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Motivos de Proteo: 128

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CXXVII - La despedida de Gorgias.

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Ésos que están sentados a una mesa donde hay flores y ánforas de vino, y que preside un viejo hermoso y sereno como un dios; ésos que beben, mas no dan muestra de contento; ésos que suelen levantarse a consultar la altura del sol, y a veces se enjugan una lágrima, son los discípulos de Gorgias. Gorgias ha enseñado, en la ciudad que fue su cuna, nueva filosofía. La delación, la suspicacia, han hecho que ella ofenda y alarme a los poderosos. Gorgias va a morir. Se le ha dado a escoger el género de muerte, y él ha escogido la de Sócrates. A la hora de entrarse el sol ha de beber la cicuta; aún tiene vida por dos más, y él las pasa en serenidad sublime, rector de melancólica fiesta, donde las flores acarician los ojos de los convidados, que el pensamiento enciende con luz íntima, y un vino suave difunde el soplo para el brindis postrero. Gorgias dijo a sus discípulos: «Mi vida es una guirnalda a la que vamos a ajustar la última rosa».

Esta vez, el placer de filosofar con gracia, que es propio de almas exquisitas, se realzaba con una desusada unción. -Maestro -dijo uno-, nunca podrá haber olvido en nosotros, para ti ni para tu doctrina. -Otro añadió: -Antes morir que negar cosa salida de tus labios. -Y cundiendo este sentimiento, hubo un tercero que propuso: -Jurémosle ser fieles a cada una de sus palabras, a cuanto esté virtualmente contenido en cada una de sus palabras; fieles ante los hombres y en la intimidad de nuestra conciencia; siempre e invariablemente fieles!... -Gorgias preguntó al que había hablado de tal modo: -¿Sabes, Lucio, lo que es jurar en vano? -Lo sé -repuso el joven-; pero siento firme el fundamento de nuestra convicción, y no dudo de que debamos consolar tu última hora con la promesa que más dulce puede ser a tu alma.

Entonces Gorgias comenzó a decir de esta manera:

