese y me engordasen con cebada y habas y buena cama; pero venció a éste otro, que miró más a libertad, diciendo que me echasen al campo con las yeguas, y que allí, andando a mi placer, holgando entre ellas, daría a mis señores muchas mulas y buenas; así que llamaron al yegüerizo, habláronle muy largamente y con gran prefación de palabras entregáronme a él que me llevase; adonde, por cierto, yo iba muy alegre y gozoso, creyendo que ya había renunciado el trabajo y cangas que me solían echar; además de esto, me gozaba que me habían dado aquella libertad en principio del verano, cuando los prados estaban llenos de hierbas y flores, donde pensaba hallar algunas rosas, porque me subía un continuo pensamiento que, habiendo hecho tantas honras y dado tantas gracias a un asno, que tornándome en hombre humano, con muchos mayores y más beneficios me honrarían. Mas después que aquel yegüerizo me apartó y llevó lejos de la ciudad, ningunos placeres ni ninguna libertad yo tomé; porque luego su mujer, que era avarienta y muy mala hembra, me puso a moler en una tahona, y con un palo nudoso me castigaba de continuo, ganando, con mi cuero para sí y para los suyos; y no solamente era contenta de fatigarme y trabajar por causa de su comer, pero matábame moliendo continuamente por dineros el trigo de sus vecinos, y por todos estos trabajos y fatigas no me daba a comer la cebada que habían señalado para mí, mezquino, la cual tostaba ella y me la hacía moler con mis continuas vueltas y la vendía a esos vecinos cercanos, y a mí, que andaba atento todo el día al continuo trabajo de la tahona, a la noche me ponía unos pocos de salvados sucios y por cernir, llenos de piedras, que no había quien los pudiese comer. Estando yo bien domado con tales penas y tribulaciones, la cruel Fortuna me trajo a otro nuevo tormento; conviene a saber: que como dicen yo me gloriase haber sufrido trabajos de loar, así en casa como fuera de ella, aquel buen pastor que tarde escuchó el mandado de su señor, plúgole ya de echarme a las yeguas; finalmente, desde que yo me vi asno libre, alegre y saltando con mis pasos blandos a mi plaeer, andaba escogiendo las yeguas que mejor me parecían, creyendo que habían de ser mis enamoradas. Pero aun aquí la alegre esperanza procedió a fin y salida mortal, porque los garañones, como estaban hartos y gruesos y muy terribles, por haber muchos días que andaban a pasto, eran cierto mucho más fuertes que ningún asno, y temiéndose de mí, guardando que no hiciese adulterio monstruoso con sus amigas, no guardando la amistad que Júpiter mandó tener con sus huéspedes, comenzaron a perseguir su ira con mucha furia y odio. El uno, alzados sus grandes pechos en alto, su cabeza alta y con las manos sobre mi cabeza, peleaba con sus uñas contra mí; el otro, con sus ancas redondas y gruesas volviéndolas hacia mí, me daba de pernadas; otro, amenazándome con suis malditos relinchos y bajadas las orejas y descubiertas las astas de los blancos dientes, me mordía todo. Así lo había yo leído en la historia del gran rey de Tracia, que daba a sus caballos los mezquinos de los huéspedes, que acogía para despedazarlos y comerlos. Tanto era aquel tirano escaso de la cebada, que con abundancia de cuerpos humanos ensuciaba la hambre de sus rabiosos caballos. De aquella misma manera yo era mordido y lacerado de los saltos y.varios golpes de aquellos caballos; tanto, que pensábame sería mejor tornar a la tahona.

