Mirando atrás desde 2000 a 1887 Capítulo 2

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El treinta de mayo de 1887 cayó en lunes. Era una de las fiestas anuales de la nación en el último tercio del siglo diecinueve, estando caracterizada por el nombre de "Decoration Day", para hacer honor a la memoria de los soldados del Norte que tomaron parte en la guerra para la preservación de la unión de los Estados. Los supervivientes de la guerra, escoltados por desfiles civiles y militares y bandas de música, solían con esta ocasión visitar los cementerios y poner coronas de flores sobre las tumbas de sus camaradas muertos, siendo una ceremonia muy solemne y conmovedora. El hermano mayor de Edith Bartlett había caído en la guerra, y en el "Decoration Day" la familia tenía costumbre hacer una visita al Monte Auburn, donde yace.

Pedí permiso para formar parte del grupo, y, a nuestro regreso a la ciudad a la caída de la tarde, me quedé a cenar con la familia de mi prometida. En el vestíbulo, después de cenar, recogí un periódico de la tarde y leí algo sobre una reciente huelga en los sindicatos de la construcción, que probablemente retrasaría todavía más la terminación de mi desafortunada casa. Recuerdo claramente cuánto me exasperó esto, y las maldiciones, tan enérgicas como la presencia de las señoras lo permitía, que eché en abundancia sobre los trabajadores en general, y estos huelguistas en particular. Tuve abundante apoyo de los que estaban a mi alrededor, y los comentarios hechos en la divagante conversación que siguió, sobre la conducta sin principios de los agitadores laborales, estaban calculados para que les zumbasen los oídos a esos caballeros. Estuvimos de acuerdo en que las cosas iban de mal en peor muy deprisa, y que no había vaticinio de dónde iríamos a parar dentro de poco. "Lo peor de esto," recuerdo que dijo la señora Bartlett, "es que las clases trabajadoras de todo el mundo parece que se están volviendo locas a la vez. En Europa es mucho peor incluso que aquí. Estoy segura de que no me atrevería a vivir allí en absoluto. El otro día le pregunté al señor Bartlett adónde emigraríamos si tuviesen lugar todas las terribles cosas con que amenazan esos socialistas. Dijo que no conocía ningún lugar hoy día donde la sociedad pueda ser llamada estable excepto Groenlandia, la Patagonia, y el Imperio Chino." "Esos chinos sabían lo que se hacían," añadió alguien, "cuando se negaron a dejar entrar nuestra civilización occidental. Sabían adónde conduciría mejor que nosotros. Vieron que no era otra cosa que dinamita enmascarada."

Después de esto, recuerdo que me llevé a Edith aparte y traté de persuadirla de que sería mejor que nos casásemos de inmediato sin esperar a que terminasen la casa, y que pasásemos el tiempo viajando hasta que nuestra casa estuviese lista para nosotros. Ella estaba notablemente elegante esa noche, el vestido de luto que llevaba en reconocimiento del día realzaba sobremanera la pureza de su tez. Puedo verla incluso ahora, con mi imaginación, tal y como aquella noche. Cuando me fui, me siguió hasta el recibidor y la besé para despedirme como de costumbre. No había ninguna circunstancia fuera de lo común que diferenciase esta partida de las ocasiones previas en que nos habíamos dicho adiós por una noche o un día. No había absolutamente ninguna premonición en mi pensamiento, y estoy seguro de que en el de ella tampoco, de que esta era algo más que una separación corriente.

En fin, ¡qué le vamos a hacer!

La hora a la que había dejado a mi prometida era bastante temprana para un enamorado, pero el hecho no era un reflejo de mi fidelidad. Yo era un insomne empedernido, y de no ser por esto habría estado perfectamente bien, pero ese día había terminado completamente exhausto a cuenta de haber dormido muy poco las dos noches anteriores. Edith sabía esto y había insistido en mandarme a casa a las nueve en punto, con órdenes estrictas de irme a la cama inmediatamente.

La casa en que vivía había sido ocupada por tres generaciones de mi familia de la cual yo era el único representante vivo en línea directa. Era una mansión grande, de madera envejecida, muy elegante al estilo tradicional en su interior, pero situada en un barrio que hacía tiempo que se había convertido en no deseable para residir en él, desde que fue invadido por casas de pisos y fábricas de manufacturas. No era una casa a la que yo pudiese pensar traer a una recién casada, mucho menos a una como Edith Bartlett. Había puesto anuncios para venderla, y mientras la usaba meramente para dormir, cenando en mi club. Un sirviente, un fiel hombre de color con el nombre de Sawyer, vivía conmigo y atendía mis pocas necesidades. Esperaba echar de menos sobremanera una característica de la casa cuando la dejase, y esta era el dormitorio que había hecho construir bajo los cimientos. No podría haber dormido en la ciudad en absoluto, con sus incesantes ruidos nocturnos, si me hubiesen obligado a usar las habitaciones de arriba. Pero hasta esta habitación subterránea nunca penetraba ni un murmullo del mundo que había por encima. Cuando entraba y cerraba la puerta, estaba rodeado por el silencio de una tumba. Para evitar que la humedad del subsuelo penetrase en la habitación, los muros habían sido construidos con cemento hidráulico y eran muy espesos, y el suelo estaba igualmente protegido. Para que la habitación pudiese servir también como una cámara acorazada igualmente a prueba de violencia y llamas, para el almacenamiento de objetos de valor, le había puesto un techo de losas de piedra herméticamente selladas, y la puerta exterior era de hierro con una espesa capa de asbesto. Una pequeña tubería, que comunicaba con un molino de viento en lo alto de la casa, aseguraba la renovación del aire.