-¡Lucio! Oye una anécdota de mi niñez. Cuando yo era niño, mi madre se complacía tanto en mi bondad, en mi hermosura, y sobre todo, en el amor con que yo pagaba su amor, que no podía pensar sin honda pena en que mi niñez y toda aquella dicha pasaran. Mil y mil veces la oía repetir: «¡Cuánto diera yo por que nunca dejases de ser niño!...» Se anticipaba a llorar la pérdida de mi dulce felicidad, de mi bondad candorosa, de aquella belleza como de flor o de pájaro, de aquel amor único, merced al cual sólo ella existía en la tierra para mí. No se resignaba a la idea de la obra ineluctable del Tiempo, bárbaro numen que pondría la mano sobre tanto frágil y divino bien, y desharía la forma delicada y graciosa, y amargaría el sabor de la vida, y traería la culpa allí donde estaba la inocencia sin mácula. Menos aún se avenía con la imagen de una mujer futura, pero cierta, que acaso había de darme penas del alma en pago de amor. Y tornaba al pertinaz deseo: «¡Cuánto daría por que nunca, nunca, dejases de ser niño!...» Cierta ocasión oyóla una mujer de Tesalia, que pretendía entender de ensalmos y hechizos, y le indicó un medio de lograr anhelo tan irrealizable dentro de los comunes términos de la naturaleza. Diciendo cierta fórmula mágica, había de poner sobre mi corazón, todos los días, el corazón de una paloma, tibio y mal desangrado aún, que sería esponja con que se borraría cada huella del tiempo; y en mi frente pondría la flor del íride silvestre, oprimiéndola hasta que soltase del todo su humedad, con lo que se mantendría mi pensamiento limpio y puro. Dueña del precioso secreto, volvió mi madre con determinación de ponerlo al punto por obra. Y aquella noche tuvo un sueño. Soñó que procedía tal como le había sido prescrito, que transcurrían muchos años, que mi niñez permanecía en un ser; y que favorecida ella misma con el don de alcanzar una ancianidad extrema, se extasiaba en la contemplación de mi ventura inalterable, de mi belleza intacta, de mi pureza impoluta... Luego, en su sueño, llegó un día en que ya no halló, para traer a casa, ni una flor de íride ni un corazón de paloma. Y al despertarse y acudir a mí, la mañana siguiente, vio, en lugar mío, un hombre viejo ya, adusto y abatido; todo en él revelaba un ansia insaciable; nada había de noble ni grande en su apariencia, y en su mirada vibraban relámpagos de desesperación y de odio. «¡Mujer malvada! -le oyó clamar, dirigiéndose a ella con airado gesto-, me has robado la vida, por egoísmo feroz, dándome en cambio una felicidad indigna, que es la máscara con que disfrazas a tus propios ojos tu crimen espantable... Has convertido en vil juguete mi alma. Me has sacrificado a un necio antojo. Me has privado de la acción, que ennoblece; del pensamiento, que ilumina; del amor, que fecunda... ¡Vuélveme lo que me has quitado! Mas ya no es hora de que me lo vuelvas, porque éste mismo es el día en que la ley natural prefijó el término a mi vida, que tú has disipado en una miserable ficción, y ahora voy a morir sin tiempo más que para abominarte y maldecirte...» -Aquí terminó el sueño de mi madre. Ella, desde que le tuvo, dejó de deplorar la fugacidad de mi niñez. Si yo aceptara el juramento que propones ¡oh Lucio! olvidaría la moral de mi parábola, que va contra el absolutismo del dogma revelado de una vez para siempre; contra la fe que no admite vuelo ulterior al horizonte que desde el primer instante nos muestra. Mi filosofía no es religión que tome al hombre en el albor de la niñez, y con la fe que le infunde, aspire a adueñarse de su vida, eternizando en él la condición de la infancia, como mi madre antes de ser desengañada por su sueño. Yo os fui maestro de amor: yo he procurado datos el amor de la verdad; no la verdad, que es infinita. Seguid buscándola y renovándola vosotros, como el pescador que tiende uno y otro día su red, sin mira de agotar al mar su tesoro. Mi filosofía ha sido madre para vuestra conciencia, madre para vuestra razón. Ella no cierra el círculo de vuestro pensamiento. La verdad que os haya dado con ella no os cuesta esfuerzo, comparación, elección: sometimiento libre y responsable del juicio, como os costará la que por vosotros mismos adquiráis, desde el punto en que comencéis realmente a vivir. Así, el amor de la madre no le ganamos con los méritos propios: él es gracia que nos hace la Naturaleza. Pero luego otro amor sobreviene, según el orden natural de la vida; y el amor de la novia, éste sí, hemos de conquistarlo nosotros. Buscad nuevo amor, nueva verdad. No se os importe si ella os conduce a ser infieles con algo que hayáis oído de mis labios. Quedad fieles a mí, amad mi recuerdo, en cuanto sea una evocación de mí mismo, viva y real, emanación de mi persona, perfume de mi alma en el afecto que os tuve; pero mi doctrina no la améis sino mientras no se haya inventado para la verdad fanal más diáfano. Las ideas llegan a ser cárcel también, como la letra. Ellas vuelan sobre las leyes y las fórmulas; pero hay algo que vuela aun más que las ideas, y es el espíritu de vida que sopla en dirección a la Verdad...

Luego, tras breve pausa, añadió:

-Tú, Leucipo, el más empapado en el espíritu de mi enseñanza: ¿qué piensas tú de todo esto? Y ya que la hora se aproxima, porque la luz se va y el ruido del mundo se adormece: ¿por quién será nuestra postrera libación? ¿por quién este destello de ámbar que queda en el fondo de las copas?...

-Será, pues -dijo Leucipo-, por quien, desde el primer sol que no has de ver, nos dé la verdad, la luz, el camino; por quien desvanezca las dudas que dejas en la sombra; por quien ponga el pie adelante de tu última huella, y la frente aún más en lo claro y espacioso que tú; por tus discípulos, si alcanzamos a tanto, o alguno de nosotros, o un ajeno mentor que nos seduzca con libro, plática o ejemplo. Y si mostrarnos el error que hayas mezclado a la verdad, si hacer sonar en falso una palabra tuya, si ver donde no viste, hemos de entender que sea vencerte: Maestro, ¡por quien te venza, con honor, en nosotros!

-¡Por ése! -dijo Gorgias; y mantenida en alto la copa, sintiendo ya al verdugo que venía, mientras una claridad augusta amanecía en su semblante, repitió: -¡Por quien me venza con honor en vosotros!