Mas la Fortuna, que no se hartaba de atormentarme, me instruyó y aparejó de nuevo otra mayor pestilencia y daño; la cual fué que me echaron a traer leña de un monte y entregáronme a un muchacho que me llevase y trajese, el más falso rapaz y maligno de todos los del mun de que no me fatigaba tanto la áspera subida del monte muy alto, ni las piedras y riscos ásperos por donde pasando me quebrantaba las uñas, como los grandes y muchos golpes de las varadas que a menudo me daba, en tal manera, que dentro en el corazón me entraba el dolor de las heridas, y con el pie derecho siempre me daba tantos golpes, que hiriendo en un lugar, me desollaba el cuero y abierto un agujero de una llaga muy ancha, que más se puede decir hoyo y aun ventana grande. Y con todo esto no dejaba de siempre martillar en una misma llaga llena de sangre, y echábame tan gran carga de leña a cuestas, que quienquiera que la viera dijera bastaba más para un elefante que para un asno. Aquel falso rap cada vez que la carga pesaba más a una parte, y se acostaba a un lado, en lugar de quitarme la leña de aquel cabo para que, quitado el peso, me quitase de aquella fatiga, o al menos pasar los leños de un lado al otro para igualar la carga, hacíalo al contrario, porque echaba muchas piedras a la otra parte. Y así curaba el mal y pena de mi carga. No contento con tan gran peso de cargas como me echaba, después de otras muchas fatigas y tribulaciones, como habíamos de pasar un río que acaso estaba en el camino, por no mojarse los pies, saltaba encima de mis ancas, y así pasaba cabalgando, y aunque él era pequeño, la sobrecarga que me echaba era de tan gran peso, que si acaso en el cieno resbaloso que estaba en la vera del río yo caía con la fatiga de la carga, el bueno del asnero, en lugar de ayudarme con la mano alzándome la cabeza con el cabestro y tirándome de la cola, o al menos quitarme alguna parte de la carga de encima hasta que me levantase, ninguna ayuda de éstas me hacía, aunque me veía cansado; antes, comenzando desde la cabeza, y aun de las orejas, con un palo bien pesado me daba tantos golpes que todo el cuero me desollaba, hasta tanto que con las heridas y palos que me daba me hacía levantar. Este mal rapaz pen só e hizo una travesura de esta manera: tomó un manojo de zarzas, con las espinas muy agudas y venenosas, las cuales, atadas, colgó y puso debajo de mi cola para atormentarme; de manera que, como yo comenzase a andar, conmovidas e incitadas me llegaban con sus púas y mortales aguijones.

Así que yo estaba puesto entre dos males: porque si quería huir corriendo, heríame muy más reciamente la fuerza de las espinas, y si me estaba quedo un poco, porque no me lastimasen las zarzas, dábame de varadas para hacerme correr; que cierto aquel maligno rapaz no parecía que pensaba en otra cosa sino cómo me matase y echase a perder, y así lo juraba, y algunas veces me amenazaba. Y cierto su detestable malicia le estimulaba para que hiciese otras peores cosas; porque un día, a causa que mi paciencia ya no podía sufrir su gran soberbia, dile un par de coces, por la cual causa él inventó contra mí un crimen y hazaña endiablada: cargóme encima dos barcinas de tascos muy bien ligados con sus cuerdas, y así llevóme por ese camino adelante, y llegado a una aldehuela, hurtó una brasa de fuego encendida y púsola en medio de la carga; el fuego, calentado y criado con el nutrimiento de los tascos, alzó grandes llamas, de manera que el ardor mortal me cubrió, que ni ha—bía remedio a tan gran mal ni parecía socorro alguno a mi salud; y como semejante peligro no sufre tardanza, antes pervierte todo buen consejo, la providencia de la fortuna resplandece a las veces muy alegre en los casos crueles y contrarios. No sé si lo hizo aquí por guardarme para otro mayor peligro; pero cierto ella me libró de la presente y cierta muerte. Acaso estaba un charquillo de agua turbia, que había llovido otro día antes, el cual, como yo vi, lancéme dentro en un salto, sin pensar otro peligro, y la llama fué luego apagada en tal manera, que yo fuí vacío de la carga y escapé libre de la muerte; mas aquel maligno y temerario mozo torný contra mí toda su malignidad que había hecho, diciendo y afirmando a todos los pastores que por ahí estaban que, pasando yo por los fuegos de los vecinos de aquella aldea, de mi propia gana, titubeando los pasos, había tomado aquel fuego, y aun haciendo burla de mí, añadía diciendo: "¿Hasta cuándo habemos de mantener de balde a este engendrador de fuego?

