Noli me tangere (Sempere ed.)/XXXII
XXXII
El cabecilla
La ciudad dormía; sólo se oía de tiempo en tiempo el ruido de un coche pasando el puente de madera sobre el río, cuyas tranquilas aguas reflejaban la luz de la luna.
María Clara levantó los ojos al cielo, de una limpidez de zafir. Habíase asomado á la azotea que daba al río, porque no podía conciliar el sueno. Llevaba la negra y hermosísima cabellera tendida sobre la espalda como espléndido manto de seda que le llegaba hasta los pies. Tenía puesto aún el lujoso traje que había lucido en la fiesta.
Vista á la luz de la luna parecía una reina morena y dulce, de un país exótico, de ríos azules y bosques de cocoteros y palmeras. Crujía al andar su rica falda de tisú de brillantes colores y larga cola, y á la pálida luz de la luna despedían mil fulgores las piedras preciosas de su peineta. Las anchisimas mangas de encaje de la valiosa camisa, al mover la joven los brazos, producían el efecto de transparentes alas, y las cadenillas de oro que adornaban su delicado busto resonaban de un modo armonioso y suave. Sus chinelas de raso azul, bordadas de oro, escamas y perlas, más que para pisar parecían estar hechas para servir de estuche á costosas alhajas. María Clara estaba verdaderamente encantadora. Su misma tristeza hacía su figura más interesante. Su tez fina y aterciopelada, sus ojos grandes y ardientes respiraban voluptuosidad y amor. Se comprendía al verla la preferencia que muchos españoles, como el padre Salví, concedían á las mujeres filipinas. Las caricias que prodigase al hombre amado María Clara, debían ser más apasionadas que las de las demás mujeres.
Debía de haber más calor en sus besos y más dulzura en sus palabras. Debían de ser sus brazos como cadenas amorosas de las cuales difícilmente podría uno desprenderse. Debía de ser su carne vírgen, como pila eléctrica que hiciese sentir profundas sacudidas é intensísimas sensaciones de placer...
María Clara estaba triste, profundamente triste y desolada. No podía olvidarse de su primer amor.
No podía olvidarse de Ibarra. A pesar de lo que había oído decir de él á las gentes continuaba creyéndolo un hombre digno de ser amado. No se la ocultaba á su fina perspicacia femenil que en la mayor parte de los hechos que se atribufan al cariñoso compañero de su niñez había mucho de invenoión y de calumnia. ¡Cuánto daría por verle, por explicarle su conducta para con él, para decirle que nunca había dejado de quererle, que antes y después de su prisión no había cesado de verter amargas lágrimas! ¡Se lo diría todo, hasta la tremenda revelación que cuando estaba enfersuelo, ma le había hecho el padre Dámaso! Entonces comprendería él por qué se había negado á recibirle y por qué no habfa contestado á sus cartas... No se casaría con él, pero jamás sería de otro hombre... Entraría en un convento y allf lloraría hasta el día de la muerte su desgracia...
Una banca cargada de zacate se detuvo al pie del embarcadero que tenía la casa, como todas las situadas á orillas del río. Uno de los hombres que la tripulaban subió la escalera de piedra, saltó el muro, y segundos después se oían sus pasos subiendo la escalera de la azotea.
Maria Clara le vió detenerse al descubrirla, pero sólo fué un momento, porque el hombre á vanzó lentamente y, á tres pasos de la joven, volvió á detenerse. María lara retrocedió.
—Crisóstomo!-murmuró llena de terror.
St, soy Crisóstomo!-repuso Ibarra con voz grave.-Un amigo fiel, el piloto Elías, acaba de sacarme con exposición de su vida de la prisión donde me habían arrojado mis enemigos.
A estas palabras siguió un triste silencio. María Clara inclinó la cabeza y dejó caer los brazos en actitud desolada.
Ibarra continuó: Cuando toda vía era niño juré hacerte feliz! ¡No han permitido que cumpliese mi palabra! ¡No ha sido mía la culpa! A pesar de tu inconstancia y del olvido de los juramentos que también me hiciste he querido verte por última vez y decirte que te perdono. Por eso al huir de la cárcel lo primero que he hecho es venir á buscarte... Ahora sé feliz con ese español que seguramente no te querrá tanto como yo te he querido y toda vía te quiero.
¡Adiós!...
Ibarra trató de alejarse, pero la joven lo detuvo.
—Crisóstomo!-dijo.-Dios te ha en viado para salvarme de la desesperación... Oyeme y júzgame! Ibarra quiso deshacerse dulcemente de ella.
—No he venido á pedirte cuentas... Quería verte, quería decirte adiós por última vez y nada más!.. ¡Me queda quizás tan poco tiempo de vida!..
Tendré que marcharme tan lejos si vivo!...
—Crisóstomo, por piedad, escúchame; no me desprecies injustamente; no me guardes rencor! Ibarra sonrió con amargura.
—Has dudado de mí, has dudado de la amiga de tu infancia, que jamás te ha ocultado un solo pensamiento-exclamó con dolor la joven.-Tenías razón! ¡Me acusaban las aparienciasl Sin embargo, cuando sepas mi historia, la triste historia que me revelaron durante mi enfermedad, te compadecerás de mí y no te sonreirás irónicamente de mi dolor.
