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Motivos de Proteo: 146

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CXLV - La pasión de Peregrino. Apostasía por codicia de fama. La falsa fuerza; la falsa originalidad.

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Género de infidelidad no tan innoble cual la que engendra el ansia de vulgares provechos, es la que se inspira en la ambición del prestigio o el renombre: sea desviando la sinceridad del pensamiento en el sentido de una estupenda novedad, sea desviándola, por lo contrario, para agregarse a la opinión que prevalece por la fuerza de la tradición y la costumbre.

Guardó la antigüedad, y Luciano ató al remo de su sátira, la memoria de aquel filósofo de Pario: Peregrino, imagen viva de este género de inconsecuencia, y que, por lo que hay de simbólico en su fin, podría, levantándose a un significado más alto, representar toda la atormentada legión de las almas que no encuentran contento ni reposo en ninguna determinación del pensamiento, en ninguna forma de la vida. Peregrino trajo en el alma el mal del incendiario de Efeso: la vana codicia de la fama. Pensó que lograría el objeto de su sueño por la boga de la doctrina que abrazase, o por la ocasión que ésta le diera de poner a la luz su personalidad; y pasó de una a otra de las escuelas de sofistas, acudió luego al clamor con que comenzaba a extenderse la fe de los cristianos, probó después atraer las miradas de las gentes con la zamarra del cínico; hasta que su funesta pasión le llevó a dar la vida por la fama, y en unos juegos públicos, donde la multitud lo viese y se espantase, se precipitó entre las llamas de una hoguera. Arder y disiparse en cenizas fue la muerte del que había disipado a los vientos su alma incapaz de convicción.

La debilidad de Peregrino es de las pasiones que más grave daño causan a la sinceridad del pensamiento, porque pone su mira, no en aquella noble especie de fama que se satisface con la aprobación de los mejores, mientras espera la sanción perenne del tiempo, certísimo recompensador de la verdad; sino en la fama juglaresca y efímera. Este sacrificio de la probidad del pensar a la tentación de un ruido vano, se manifiesta comúnmente por dos alardes o remedos falaces: la falsa fuerza y la falsa originalidad.

La falsa fuerza consiste en violentar la medida y norma del juicio, llevando una idea que, tal como se la halló, marcaba acaso el fiel de la verdad, a extremos donde se desvirtúa; y esto, no por desbordada espontaneidad de la pasión, que puede ser exceso sublime, sino por busca consciente del efecto: para ponerse en un plano con la multitud, cuya naturaleza primitiva excluye ese sentido del grado y del matiz, que es el don que la Némesis antigua hace a las mentes superiores; porque la fuerza de la mente no es la energía arrebatada y fatal, que corre ignorante de su término, sino la fuerza que se asesora con un mirar de águila, y percibido el ápice donde están la armonía y la verdad, allí reprime el ímpetu de la afirmación, como la mano hercúlea que sofrena, en el punto donde quiere, la cuadriga que rige.

La falsa originalidad induce, por su parte, a prescindir del examen leal del raciocinio, para buscar, derechamente y con artificiosa intención, el reverso de la palabra autorizada, o las antípodas de la posición del mayor número; sin reparar en que la originalidad que determina raro y supremo mérito es la que importa presencia de la personalidad en aquello que se dice y se hace, aunque este pensamiento o esta acción, reducidos a su ser abstracto de ideas, no diverjan de un precedente conocido; porque donde hay hondo aliento de personalidad, donde la idea ha sido pensada y sentida nuevamente con la eficacia de la energía creadora, habrá siempre una virtud y un espíritu que no se parecerán a cosa de antes; como que el alma ha estampado su imagen allí, y sólo en el vulgo de las almas las hay de la condición de las monedas de un valor, que puedan trocarse sin diferencia las unas por las otras.