Mis odios

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Filosofía y Crítica



MIS ODIOS


El odio es santo. En la indignación de los corazones fuertes y paternos, el desdén mittante de aquellos a quienes la médiania y la necedad enojan. Odiar es amar, es tener el alma ardiente y generosa, es vivir holgadamente despreciando las cosas estúpidas y vergonzosas.

El odio consuela, el odio hace justicia, el odio engrandece.

Me he sentido más joven y más animoso cada vez que me he rebelado contra la platitud de mi tiempo. He hecho del odio y de ia arrogancia mis compañeros; me he complacido en 'aislarme, y en mi aislamiento me ha satisfecho odiar lo que lesionaba lo justo y lo verdadero. Si hoy valgo algo es porque estoy solo y porque odio.

Odio a los hombres incapaces e impotentes; me mortifican. Me han quemado la sangre y alterado mis nervios. Nada más irritante. que esos brutos que se contonean sobre los pies como patos y miran con ojos de asombro y con la boca abierta. No he podido nunca dar dos pasos en la vida sin encontrar tres imbéciles, y esto me tiene triste. Por todas partes los hay. El vulgo se compone de necios que os salen al paso para salpicaros el rostro con la baba de su medianía. Estos necios se mueven y hablan, y su aspecto, gesto y yoz me molesta hasta el punto de que prefiero, como Stendal, un malvado a un tonto. ¿Qué podemos hacer, pregunto, de tales gentes en estos tiempos de luchas y de marchas forzadas? Al salir del viejo mundo, nos precipitamos hacia un mundo nuevo. Los imbéciles se cuelgan de nuestro brazo, se meten entre nuestras piernas con estúpidas

čarcajadas y sentencias absurdas, y hacen el camino resbaladizo y penoso. En vano queremos desprendernos de ellos; nos apremian, nos ahogan y cada vez más se pegan a nosotros. ¡Y qué! estamos en la época en que los ferrocarriles y el teléfono nos transportan en cuerpo y alma a lo infinito y a lo absoluto en la época graye e inquieta en que el espíritu humano se consagra a la gestación de una verdad nueva, y hay sin embargo, hombres incapaces y necios que niegan lo presente y se pudren en el estrecho y nauseabundo charco de su trivialidad. Los horizontes se dilatan, la' luz asciende e inunda el cielo. Ellos se hunden a placer en el fango tibio en que su vientre digiere con voluptuosa lentitud; cierran sus ojos de buho que ofende la claridad, gritan que se les turba y que no pueden levantarse tarde, rumiando con comodidad el heno que muelen a mandíbula suelta en el pesebre de la bestieza común. Podemos conseguir algo de los locos; los locos piensan y tienen todos alguna idea, cuya tensión exagerada ha roto el resorte de su inteligencia. Los dementes son enfermos del espíritu y del corazón; almas desdichadas, pero llenas de vida y de fuerza.

Quiero escucharlos, porque espero ver brillar en medio del caos de sus 'pensamientos, alguna verdad suprema. Pero, por el amor de Dios, que maten a los necios y a ļas medianías, a los incapaces y a los estúpidos; establézcanse leyes que nos libren de esas gentes que abusan de su ceguedad para decir que es de noche. Hora es ya de que los hombres de valor y de energía tengan su 93: el insoluble reinado de las medianías ha hartado al mundo; los mediocres deben ser conducidos en masa a la plaza de la Grève.

L'es odio.

