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Motivos de Proteo: 147

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CXLVI - Paradoja sobre la originalidad.

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... Pero ni aun en ésas que llamamos vulgares, las hay que se puedan trocar sin diferencia. La originalidad es la verdad del hombre.

Nada más raro que la originalidad en la expresión del sentimiento; pero nada más común y vulgar que la originalidad del sentimiento mismo. Por la manera de sentir, nadie hay que deje de ser original. Nadie hay que sienta de modo enteramente igual a otro alguno. La ausencia de originalidad en lo que se escribe no es sino ineptitud para reflejar y precisar la verdad de lo que se siente.

Figúrate ante el más vulgar de los casos de pasión; ante el crimen de que hablan las crónicas de cada día. ¿Por qué mató el criminal; por qué robó; por qué manchó una honra? ¿Qué fue lo que le movió a la culpa? ¿El odio, la soberbia, la codicia, la sensualidad, el egoísmo?... No; esas son muertas abstracciones. Di que le impulsó su odio, su soberbia, su codicia, su sensualidad, su egoísmo: los suyos, cosas únicas, únicas en la eternidad de los tiempos y en la infinitud del mundo. Nadie odia, ni ha odiado, ni odiará absolutamente como él. Nunca hubo ni habrá codicia absolutamente igual a su codicia; ni soberbia que con la suya pueda identificarse sin reserva. Multiplíquense las generaciones como las ondas de la mar; propáguese la humanidad por mil orbes: nunca se reproducirá en alma creada un amor como el mío, un odio como el mío. Semejantes podrán tener mi amor y mi odio; nunca podrán tener iguales. Cada sentimiento, aun el más mínimo, de cada corazón, aun el más pobre, es un nuevo y diferente objetivo en el espectáculo que el divino Espectador se da a sí propio. Cada minuto de mi vida que cae al abismo de la eternidad rompe un molde que nunca volverá a fundirse. ¿Y qué te asombra en esto? ¿No sabes que en la inmensidad de la selva no hay dos hojas enteramente iguales; que no hay dos gotas enteramente iguales en la inmensidad del océano?... Mira las luces del firmamento, cómo parecen muchas de ellas iguales entre sí, como otros tantos puntos luminosos. Y cada una de ellas es un mundo: ¡piensa si serán desiguales!... Cuando el pensamiento de tu pequeñez, dentro del conjunto de lo creado, te angustie, defiéndete con esta reflexión, tal vez consoladora: tal como seas, tan poco cuanto vivas, eres, en cada instante de tu existencia, una única, exclusiva originalidad, y representas en el inmenso conjunto un elemento insustituible: un elemento, por insustituible, necesario al orden en que no entra cosa sin sentido y objeto.

Jamás un sentimiento real y vivo se reproducirá sin modificación de una a otra alma. Cuando digo «mi amor», cuando digo «mi odio», refiriéndome al sentimiento que persona o cosa determinada me inspiran, no aludo a dos tendencias simples y elementales de mi sensibilidad, sino que con cada una de esas palabras doy clasificación a un complexo de elementos internos que se asocian en mi según cierta finalidad; a un cierto acorde de emociones, de apetitos, de ideas, de recuerdos, de impulsos inconscientes: propios e inseparables de mi historia íntima. La total complexidad de nuestro ser se reproduce en cualquiera manifestación de nuestra naturaleza moral, en cualquiera de nuestros sentimientos, y cada uno de éstos es, como nosotros mismos, un orden singular, un carácter.