CAPITULO IV

En el cual Lucio cuenta grandes trabajos que padeció por causa de venir a poder y manos de un rapaz que en extremo le fatigó, hasta que una osa le despedazó en el monte.

No pasaron muchos días que me buscó otro mayor engaño. Vendió la carga de leña que yo traía en una casa de aquella aldea, y tornóme vacío a casa, dando voces que no podía su fuerza bastar a mi maldad, y que él no quería más servicio en este miserable oficio, y las quejas que inventaba contra mí eran de esta manera:

—¿Vosotros veis este perezoso, tardón y grande asno? Además de otras maldades que cada día hace, ahora me fatiga con nuevos peligros: como ve por ese camino algún caminante, ahora sea mujer vieja, ahora moza doncella para casar, o muchacho de tierna edad, luego lanzada la carga en el suelo, y aun algunas veces la albarda y cuanto trae encima, con mucha furia corre como enamorado de personas humanas, y lanzados por aquel suelo prueba de hacer con ellos lo que es contra natura, y aun muérdelos con su boca sucia, que parece que los quiere besar; lo cual nos es causa de muchos litigios y cuestiones, y aun quizá algún día nos traerá mayor daño. Que ahora halló en el camino una moza honesta y hermosa, y como la vió, lanzada por ese suelo la carga de leña que traía, arremetió a ella con ímpetu furioso, y el gentil enamorado derribó la mujer por el suelo, y allí, en presencia de todos, trabajaba por subir encima de ella; en tal manera, que si no fuera por los gritos y voces que dió y le acorrieron los que pasaban por el camino, quitándosela de entre medias de los brazos y piernas, cierto que él abriera y rompiera la mezquina de la moza, y ella sufriera la muerte y a nosotros nos dejara pena y malaventura.

Con estas mentiras, mezclando otras palabras que mucho atormentaban a mi vergonzoso callar, incitó cruel y fieramente los ánimos de los pastores para destrucción mía. Finalmente, que uno de ellos dijo:

—Pues que así es, ¿por qué no sacrificamos este marido público y adúltero común de todas y hacemos sacrificio de él, cual lo merecen aquellas sus bodas contra natura. Y tú, mozo, oye: mátalo luego y echa las entrañas y asadura a nuestros perros, y la otra carne guárdala para que coman los gañanes, porque polvoreada ceniza encima del cuero lo llevaremos a sus señores, y, finalmente, podemos mentir diciendo que lo mató un lobo. Cuando esto oyó aquel mortal enemigo y acusador mío estaba muy alegre por ser ejecutor de la sentencia de los pastores, y procurando siempre mi mal, recordándose de aquellas coces que le había dado, y a mí me dolía porque no lo había muerto, quitada toda tardanza comenzó luego a aguzar el cuchillo en una piedra. Entonces uno de la compañía de aquellos labradores dijo:

—Grande mal es que matemos de esta manera un asno tan hermoso como éste, y que por lujuria o amores él sea acusado y carezcamos de su obra y servicio tan necesario; cuanto más que quitándole los compañones nunca más será celoso ni se alzará para hacer mala cosa, a nosotros quitaremos de peligro y él se hará muy más hermoso y grueso. Porque yo he visto muchos, no solamente de estos asnos perezosos, mas caballos muy fieros, que eran celosos en gran manera, y por aquella causa bravos y crueles, y haciéndoles este remedio de castrarlos se tornaban muy mansos, sin ninguna furia, y por esto no eran menos hábiles para traer la carga y hacer todo lo otro que era menester. Si todo esto que os digo creéis y os parece bien, de aquí un poco rato yo he acordado de ir a este mercado que aquí cerca se hace, y tomadas de casa las herramientas que son menester para hacer esta cura, tornaré a vosotros muy presto, y castrado este enamorado cruel y bravo, yo lo entiendo tornar más manso que un cordero.