Odio a los hombres que se encastillan en una idea personal y'van como un rebaño empujándose unos a otros e inclinando la cabeza para no ver el resplandor del cielo. Cada reba- · ño tiene su dios, su ídolo, en cuyas aras inmola la gran verdad humana. De éstos hay en París varios centenares, de veinte a treinta en cada esquina, con una tribuna desde lo alto de la cual arengan solemnemente al pueblo. Siguen mansamente su camino, con gravedad en su platitud, lanzando gritos de desesperación cuando se les turba en su fanatismo pueril. Vosotros todos, los que les conoceis, mis amigos los poetas, los novelistas, sabios y simples curiosos, vosotros, los que habéis ido a llamar a las puertas de esas gentes graves que se encierran para cortarse las uñas, atreveos a decir conmigo en alta voz, a fin de que la multitud os oiga, que os han echado fuera de su capillita, como bedeles miedosos e intolerantes. Decid que se han burlado de vuestra inexperiencia, consistente en negar toda verdad que no es su error. Referid la historia de vuestro primer artículo, cuando os habeis presentado con vuestra honrada y convencida prosa y habeis tropezado con esta respuesta: «Elogiais a un hombre de talento, que no pudiendo tener talento para nosotros, no debe tenerlo para nadie». ¡ Bello espectáculo el que nos ofrece este París inteligente y justo! Hay allí arriba o allí bajo, en una esfera lejana seguramente, una verdad una y absoluta que rige los mundos, y nos impulsa al porvenir. Hay aquí cien verdades que chocan entre sí y se rompen, cien escuelas que sé injurian, cien rebaños que balan negándose a avanzar. Los unos echan de menos un pasado que no puede- volver, los otros sueñan un porvenir que no Hegará jamás: los que sueñan en el presente, hablan de él como de una eternidad. Cada religión tiene sus sacerdotes, cada sacerdote sus ciegos y sus eunucos. Nada de preocuparse de la realidad; una simple guerra civil, una batalla de piluelos ametrallándose a disparos de bolas de nieve, una inmensa farsa en la que el pasado y el porvenir, Dios y el hombre, la mentira y la necedad, son los monigotes complacientes y grotescos.

¿ Dónde están, pregunto, los hombres libres los que viven su vida propia, que no enciesu pensamiento en el estrecho círculo de un dogma y que se dirigen resueltamente hacia la luz, sin temor. a desmentirse mañana, que no tienen otra preocupación más que lo justo y lo verdadero? ¿ Dónde están los rran | | hombres que no forman parte de la «claque»

juramentada que no aplaude sino a una şeñal del jefe, a Dios o al príncipe, al pueblo o a, la aristocracia? ¿ Dónde están los hombres que viven aislados, lejos de los rebaños humanos, los que acogen bien todo lo grande, los que desprecian las camarillas y preconizan la libertad ae pensar? Cuando estos hombres hablan, las gentes graves y estúpidas se enfadan y los abruman con su peso; luego vuelven con aire solemne a su digestión, y entre ellos prueban de una manera indudable que todos son unos imbéciles.

Les odio.

Odio a los burlones malsanos, a los jovenzuelos que chancean sobre todas las cosas, no pudiendo imitar la cargante gravedad de sus papás. Hay carcajadas más hueras aún que el silencio diplomático. La época de ansiedad en que vivimos trae aparejada una alegría nerviosa impregnada de angustia que me irrita dolorosamente, como el sonido de una lima frotada contra los dientes de una sierra. ¡Callad, todos •los que os habeis impuesto la tarea de divertir al público, vosotros no sabeis ya reir; reís con tal actitud, que producís dentera! Vuestras bromas lastiman; vuestras maneras ligeras tienen la gracia de las posturas de los dislocados; vuestros saltos peligrosos son grotescas volteretas en las que os exhibís lastimosamente. No veis que no estamos de humor de chanzas? Miraos, llorareis hasta vosotros mismos. ¿A qué esforzaros, a qué golpearos los costados para encontrar gracioso lo que es siniestro? No es así como se reía en otro tiempo, cuando todavía se podía reir. Hoy la alegría es un espasmo, el buen humor una locura que sacude. Nuestros reidores, los que tienen una reputación de buen humor, son gentes fúnebres que cogen en la mano cualquier hecho, cualquier hombre, y lo estrujan hasta que estalla, como niños traviesos que nunca juegan bien con sus juguetes hasta que los destrozan. Nuestras risas son las de las gentes que se aprietan los costados cuando ven que cae un transeunte y se rompe un miembro. Nos reimos de todo, cuando no hay el más 'leve motivo de risa.