Podría parecer que el inquilino de tal habitación debería ser capaz de comandar el sueño, pero era raro que durmiese bien, incluso allí, dos noches seguidas. Estaba tan acostumbrado a la vigilia que poco me importaba la pérdida del descanso de una noche. Una segunda noche, sin embargo, pasada en mi sillón de lectura en vez de en la cama, me fatigaba, y yo no me permitía ir más allá sin haber dormido, por temor al desorden nervioso. De esta afirmación puede inferirse que tenía a mi disposición algunos medios artificiales, como último recurso, para inducir el sueño, y de hecho los tenía. Si después de dos noches sin dormir me encontraba aproximándome a una tercera sin sensación alguna de ganas de dormir, mandaba llamar al Dr. Pillsbury.

Era doctor por cortesía únicamente, lo que en aquellos días se llamaba un doctor "irregular" o "curandero". Él se llamaba a sí mismo "Profesor de Magnetismo Animal". Lo había encontrado durante el curso de unas investigaciones de aficionado sobre el fenómeno del magnetismo animal. No creo que él supiese nada de medicina, pero era ciertamente un eminente hipnotizador. Yo solía mandar que lo llamasen, con el propósito de que me indujese el sueño mediante sus manipulaciones, si veía que era inminente una tercera noche de insomnio. Por grande que fuese mi excitación nerviosa o mi preocupación mental, el Dr. Pillsbury nunca fallaba, trascurrido muy poco tiempo me sumía en un profundo sueño, que continuaba hasta que era despertado por el proceso hipnótico inverso. El proceso para despertar al durmiente era mucho más simple que para ponerlo a dormir, y por conveniencia, había hecho que el Dr. Pillsbury le eseñase a Sawyer cómo se hacía.

Sólo mi fiel sirviente sabía para qué propósito me visitaba el Dr. Pillsbury, o incluso que me hubiese visitado. Por supuesto, cuando Edith fuese mi esposa, yo debería contarle a ella mis secretos. Hasta ahora no se lo había contado, porque había incuestionablemente un ligero riesgo en el sueño hipnótico, y sabía que ella podría oponerse a mi práctica. El riesgo, desde luego, era que podía llegar a ser demasiado profundo y pasar a ser un trance más allá de los poderes que el hipnotizador tenía para poder romperlo, resultando en la muerte. Repetidos experimentos me habían convencido de que el riesgo era casi nulo si se ejercían las razonables precauciones, y de esto tenía la esperanza, aunque con mis dudas, de convencer a Edith. Me fui a casa directamente después de dejarla, e inmediatamente mandé a Sawyer que trajese al Dr. Pillsbury. Mientras tanto, fui en pos de mi dormitorio subterráneo, y quitándome el traje para ponerme un cómodo batín, me senté a leer las cartas del correo de la tarde que Sawyer había dejado en mi mesa de lectura.

Una de ellas era del constructor de mi nueva casa, y confirmaba lo que yo había deducido del artículo del periódico. Los nuevos huelguistas, dijo, han pospuesto indefinidamente la consumación del contrato, y ni los maestros ni los obreros cederían en el motivo de la discusión sin un largo forcejeo. El deseo de Calígula era que los romanos sencillamente tuviesen un cuello que él pudiese cercenar, y mientras leía esta carta me temo que por un momento fui capaz de desear lo mismo en relación a las clases trabajadoras de América. El regreso de Sawyer con el doctor interrumpió mis tenebrosas meditaciones.

Parece que había sido difícil conseguir sus servicios, porque se estaba preparando para dejar la ciudad esa misma noche. El doctor me explicó que desde que me había visto la última vez, se había enterado de que un excelente profesional iba a comenzar a ejercer en una ciudad lejana, y decidió tomar puntual ventaja de ello. Al preguntarle, con cierto pánico, cómo iba a hacer yo para que alguien me indujese el sueño, me dio los nombres de varios hipnotizadores de Boston que, me aseguró, tenían tan magníficos poderes como él.

Algo aliviado por esto, di instrucciones a Sawyer para que me despertase al día siguiente a las nueve de la mañana, y, echándome en la cama vestido con mi batín, adopté una postura cómoda, y me rendí a las manipulaciones del hipnotizador. Debido, quizá, a mi inusual estado de nervios, tardé más de lo habitual en perder la consciencia, pero finalmente una deliciosa somnolencia se adueñó de mi.