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Noli me tangere (Sempere ed.)/XXVIII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXVIII

¡Væ victis!

Acababa de amanecer.

La calle donde estaban el cuartel y el tribunal continuaba desierta y silenciosa.

Sin embargo, poco á poco se fueron abriendo con cautela algunas ventanas y asomándose á ellas semblantes curiosos.

Al cuarto de hora, la calle estaba animadísima.

Primero salieron de las casas los perros, las gallinas y los cerdos; á estos animales siguieron unos cuantos chicuelos cogidos del brazo, que fueron acercándose recelosamente al cuartel; después algunas viejas con el pañuelo atado debajo de la barba y un rosario en la mano, aparentando rezar para que los soldados les dejasen el paso libre.

Cuando se vió que se podía andar sin recibir un tiro, empezaron á salir los hombres afectando indiferencia. Al principio se limitaron á dar pequeños paseos delante de sus casas, acariciando el gallo. Después se fueron alejando hasta llegar al tribunal.

Circulaban diferentes versiones sobre los sucesos de la noche. Una de ellas era que Ibarra, con sus criados, había querido robar á María Clara, á quien había defendido Capitán Tiago ayudado por la guardia civil. Habían resultado treinta muertos, y Capitán Tiago, que estaba también herido, se marchaba precipitadamente á Manila con su familia.

A las siete y media la versión era ya clara y detallada.

—Acabo de estar en el tribunal, donde he visto preso á don Crisóstomo-decía un hombre en medio de un corro de gente.-He hablado con uno de los cuadrilleros que están de guardia y me ha enterado de todo. Como, según parece, Capitán Tiago trata ahora de casar á Bu hija con un joven español, don Crisóstomo, ofendido, quiso vengarse matando á todos los españoles, incluso al cura, y anoche, al frente de unos cuantos bandoleros, atacó el cuartel y el convento. Ellos fueron los que hicieron los disparos que nos llenaron. de espanto. Gracias á la misericordia de Dios, el cura no estaba en el convento y á esto debe su salvación. Los guardias civiles quemaron la casa de don Crisóstomo, y por poco le queman á él también.

—¿Le quemaron la casa?¡Qué lástima! ¡Tan grande! Tan hermosa!...

¡Ved cómo toda vía se ve desde aquí el humo!

—dijo el narrador.

Todos se volvieron hacia el sitio que ocupaba la casa de Ibarra. Una ligera columna de humo subía aún lentamente al cielo. Todos hacían comentarios más ó menos piadosos, más ó menos acusadores.

—Pobre joven!-exclamó un viejo, marido de la Puté.

—No digas eso! Toda vía no ha mandado decir una misa por su padre, que sin duda la necesitará más que los otros.

—Pero, mujer, ¿no tienes compasión?

—¿Compasión de los excomulgados? Es un pecado tenerla con los enemigos de Dios, dicen los ouras.

¿Os acordáis? ¡En el camposanto andaba como en un corral, pisándolo todo, sin respeto á nada!

—Y ¿qué es el camposanto de San Diego, más que un corral donde pastan las cabras del cura y se guarecen los cerdos? Vamos!-gritó Hermana Puté fuera de sí.- ¡No defiendas de ese modo á quien Dios tan claramente castiga! ¡Verás cómo te prenden á ti también! ¡Es una estupidez querer sostener una casa que se cae! El marido se calló ante el argumento.

Después de pegar al padre Dámaso solo le faltaba matar al padre Salvíl-prosiguió la vieja.

—No me puedes negar que era bueno cuando chico-contestó el hombre para disculparse.

—Si, era bueno-replicó la vieja,-pero se fué á España, y todos los que se van á Éspaña se vuel ven herejes, según dicen los curas.

—Y el cura-replicó el marido,-y todos los curas, y el arzobispo, y el Papa, y la Virgen, ¿no son de España? ¡Abá! ¿Son también herejes? Los guardias ci viles paseábanse con aire siniestro delante de la puerta del tribunal, amenazando con la culata de su fusil á los atrevidos chicuelos que se encaramaban á las rejas para ver lo que pasaba dentro.

Sobre una mesa de la sala emborronaban papeles el directorcillo y dos escribientes. El alférez paseábase de un lado á otro, mirando de cuando en cuando con aire feroz hacia la puerta. Más orgulloso no habría parecido Temístocles en los Juegos Olímpicos, después de la batalla de Salamina.