De esta suerte somos un pueblo muy alegre; nos reimos de nuestros grandes hombres y de nuestros malvados, de Dios y del diablo, de los otros y de nosotros mismos. Hay en París todo un ejército que mantiene al público en perpetua hilaridad; la farsa consiste en ser estúpido alegremente, como otros son bes- 6.

| tias con toda solemnidad. En cuanto a mí, deploro que haya tantos hombres de chispa y tan pocos de verdad y de liberal justicia.

Cada vez que veo a un muchacho soltar la carcajada para el placer del público, le compadezco, y siento que no sea bastante rico para vivir en la holganza, en lugar de reir de un modo tan poco digno. Pero no tengo compasión para los que rien siempre, sin derramar nunca una lágrima.

Les odio.

Odio a los estúpidos que todo lo miran con desdén; a los impotentes que dicen que nuestro arte y nuestra literatura mueren de muerte natural. Esos son los cerebros más vacíos y los corazones más secos, gentes enterradas en lo pasado que ojean con desprecio las obras vivas y calenturientas de nuestra edad de nulas y estrechas. Yo miro las cosas de distinta manera. Me preocupo poco de la belleza y de la perfección. Me burlo de los grandes siglos. Sólo me interesa la vida, la lucha, la fiebre. Me encuentro muy a mi gusto entre nuestra generación. Me parece que el artista no puede desear época mejor ni medio más adecuado. No hay ya ni maestros ni y las califican escuelas. Vivimos en plena anarquía, y cada uno de nosotros es un rebelde que piensa, crea y se bate por sí mismo. La hora es decisiva; esperamos a los que ataquen mejor y más recio, a aquellos cuyos puños tengan suficiente fuerza para cerrar las bocas; y cadá nuevo luchador abriga en el fondo una vaga esperanza de ser el dictador, el tirano de mañana. Luego ¡qué horizonte tan dilatado! ¡Cómo sentimos palpitar en nosotros las verdaɖes del porvenir! Si balbuceamos es apremiados por las muchas cosas que tenemos que decir. Estamos en el dintel de un siglo de ciencia y de realidad, y momentos hay en que vacilamos como hombres ébrios ante la gran claridad que se levanta ante nosotros. Pero trabajamos, preparamos la tarea de nuestros hijos, estamos en la hora de la demolición, cuando el polvo del yeso llena el aire y caen con estrépito los escombros. Mañana el edificio será reconstruido. Habremos tenido las abrasadoras alegrías, la angustia dulce y amarga del alumbramiento; habremos tenido las obras apasionadas, los gritos libres de la verdad, todos los vicios y las virtudes de los grandes siglos en su cuna. Nieguen los ciegos nuestros fuerzos; vean en nuestras luchas las convulsiones de la agonía, no obstante ser estas luchas los primeros vagidos del nacimiento. Al fin y al cab: 30n ciegos.

Les odio.

Odio a los fámulos que nos dirigen, a los pedantes y a los hombres fastidiosos que rehusan la vida. Estoy por las libres, manifestaciones del genio humano. Creo en una serie no-interrumpida de exposiciones humanas, en una interminable galería de cuadros, y lamento no poder vivir siempre para asistir a la eterna comedia que consta de mil actos diversos.

Soy un simple curioso. Los necios que no se atreven a mirar hacia adelante, miran átrás.

Quieren constituir el presente con las reglas del pasado, y quieren que el porvenir, tome por modelo las obras y los hombres de los tiempos que fueron. Amaneceráni los días, y cada uno de ellos traerá una nueva idea, un arte nuevo, una nueva literatura. Las obras serán tantas y tan variadas como las sociedades, y ellas se transformarán eternamente.

Pero los impotentes no quieren ensanchar el marco; han formado la lista de las obras. ya producidas, y han obtenido así una verdad relativa de la que hacen una verdad absoluta. No creeis, imitad. Y he ahí porqué odio a las gentes neciamente graves, y a las neciamente alegres, y a los artistas y a los críticos que quieren hacer estúpidamente la verdad de hoy con la verdad de ayer: No comprenden que avanzamos y que los paisajes cambian.

Les odio.

Y :hora ya sabéis cuáles son mis amores, mis bellos amores de mi juventud.

París, 1866.