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Motivos de Proteo: 098

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XCVII - Los viajes en la revelación y el desenvolvimiento de las vocaciones científicas. Montesquieu; Stuart Mill.

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Si, tratándose de la vocación del artista, la variedad de objetos propios para interesarle, favorece al hallazgo del que acertará a despertar el estímulo de la obra, otro tanto sucede con los géneros de aptitud que caen dentro de los términos de la ciencia. Un objeto que la perpetua mudanza de los viajes pone ante los ojos, mueve acaso el impulso original de atención, de curiosidad, de interés, que se prolonga en obsesión fecunda y decide a la actividad perseverante y entusiástica en determinado orden de investigación. Sea éste, por ejemplo, la historia. De paso Gibbon en la Ciudad Eterna, detiénese, un día, allí donde era el Foro; y la contemplación de las ruinas, preñadas de recuerdos, suscita en él la idea de su magno propósito de historiador. Viajando Irving por los pueblos de Europa, sin haber hallado aún la manera como debe concretar una vaga vocación literaria, llega a Castilla; reanímanse en su mente, en aquellas muertas ciudades, los grandes tiempos del descubrimiento de América; busca sus huellas en los archivos y los monumentos, y esto le pone en el camino por donde ha de vincular su nombre a la inmortalidad de tanta gloria.

Pero más todavía que en la revelación de la aptitud, vese este influjo en su desenvolvimiento y ejercicio. Los viajes son escuela inexhausta de observación y de experiencia; museo donde nada falta; laboratorio cuya extensión y riqueza se miden por la superficie y contenido del mundo; y dicho esto huelga añadir en qué grado eminente importan a la cultura y el trabajo del pensamiento investigador. Aun prescindiendo de las ciencias de la naturaleza, en las que el viajar es modo de conocimiento sin el cual no se concebiría cabalmente la obra de un Humboldt, un Darwin o un Haeckel; aun en las ciencias del espíritu y de la sociedad, donde la observación sensible no es tanta parte del método, pero es siempre parte importantísima, fácil será imaginar hasta qué punto puede acrisolarse la eficacia de la observación, en quien ha nacido para ejercitarla, con la infinita diversidad de las circunstancias y los hechos; y el apartamiento de las cosas tras que se amparan la pasión y la costumbre; y el cotejo de la versión vulgar o libresca con el hecho vivo; y el poner a prueba cada día la inducción naciente en nuevas piedras de toque, con que se lleve a sus posibles extremos de rigurosidad las que llamó Bacon tablas de ausencia y de presencia.

La tradición antigua, que muestra antecedida de largos y prolijos viajes la labor de los primitivos historiadores, como Herodoto; de los legisladores y educadores de pueblos, como Licurgo y Solón; de los filósofos, desde Thales y Pitágoras, no indica sólo un hecho derivado de las condiciones peculiares de una civilización naciente y menesterosa del impulso extraño: encierra un ejemplo más alto y esencial, para la disciplina del espíritu y la sólida confirmación del saber; y la oportunidad de este ejemplo persiste, aun después que los libros impresos traen al acervo común la averiguación de cada uno, y que la noticia de las cosas se trasmite casi instantáneamente a las antípodas de donde se producen o de donde se piensan. Dos ilustres maestros de las ciencias políticas, entre otros que pudieran citarse, dieron prueba de tener en su justo valor la observación real y directa, que en los viajes se aplica, como medio para la originalidad y sinceridad del pensador: Montesquieu, que cuando vislumbra la idea del Espíritu de las leyes dedica años de su vida a recorrer los pueblos de Europa, antes de recluirse en su castillo de Brede, a fin de concentrar el pensamiento en la porfiada ejecución; y Adam Smith, cuya magna obra De la riqueza de las naciones fue precedida por los viajes que, en compañía del duque de Buckleng, realizó acumulando los elementos que con la observación de cada sociedad adquiría, para retirarse luego a elaborar esta preciosa cosecha en su casa de campo de Kirkaldi, que vio nacer a aquella Biblia de la utilidad.

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