Maria Clara se calló un momento; luego continuó: -En una de las dolorosas noches de mi enfermedad, un sacerdote me reveló el nombre de mi verdadero padre y me prohibió tu amor... á no ser que mi padre mismo te perdonara el agravio que le habías inferido.
Ibarra retrocedió y miró espantado á la joven.
—¿Qué estás diciendo?... Te has vuelto loca?...
Tu padre?... ¿ El tu padre?... El infame, el asesino, el sacrílego?... ¿El padre Dámaso tu padre?...
Si, tenías razón; hiciste bien en olvidarme; yo no podía casarme con ia hija de un hombre que persiguió á mi padre hasta después de muerto... ¡Yo no podía casarme con la hija del padre Dámaso, que me arrebató con saña cruel la honra y la felicidad!... ¡Ahora comprendo por qué ese hombre me perseguía y me maltrataba sin descanso!... ¡Ahora lo comprendo todo!... ¡Le parecía poco un mestizo, casi un indio, un pobre indio, para su hija!... Quería un español, aunque fuese un presumido sin fortuna como Linares... Pero ¡las pruebas!... ¿Dónde están las pruebas de que eres la hija de ese fraile cruel, de ese engendro de Satanás? ¿Dónde están las pruebas?...-exclamó Crisóstomo con vulso, con los ojos saliéndole de las órbitas y el cabello erizado.
La joven estaba horrorizada al ver el terrible aspecto de Ibarra.
—Cálmate, por Dios! ¡Si no me hubiesen enseñado las pruebas tampoco yo lo hubiera creído!...
¡Es espantoso!... ¡Figúrate lo que habrá sufrido mi corazón... Damasiado sé que mi padrino ha sido contigo muy cruel, pero á pesar de todo, no he podido dejar de quererle y de obedecer sus mandatos... Antes de saber que fuese mi verdadero padre, ya lo quería más que al otro... Cuando niña me colmaba de caricias y de regalos, y los afectos de la infancia no se borran fácilmente... No trato de disculpar su conducta para contigo... Te digo la verdad, toda la verdad, para que veas que he obrado lealmente.. ¡Quizás en su empeño de hacerme feliz, labró tu desgracia y la mía!... ¡No lo dudes, Crisóstomo!... ¡A pesar de sus consejos y de sus ruegos yo no he cesado de amarte!... ¡Si no te hubiesen prendido, hubiera entrado en un con vento, guardando allí mi secreto!... Hoy las circunstancias han cambiado, y antes de separarnos para siempre he querido decírtelo todo para que no me guardes rencor!... ¡Figúrate lo que habré sufrido al tener que perder los dos grandes cariños de mi vida!...
—Pero ¿las pruebas? ¿Dónde están las pruebas?
—exclamó Ibarra otra vez, lleno de impaciencia.
—Dos cartas de mi madre, dos cartas escritas en medio de sus remordimientos cuando me llevaba en sus entrañas! Ibarra sentía una horrible pena. Aunque él no lo creía, pocos momentos antes todavia abrigaba en su pecho una remota esperanza de ser feliz, que iluminaba débilmente su alma. Ahora aquella luz se había apagado definitivamente y su espiritu se había hundido en las más espantosas tinieblas.
María Clara prosiguió: -Ahora que sabes la triste historia de tu pobre María Clara, ¿te acordarás de ella con rencor?
—¿Con rencor?... ¡Tú no sabes lo que dices!...
¡Aunque me hubieses escupido y cruzado el rostro con un látigo como al más vil de los esclavos, te hubiera amado siempre!... ¡Y ahora te amo más que nunca!... ¡Desgraciado, errante, perseguido de la justicia y de los hombres, tu recuerdo no se apartará de mí!... Y si te llegas á casar con otro hombre, si te llegas á casar, María Clara... jojalá seas muy feliz!... Unicamente te ruego que te acuerdes alguna vez del pobre Ibarra, de aquel que cuando jovencito colocaba sobre tus négros cabellos coronas de sampagas llamándote su adorada Cloe!...
Crisóstomo prorrumpió en sollozos. Por las morenas mejillas de María Clara hacía tiempo que se deslizaban abundantes lágrimas.
—Jamás me casaré con otro hombre! Te lo juro!
—No sabes cuán feliz me haces en este momento, hermana mía, Clara de mi corazón!-exclamó Ibarra tendiendo los brazos á la joven, que permaneció en ellos medio desmayada algunos instantes.
—¡Dame u beso! María Clara le besó en la frente.
—¡Otro! ¡El último! ¡En la boca! Fué un beso largo, silencioso, de amarga voluptuosidad.
Ibarra hubiera querido morir en aquel instante.
María Clara se desprendió de sus brazos, aco; metida de súbito terror.
—Huye! Huye! ¡Que pueden venir á prenderte!...
En aquel instante Elías, que se había quedado en la banca, lanzaba un silbido.
El joven se tambaleó como un borracho. Hizo un supremo esfuerzo, y con un gesto desesperado exclamó: -¡Adiós! ¡Adiós para siempre!...
Saltó otra vez el muro y entró en la banca. María Clara permaneció apoyada sobre el antepecho de la azotea hasta que la ligera embarcación se perdió de vista.
Cuando ya no vió nada, lanzó un grito y cayódesmayada, envuelta en su espléndida caballera, que ahora semejaba el negro manto de la viudez...