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Nuestra Señora de París/10

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

IV.

LOS INCONVENIENTES DE CALLEJEAR DE NOCHE TRAS UNA
GUAPA CHICA.

Gringoire se echó á la ventura á seguir á la gitana. Viéndola tomar con su cabra la calle de la Coutellerie, tomó tambien la calle de la Coutellerie.

— ¿Por qué no? dijo.

Gringoire, filósofo práctico de las calles de Paris, habia observado que nada convida tanto á una dulce meditacion como el seguir á una guapa chica sin saber á donde va. Hay en efecto en esta abdicacíon voluntaria del libre arbitrio, en este capricho que se somete á otro capricho, el cual ni aun lo sospecha, una especia de independencia absoluta y de obediencia ciega, un no sé que intermedio entre la esclavitud y la libertad que sonreia á Gringoire, hombre esencialmente mixto, indeciso y complejo, colocado entre todos los extremos, suspendido siempre entre todas las propensiones humanas, y neutralizando el influjode las unas con el de las otras. Solia él compararse al sepulcro de Mahoma, atraido en sentido inverso por dos piedras de iman, y que vacila eternamente entre lo alto y lo bajo, entre la bóveda y el pavimento, entre la caida y la ascension, entre el cenit y el nadir.

Si Gringoire viviera en nuestro siglo, ¡oh y como se pondria en un justo media entre clásicos y románticos!...

Pero no era bastante primitivo para vivir trescientos años, y es lástima. Su ausencia es un vacío que no deja de hacerse sentir en la actualidad.

En todo caso para seguir, como hemos dicho, á los transeuntes (y sobre todo á las transeuntes), cosa que solia hacer Gringoire, no hay mejor disposicion de ánimo que la de no saber donde pasar la noche.

Iba pues meditabundo detras de la gitana que apretaba el paso, y hacia trotar á su cabrita viendo á las gentes meterse en sus casas, y cerrarse las tabernas, únicas tiendas que estaban abiertas aquel dia.

— Ello en fin,—decia Gringoire para su coleto,— en alguna parte ha de vivir, las gitanas tienen buen corazon..... ¿Quién sabe?....

Y habia en los puntos suspensivos que seguian á esta reticencia, no sé que ideas asaz halagüeñas.

De vez en cuando al pasar por delante de los últimos grupos de vecinos que cerraban las puertas de sus casas, cogia algun trozo suelto de conversacion que venia á romper el hilo de sus risueñas hipótesis.

Ya oia á dos viejos que conversaban de este modo.

— ¿Maese Thibaut Fernicle, sabeis que hace frio? Gringoire lo sabia desde que principiara el invierno.

— ¡Y lo creo, Maese Bonifacio Disome! ¿Si volveremos á tener un invierno como el de hace tres años, en 80, que costaba la leña á seis dineros el haz?

— ¿Y qué vale eso, maese Thibaut, con el invierno de 1407, en que heló desde S. Martin hasta la Candelária? ¡y con tal fúria que se helaba la pluma del escribano del parlamento, en el tribunal, de tres en tres palabras! ¡lo que interrumpia la marcha de la justicia!

Y mas adelante conversaban dos vecinas en su ventana con luces que la niebla hacia chisporretear.

— ¿Os ha contado mi marido la desdicha? señorita La Boudraque.

— No, ¿pues qué sucede señortia Turquant?

— El caballo del Sr. Gil Godin, notario del Chatelet, que se asustó de los flamencos y de su procesion, y que ha atropellado á maese Filipot Avrillot, oblato de los celestinos.

— ¿De veras?

— Ni mas ni ménos.

— ¡Un caballo paisano! ¡que diablura! Si fuera un caballo de caballeria, ¡vaya con Dios!

Y volvian á cerrarse las ventanas, y á cada paso perdia Gringoire el hilo de sus ideas.

Mas felizmente volvia á dar con él pronto y á anudarlo, merced á la gitana y á Djali que constantemente le precedian, dos preciosas, delicadas y esbeltas criaturas, cuyos menudos pies, cuyas lindas formas, cuyo gracioso porte admiraba, confundiéndolas casi en su contemplacion: por su inteligencia y buena amistad, creyéndolas niñas á entrambas; por la ligerea, agilidad y soltura de su paso, creyéndolas cabras á las dos.