Doña Consolación bostezaba en un rincón, enseñando dos hileras negras de dientes. Había conseguido de su marido, á quien la victoria había hecho amable, le dejase presenciar el interrogatorio y acaso las torturas consiguientes. La hiena olía el cadáver, se relamía y le aburría el retardo del suplicio.

El gobernadorcillo estaba muy compungido.

Su sillón, aquel sillón colocado debajo del retrato de S. M., estaba vacío y parecía destinado á otra persona, Cerca de las nueve el cura llegó, pálido y cejijunto, Caramba! ¡Cuánto se ha hecho usted esperar!

—le dijo el alférez.

—¡Preferiría no asistir!-contestó el padre Salví hipócritamente.

Ya sabe usted que salen esta tarde?

—Todos?

—Ibarra, el teniente mayor y los ocho detenidos. Bruno murió á media noche, pero ya consta su declaración.

El teniente mayor había sido detenido también como sospecho8o. Los frailes no podían perdonarle el desprecio que les había hecho no expulsando á Ibarra del local donde se celebraba la representación el último día de la fiesta.

El cura saludó á doña Consolación, que respondió con un bostezo, y ocupó el sillón debajo del retrato de S. M.

—¡Podemos empezar!-dijo.

—¡Sacad á los dos que están en el cepo!-ordenó el alférez con voz que procuró hacer lo más terrible posible.

Y volviéndose al cura, añadió cambiando de tono: -Están metidos saltando dos agujeros! Para los que no conocen los instrumentos de tortura empleados en Filipinas, les diremos que el cepo es uno de los más inocentes. Los agujeros en que se introducen las piernas de los detenidos distan poco más ó menos un palmo; saltando dos agujeros, la abertura entre las extremidades inferiores es de más de una vara, y el preso, en posición tan molesta, sufre horribles dolores. Esta tortura no produce la muerte sino después de bastante tiempo.

El carcelero, seguido de cuatro soldados, retiró el cerrojo y abrió la puerta. Un olor nauseabundo y un aire espeso y húmedo se escaparon de la densa obscuridad, á la vez que se oyeron algunos lamentos y sollozos. Un soldado encendió un fósforo, pero la llama se apagó en aquella atmósfera viciada y corrompida, y tuvieron que esperar á que el aire se renovase.

A la vaga elaridad que entró por la puerta se columbraron abrazados á sus rodillas y ocultando la cabeza entre ellas, tendidos boca abajo, en actitudes desesperadas... Oyéronse terribles golpes y rechinar de cadenas, acompañados de juramentos: se abría el cepo.

Doña Consolación estaba inclinada hacia adelante, tendidos los músculos del cuello, los ojos salientes cla vados en la entreabierta puerta.

El padre Salví, sentado en el sillón, con el rostro macilento y los ojos hundidos, evocaba el recuerdo de los grandes inquisidores de su raza. Como ellos, era un histérico, un cerebro perturbado por las ideas místicas, un temperamento lascivo devorado por ardientes deseos. Su aire compungido y su palidez cadavérica no podían disimular el gozo que experimentaba en aquellos instantes. El ruido de las cadenas, de los golpes y de los lamentos le producían una sensación voluptuosa. No era un bárbaro cruel, como el padre Dámaso, capaz de toda clase de des- Igunas formas humanas: hombres plantes y violencias. Inclinabáse más bien á los clásicos refinamientos inquisitoriales, á torturar con suavidad, con arte, usando instrumentos raros, inventados por hombres perversos. Aquel hombre había nacido para fraile ó para esbirro. Lo primero era menos expuesto, y por eso había abrazado el estado eclesiástico. Pertenecía á la infame ralea de seres cobardes que apalean á hombres maniatados é indefensos. Era de los que saben arrastrarse y fingir humildad para luego poner el pie sobre el cuello de sus enemigos. ¡No había más que negruras en su alma! Su mayor placer hubiera sido dssempeñar el papel de verdugo ejecutando un reo de muerte.

Sin duda alguna habría sentido entonces deliciosos espasmos. Padecía esa clase de erotismo que siente el mayor goce en los actos genésicos acompañados de las torturas de la carne. ¡Pobre María Clara, si algún día llegaba á caer en sus manos!...

El alférez, por su parte, también representaba á las mil mara villas su papel de soldadote brutal.

Se afilaba los enormes bigotes, lanzaba terribles miradas con sus vidriosos ojos de borracho, y carraspeaba á menudo en son de amenaza.

