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Motivos de Proteo: 120

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CXIX - Empezar por la simulación y acabar por la sinceridad.

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Otra forma de engaño, de las que usurpan la autoridad de la razón en el gobierno de nuestras ideas, es la que podría calificarse, en cierto modo, de contraria a la que acabamos de considerar: el entusiasmo y fervor que se encienden, inopinadamente y con fuerza avasalladora, en la dolosa práctica de una fe mentida.

Empezar por la simulación y concluir por la sinceridad, no es un caso infrecuente en las opiniones de los hombres. Tomas partido, adoptas una idea, sin convencimiento real, quizá por motivo interesado, quizá siguiendo pasivamente huellas de otros. Luego, en la confesión o actividad de esa idea, te ilusionas hasta creerte firme y desinteresadamente convencido; y así, lo que primero fue máscara y engaño, pasa a ser, hasta cierto punto, verdad, capaz de inflamarte en llamas de pasión, y aun de arrebatarte al sacrificio generoso.

No implica esto que hayas llegado a convencerte: implica sólo que el simulacro con que engañaste a los demás ha concluido por engañarte a ti mismo, y piensas y sientes como si dentro de ti hubiera una idea que te gobernase por los medios propios de la madura convicción o de la fe profunda, cuando no hay sino una sombra traidora, a la que, imprudentemente, hiciste camino en tus adentros pensando tener dominio sobre ella, y que te ha robado tu libertad, obrando en ti como el mandato hipnótico a que se obedece, sin saberlo, después que se ha vuelto a la vigilia. ¿Cuántas veces el mentiroso concluye por creer, con toda ingenuidad, en sus inventos? El discutidor falaz ¿cuántas veces pasa, sin transición consciente, de la artificiosidad de sus sofismas, al apasionamiento cierto y a la ilusión de que rompe lanzas por la verdad? ¿Cuántas el enamorado falso, compadecido de sí mismo, llora como penas de amor las que mueve el despecho de su ambición o de su orgullo? El más vil culpado ¿cuántas halla, en la dialéctica de su interés, recursos con que aplacar a su conciencia, y aun, con que obtener que ella le declare inocente? ¿Cuántas el divino poeta llega a sentir la realidad de lo que finge, hasta tomar, olvidando su personalidad verdadera, el alma de sus criaturas?...

Caso semejante a ésos es éste del ilusionado por sus propios fingimientos de entusiasmo y de fe. Quien tenga hecha una mediana observación en los secretos de las opiniones humanas, no dejará de conocer algún ejemplar de este linaje de convencidos y creyentes, que empezaron por un aparentar habilidoso, o cuando más, por una adhesión sin fervor ni madurez reflexiva, y que, después de mezclados en el tumulto de la acción, créense ellos mismos sinceros, lo cual es casi como si lo fueran, y obran al tenor de esta sinceridad, y tal vez se manifiestan capaces de los extremos de constancia, lealtad y valentía, en que muestra su temple la convicción heroica.

La primera palabra que, afirmando falsamente una idea, se dice en alta voz; el primer acto con que se aparenta servirla, ante las miradas ajenas, son ya un paso en el sentido de olvidar lo que hubo, en la intención, de mentira. Después, amores y odios que nacen de la acción; el interés y la vanidad, mancomunados en pro de la perseverancia; la sugestión de la sociedad de que se entra a formar parte; la táctica sutil y poderosa del hábito: todo conspira a redondear la obra. De esta manera, se cría un remedo de convicción que engaña a la propia alma en que se produce; que no es una pura falsedad, un arte de cómico, puesto que arrastra consigo el corazón y la creencia, y tal cual te figuras a ti mismo, así te hace aparecer ante el mundo, siendo tú el primer engañado; pero que dista más aún de la convicción entera y verdadera: aquella que tiene su asiento en la razón y que no llega a ti cautelada por el interés y la costumbre, sino que te busca de frente y triunfa de ti esgrimiendo, como arma, tu propio y libre pensamiento.