Fijando los matices del heroísmo antiguo, notaba ya Plutarco cuánta diferencia va de fortaleza a fortaleza, como de la de Alcibíades a la de Epaminondas; de prudencia a prudencia, como de la de Temístocles a la de Arístides; de equidad a equidad, como de la de Numa a la de Agesilao. Pero para que estas diferencias existan no es necesario que el sentimiento que las manifiesta sea superior y enérgico, ni que esté contenido en la organización de una personalidad poderosa. Basta con que el sentimiento sea real; basta con que esté entrelazado en la viva urdimbre de un alma. ¡Cuánta monotonía, aparentemente, en el corazón y la historia de unos y otros hombres! ¡Qué variedad infinita, en realidad! Miradas a la distancia y en conjunto, las vidas humanas habían de parecer todas iguales, como las reses de un rebaño, como las ondas de un río, como las espigas de un sembrado. Se ha dicho alguna vez que si se nos consintiera abrir esos millares de cartas que vienen en un fardo de correspondencia, nos asombraríamos de la igualdad que nos permitiría clasificar en unas pocas casillas el fondo psicológico de esa muchedumbre de documentos personales: por todas partes las mismas situaciones de alma, las mismas penas, las mismas esperanzas, los mismos anhelos... ¡Ésta es la ilusión del lenguaje! En realidad, cada una de las cartas deja tras sí un sentimiento único, una originalidad, un estado de conciencia, un caso singular que no podría ser sustituido por el que deja tras sí ninguna de las otras. Sólo que la palabra (y sobre todo, la palabra fijada en el papel por manos vulgares), no tiene medios con que determinar esos matices infinitos. El lenguaje, instrumento de comunicación social, está hecho para significar géneros, especies, cualidades comunes de representaciones semejantes. Expresa el lenguaje lo impersonal de la emoción; nunca podrá expresar lo personal hasta el punto de que no queden de ello cosas inefables, las más sutiles, las más delicadas, las más hondas. Entre la realidad de mi ser íntimo a que yo doy nombre de amor y la de tu ser a que tú aplicas igual nombre, hay toda nuestra disparidad personal de diferencia. Apurar esta diferencia por medio de palabras; evocar, por medio de ellas, en mí la imagen completa de tu amor, en ti la imagen completa del mío, fuera intento comparable al de quien se propusiese llenar un espacio cualquiera alineando piedras irregulares y se empeñara en que no quedase vacío alguno entre el borde de las unas y el de las otras. Piedras, piedras irregulares, con que intentamos cubrir espacios ideales, son las palabras.

La superioridad del escritor, del poeta, que desentrañan ante la mirada ajena el alma propia, o bien, que crean un carácter novelesco o dramático, manifestándolo de suerte que, sobre el fondo humano que entrañe, se destaque vigorosamente una nota individual, de la que nazca la ilusión de la vida, está en vencer, hasta donde lo consiente la naturaleza de las cosas, esa fatalidad del lenguaje; está en domarle para que exprese, hasta donde es posible, la singularidad individual, sin la cual el sentimiento no es sino un concepto abstracto y frío. Consiste el triunfo del poeta en agrupar las palabras de modo que den la intuición aproximada de esa originalidad individual del sentimiento, merced a la sugestión misteriosa que brota del conjunto de las palabras que el genio elige y reúne, como brota de la síntesis química un cuerpo con nuevas cualidades: un cuerpo que no es sólo la suma de los caracteres de sus componentes.

Si todos los que escriben arribaran a trasladar al papel la imagen clara, y por lo tanto la nota diferencial, de lo que sienten, no habría escritor que no fuera original, porque no hay alma que no sienta algo exclusivamente suyo delante de las cosas; no hay dos almas que reflejen absolutamente de igual suerte el choque de una impresión, la imagen de un objeto. De aquí que la originalidad literaria dependa, en primer término, de la sinceridad con que el escritor manifiesta lo hondo de su espíritu, y en segundo término, de la precisión con que alcanza a definir lo que hay de único y personal en sus imaginaciones y sus afectos. Sinceridad y precisión son resortes de la originalidad.

Por la llegada de un gran escritor, de un gran poeta, se determina siempre la revelación de nuevas tonalidades afectivas, de nuevas vibraciones de la emoción. Es que ese hombre acertó a expresar con precisión maravillosa lo suyo: otros experimentaron ante el mismo objeto estados de alma no menos ricos, acaso, de originalidad; no menos fecundos, acaso, en interés; pero, por no hallar modo de expresarlos, los condenaron al silencio, o bien pasaron por mediocres escritores y poetas, sólo porque no supieron, como el genio sabe, traducir en palabras casi todo lo que sintieron, ya que todo hemos de entender que excede de la capacidad de las palabras.

Si la substancia de la lírica y de la psicología novelesca está libre de la posibilidad de consumirse y agotarse con el transcurso del tiempo, débese a la complejidad y originalidad de todo sentimiento real. Porque aunque cualquiera manifestación de la humana naturaleza haya de contenerse, hasta el fin de las generaciones, dentro de cierto número de sentimientos fundamentales y eternos; aunque el último poeta muera cantando lo que el primero cantó en la niñez florida del mundo, siempre cada sentimiento tomará del alma individual en que aparezca, no sólo el sello del tiempo y de la raza, sino también el sello de la personalidad, y siempre el poeta de genio al convertir en imágenes la manera cómo se manifiesta un sentimiento en su alma, sabrá hacer sensible ese principio de individuación, esa originalidad personal del sentimiento.

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