Entre dos soldados salió una figura sombría, Társilo, el hermano de Bruno. Llevaba las manos sujetas con esposas, y sus ropas estaban desgarradas. Sus ojos se fijaron insolemtemente en la mujer del alférez.

—Este es el que se defendió con más bravura y mandó huir á sus compañeros-dijo el alférez al padre Salví.

Detrás salió otro preso lamentándose y llorando como un niño: cojeaba al andar y tenía el pantalón manchado de sangre.

—¡Misericordia, señor, misericordia!-gritaba el infeliz.

—Es un tunante-observó el alférez hablando con el cura;-quiso huir, pero ha sido herido en el muslo.

—¿Cómo te lla mas?-preguntó á Társilo.

—Társilo Alasigán.

—¿Qué os prometió don Crisóstomo para que atacaseis el cuartel?

— Don Crisóstomo jamás ha hablado con nosotros.

—No lo niegues!

—Es la verdad! Matasteis á mi padre á palos, y mi hermano Bruno y yo quisimos vengarlo.

Silencio y sorpresa general.

—¡Nos vas á decir quiénes son tus otros cómplices!-amenazó el alférez blandiendo un bejuco.

Una sonrisa de desprecio asomó á los labios del reo.

—No sabréis nada más! ¡Matadme si queréis! El alférez conferenció algunos instantes en voz baja con el cura, y volviéndose á los soldados, ordenó: -Conducidlo adonde están los cadáveres! En un rincón del patio, sobre un carretón viejo, estaban amontonados cinco cadáveres, medio cubiertos por un pedazo de estera rota. Un soldado se paseaba de un extremo á otro.

—¿Los conoces?-preguntó el alferez levantando la estera.

Társilo no respondió; vió el cadáver del marido de la loca, el de su hermano acribillado de bayoney muerte para que no dijese la verdad y descubriese la espantosa trama inventada por los frailes.

Su mirada se volvió sombría y se escapóỐ de su pecho un profundo suspiro.

—Los conoces?-le volvieron á preguntartazos el de Lucas, al cual también habían dado Társilo permaneció mudo.

Un silbido rasgó el aire, y el bejuco azotó sus espaldas. Hizo un supremo esfuerzo para no lanzar un quejido. Cerró los ojos, apretó los dientes y sus músculos se contrajeron. Los bejucazos se repitieron, pero Társilo siguió impasible.

—¡Que le den de palos hasta que reviente ó declare!-gritó el alférez exasperado.

—Habla-le dijo el gobernadorcillo,-si no vas á perder la piel.

Társilo hizo como que no oía, y continuó guardando silencio.

Volvieron á conducirlo á la sala donde el otro preso in vocaba á los santos temblando como un azogado.

—¿Conoces á ese?-preguntó el padre Salví.

Es la primera vez que le veo!-continuó Társilo mirando al otro con cierta compasión.

El alférez le dió un puñetazo en las mejillas que le hizo brotar sangre de la boca.

Un rayo de cólera cruzó por los tristes ojos del prisionero. El alma del pobre indio protestaba contra aquel nuevo ultraje inferido á la dignidad humana. Pudo dominarse no obstante. Perdería la vida, si era preciso, pero no sabrían nada por él.

Creía de buena fe que su jefe era Ibarra, y prometía no comprometerle más de lo que estaba con sus palabras. ¡Algún día los vengarían á todos!...

Y al pensar esto sintió un consuelo infinito, un valor sin límites. Los vengarían á todos y someterían á aquellos verdugos á los mismos tormentos.

—¡Atadle á un banco! Sin quitarle las esposas, manchadas de sangre, fué sujetado á un banco de madera. El infeliz miró en derredor suyo como buscando algo, vió á doña Consolación y rióse sardónicamente.

—No he visto mujer más fea que esa en los dfas de mi vida-exclamó Társilo en medio del silencio general.-Sólo un hombre tan estúpido como el alférez podía enamorarse de semejante estantigua.

La ofendida señora se levantó, como si la hubiese picado una víbora, y corrió hacía el preso con ánimo de abofetearle.

—¡Amordazadle!-gritó el alférez temblando de ira.

Era lo único que deseaba Társilo, y sus ojos brillaron de satisfacción.

A una señal del alférez, un guardia, armado de un bejuco, empezó su triste tarea. Todo el cuerpo de Társilo se contrajo; se oyó un rugido prolongado á pesar del lienzo que le tapaba la boca; bajó la cabeza; sus ropas se mancharon de sangre.