Con esta sentencia yo fuí revocado de las manos de la muerte; pero como quedé desde entonces reservado para aquella pena, yo lloraba y plañía viendo que era ya muerto en la última parte de mi cuerpo. Finalmente, yo deliberaba de dejarme morir de hambre o de matarme echándome de un risco abajo, porque, aunque hubiese de morir, muriese entero. Entretanto que yo tardaba en pensar y elegir cuál de estas muertes tomaría, a la mañana aquel malvado mozo que me quería matar me llevó a aquel monte donde solíamos traer leña, y allí atóme muy bien del ramo de una encina. Yo muy bien atado, él se fué un poco adelante con su hacha para cortar leña: y he aquí que de una grande cueva que allí estaba salió una osa espantable, alzada la cabeza, la cual, como yo vi, con su vista repentina, muy espantado y temeroso, colgué todo el peso del cuerpo sobre las corvas de los pies, y la cerviz alta tiré cuanto pude: de manera que quebré el cabestro con que estaba atado y eché a huir cuanto pude, y por allí abajo no solamente corría con los pies mas con todo el cuerpo; medio tropezando salí por esos campos llanos, huyendo con grandísimo ímpetu de aquella grande osa y del bellaco del mozo, que era peor que la osa. Entonces un caminante que por allí pasaba, como me vió vagabundo y solitario, cabalgó encima de mí, y con un palo que traía en la mano comenzóme a echar por otro camino que yo no sabía. Pero yo no iba contra mi voluntad, antes me amañaba para andar muy presto, por dejar aquella cruel carnicería de mis compañones, y tampoco me curaba mucho porque aquél me daba con el palo, porque yo estaba acostumbrado que cada día me desollaban a varadas; mas aquella fortuna, que siempre fué contraria y pertinaz a mis casos, pervirtió muy prestamente esta mi huída tan oportuna y luego ordenó otras nuevas asechanzas. Aquellos mis pastores andaban a buscar una vaquilla que se les había perdido, y habiendo atravesado y andado por muchas partes, acaso encontraron con nosotros, y luego como me conocieron tomáronme por el cabestro y comenzáronme a llevar; pero aquel otro resistía con mucha osadía, llamando ayuda y protestando la fe de los hombres y del señorío que tenía en mí, diciendo: "¿Por qué me robáis lo mío?, ¿por qué me salteáis ?" Ellos dijeron: "; Tú dices que te tratamos descortésmente llevando como llevas hurtado nuestro asno? Antes has de decir dónde escondiste el mozo que traía el asno, el cual tú mataste." Y diciendo esto dieron con él en tierra y sacudiéronle muy bien de coces y puñadas; y él juraba que nunca había visto quién trajese el asno, sino que lo cierto era que él lo había hallado suelto y solo por ese camino, y que lo había tomado por ganar el hallazgo; pero que la verdad era que él tenía pensamiento de restituirlo a su dueño, y que pluguiese a Dios que este asno, el cual nunca hubiese encontrado, pudiera hablar con voz humana para que declarara y diera testimonio de su inocencia, porque cierto a ellos les pesara de la injuria que le habían hecho. De esta manera, porfiando y defendiendo su causa, ninguna cosa le aprovechaba, porque los pastores enojados le echaron las manos al pescuezo y así lo tornaron hasta cerca de aquella montaña donde el mozo acostumbraba hacer leña para llevar a casa; el cual nunca pareció en toda aquella tierra, pero al cabo hallaron su cuerpo desmembrado y despedazado derramado por muchas partes; lo cual yo por muy cierto sentía que era hecho por los dientes de aquella osa, y por Dios yo dijera lo que sabía si la copia de hablar me ayudara, más aquello só o que podía me alegraba entre mí de aquella venganza, aunque había venido tarde. Los pastores cogieron todos aquellos pedazos del cuerpo, y con mucha pena ayuntado y compuesto lo enterraron allí; de esta manera, criminando y acusando a mi guiador indubitado y mi bellorofonte, diciendo que era cruelmente ladrón y matador, lleváronlo bien preso y atado; tornáronse a sus casas y chozas diciendo que otro día siguiente lo llevasen ante la justicia para que le diesen la pena que merecía. Entretanto que los padres del mozo muerto lloraban y plañían su hijo, he aquí de viene aquel rústico que había ido al mercado, al cual no se le había olvidado lo que prometió; y venía pidiendo muy ahincadamente que me castrasen, a lo cual uno de los que allí estaban dijo:

—No es nuestro daño presente de lo que tú ahora solamente pides. Pero antes conviene que mañana, no solamente cortemos la natura a este pésimo asno, mas es razón que también le cortemos la cabeza, y no creas que para esto te faltará ayuda y diligencia de éstos.

En esta manera fué hecho que mi malaventura se dilatase hasta otro día. Yo, entre mí, daba gracias al bueno del mozo, porque al menos siendo muerto daba un día de espacio a mi carnicería. Pero con todo esto nunca fué dado un poquito de espacio a mi reposo y placer, porque la madre de aquel mozo, llorando la muerte amarga de su hijo, con muchas lágrimas y llantos, cubierta de luto, mesaba sus canas con ambas manos, aullando y gritando, y de esta manera lanzóse en mi establo, adonde abofeteándose la cara y dándose de puñadas en los pechos, dijo de esta manera:

—Ahora este asno está muy seguro sobre su pesebre, entendiendo en tragar y comiendo siempre ensancha su profunda barriga, que nunca se harta, y no se recuerda de mi amarga mancilla ni del caso desdichado que aconteció a su maestro difunto; antes me parece que menosprecia y tiene en poco mi vejez y flaqueza y piensa que pasará sin pena de tan gran crimen como hizo cometió; pero como quiera que sea, él presume que es inocente y sin culpa, que cierto es cosa conveniente a los malos atrevimientos contra la conciencia culpada esperar seguridad. Mas, ¡oh Dios!, tornando a mi propósito, tú, bestia, de cuatro pies maligna, aunque tomases prestada habla de hombre, ¿a quién, aunque fuese la más necia persona del mundo, podrías persuadir que esta crueldad tuya puede vacar de culpa? Mayormente que tú pudieras socorrer y ayudar al mezquino del mozo a coces y bocados. ¿Cómo pudiste muchas veces darle de coces y no pudiste cuando le mataban defenderlo con aquella misma osadía y esfuerzo? Cierto tú pudieras arrebatarlo encima de tus espaldas y escaparlo de las manos de aquel cruel ladrón y enemigo. Fi—nalmente, no debieras tú solo echar a huir y desamparar aquel tu compañero maestro y pastor. No sabes que aquellos que niegan ayuda y socorro a los que están en peligro de muerte, que porque van contra las buenas costumbres y contra lo que son obligados, suelen ser punidos y castigados? Pero tú, homicida traidor, no te alegrarás mucho tiempo con mi pena y tribulación: yo te prometo haga de manera que sientas este miserable dolor mío tenga fuerzas naturales.

Y como esto dijo, desenvueltas sus manos, desató una faja que traía ceñida, y ligados mis pies y manos con ella me apretó muy fuertemente, porque no restase solaz alguno para mi venganza, y arrebató una anca con que se solían cerrar las puertas del establo y no cesó de darme de palos, hasta que con el peso del madero vencida y fatigada su fuerza le saltó de la mano. Entonces, quejándose que tan presto había cansado, arremetió al fuego y tomó un tizón ardiendo, y lanzómele en medio de estas ingles, que me quemó, hasta que ya no me restaba sino sólo un remedio, en que me esforzaba, que solté un chisquete de líquido, que le ensucié toda la cara y los ojos. Finalmente, que con aquella ceguedad y he dor se apartó tanta pena y destrucción de mí, que, si no, perecía yo, asnal Meleagro, quemado por aquella Altea.