El padre Salví, pálido y con la mirada extraviada, no perdía un detalle del horrible suplicio.

Al fin, el soldado dejó caer el brazo jadeante.

El alférez, pálido de ira y asombro al ver que tampoco daba resultado esta nueva prueba á que había sido sometido el prisionero, mandó que le desatasen.

Doña Consolación se levantó entonces y murmuró al oído del marido algunas palabras. Este movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¡Al pozo con él!-dijo.

Los filipinos saben lo que esto quiere decir; en tagalo lo traducen por timbain.

No sabemos quién habrá sido el que ha in ventado este procedimiento, pero juzgamos que debe de ser bastante antiguo. Por lo menos debe remontarse á la llegada de los españoles.

En medio del patio del tribunal se levantaba el brocal de un pozo, hecho groseramente con piedras vivas. Un rústico aparato de caña, en forma de palanca, servía para sacar agua, viscosa, sucia y maloliente. Todos los cacharros rotos iban á parar á su fondo. Sin embargo, no se cegaba jamás.

Algunas veces se condenaba á los presos á limpiarlo, no porque aquel castigo fuera útil, sino por las dificultades que el trabajo ofrecia; preso que descendía allí una vez, cogía una fiebre de la que moría regularmente.

Társilo contemplaba los preparativos de los soldados con la mirada fija. Estaba muy pálido y sus labios temblaban ó murmuraban una oración.

Parecía haber desaparecido, ó por lo menos haberse debilitado su altivez.

Llevarónle al lado del brocal, seguido de doña Consolación, que sonreía. El desventurado lanzó una mirada de envidia hacia el montón de cadáveres y se escapó de su pecho un suspiro.

Habla!-volvió á decirle el directorcillo.- ¡Te ahorcarán de todos modos, pero al menos morirás sin haber sufrido tanto! Le quitaron la mordaza y le colgaron de los pies. Debía descender de cabeza y permanecer algún tiempo debajo del agua.

El alférez sacó un reloj para contar los minutos.

Entretanto Társilo pendía con la larga cabellera ondeante y los ojos cerrados.

—Si sois cristianos, si tenéis corazón-suplicó en voz baja,-bajadme con rapidez ó haced que mi cabeza choque contra la pared y me muera. Dios os premiará es ta buena obra... ¡Quizás algún día Os veáis como yo! El alférez ordenó el descenso reloj en mano.

—Despacio! jdespacio!-gritaba doña Consolación siguiendo al infeliz con la vista.

La palanca bajaba lentamente; Társilo rozaba contra las piedras salientes y las plantas inmundas que crecían entre las grietas. Después la palanca cesó de moverse; el alférez contó los segungundos.

—¡Arriba!-mandó secamente al cabo de medio minuto.

El ruido de las gotas al caer sobre el agua anunció la vuelta del reo á la luz. Esta vez, como el peso del balancín era mayor, subió con rapidez.

Los pedruscos arrancados de las paredes cafan con estrépito.

Cubiertas de asqueroso cieno la frente y la cabellera, llena la cara de heridas y rozaduras y el cuerpo mojado, apareció el pobre Társilo á los ojos de la multitud silenciosa.

—¿Quieres declarar?-le preguntaron.

El reo, con una tenacidad heroica, movió la cabeza negati vamente.

La palanca rechinó nuevamente y el condenado volvió á desaparecer en el negro agujero. El alférez contó un minuto.

Cuando Társilo volvió á subir, sus facciones estaban contraídas y amoratadas.

—¿Declaras ó no?-volvió á preguntar el alférez.

Társilo movió la cabeza negativamente una vez más y volvieron á descenderle.

Cuando lo sacaron, las facciones de Társilo ya no estaban contraídas; los entreabiertos párpados dejaban ver el fondo blanco del ojo; de la boca salía agua cenagosa con estrías sanguinolentas...

¡Estaba muerto! Todos se miraron en silencio, consternados. El alférez hizo una seña para que lo descolgasen y se alejó pensativo. El padre Salví, más pálido que nunca y con los ojos más hundidos, imitó su ejemplo. Doña Consolación aplicó varias veces la punta de su cigarro á las piernas desnudas del reo, pero el desgraciado no se estremeció, porque ya hacía rato que había dejado de sufrir para siempre.

El otro preso contemplaba la escena temblando y mirando como un loco á todas partes.

El alférez encargó al directorcillo que le interrogase.

Señor! jseñor! ¡diré todo lo que vos queráis!...