Las calles entretanto aparecian cada vez mas negras y mas desiertas. Hacia ya algun tiempo que habian tocado las campanas el convrefeu, y ya se empezaba á no encontrar en las calles mas que alguno que otro transeunte, alguna que otra luz en las ventanas. Siguiendo á la gitana, habíase metido Gringoire en aquel intrincado laberinto de callejuelas, plazas y callejones sin salida que rodea el antiguo sepulcro de los santos inocentes, y que se parece á un ovillo enredado por un gato.—¡Vaya unos calles que tienen muy poca lógica!—decia Gringoire, perdido en aquellos mil circuitos que volvian sobre si mismos, pero entre los cuales seguia la gitana un camino que parecia serle muy conocido, sin vacilar y con pasos cada vez mas rápidos.—El por su parte hubiera ignorado completamente donde se hallaba, á no haber visto, al revolver una esquina, la mole octógona de la picota de los mercados, cuya cima calada destacaba fuertemente sus negros bordes sobre una ventana, iluminada aun, de la calle Verdelet.

Hacia ya algunos instantes que nuestro poeta habia llamado la atencion de la gitana, la cual varias veces volvió la cabeza á él con inquietud, y aun se paró una vez de pronto, aprovechando un rayo de luz que salia de una panaderia entreabierta, para mirarle de hito en hito de pies á cabeza; y luego, despues de aquel exámen, vióla Gringoire hacer el gestecillo que ya en otra ocasion habia observado y seguir adelante.

Aquel gestecillo daba mucho en que entender á Gringoire, porque seguramente habia en él alge de burlon y desdeñoso. Asi es que empezó á agachar la cabeza, á contar las piedras y á seguir á la muchacha un poco mas de léjos, cuando al volver una calle que acababa de hacérsela perder de vista oyóla lanzar un grito lastismero.—Apretó el paso.

Estaba la calle de tinieblas: pero una estopa empapada en aceite que ardia en un escaparate de hierro á los pies de la Sta. imágen de una esquina, permitió á Gringoire divisar á la gitana, forcejeando entre los brazos de dos hombres, que procuraban sofocar sus gritos. La pobre cabrita, toda atolondrada, bajaba los cuernos y balaba.

— ¡Socorro! ¡la ronda!—gritó Gringoire y se adelantó valerosamente.—Uno de los hombres que tenian agarrada á la gitana volvió la cara hácia él; y vió el poeta la formidable catadura de Quasimodo.

Gringoire no huyó, pero tampoco dió un paso mas.

Llegóse á él Quasimodo, arrojóle de un manoton á cuatro pasos de distancia, y volvió á sumergirse en la sombra llevándose á la doncella doblegaba sobre uno de sus brazos como una madeja de seda.—Su compañero iba detras, y la pobre cabra les seguia lanzando lastimeros balidos.

— ¡Ladrones! ¡ladrones! —gritaba la pobre gitana.

— ¡Alto ahi, miserables! y soltad á esa hembra,— dijo repentinamente con voz de trueno un ginete que saltó de improviso de una calle inmediata.

Era este un capitan de los arqueros de la guardia del rey, armado de punta en blanco, con la tizona en la mano.

Arrancó á la gitana de entre los brazos del atónito Quasimodo y colocóla á la grupa de su caballo; y en el instante mismo en que el terrible jorobado, vuelto en sí de su asombro, se precipitaba sobre él para arrancarle su presa, quince ó diez y seis arqueros que seguian de cerca á su capitan, acudieron en su ayuda con el chafarote desenvainado. Eran una patrulla que andaba aquella noche de ronda, por órden del Sr. Roberto de Estouteville, intendente del prebostazgo de Paris.

Cercaron, prendieron, maniataron á Quasimodo que rugia, echaba espumarajos por la boca, y repartia fieros mordiscos á diestro y siniestro; y es seguro que si hubiera sido de dia, solo su rostro, afeado mas y mas por la cólera, hubiera bastado para poner en fuga á toda la patrulla. Pero durante la noche carecia efpobre diablo de la mas poderosa de sus armas, su fealdad.

Durante la lucha habia desaparecido su compañero.

Sentóse graciosamente la gitana sobre la silla del oficial, apoyó entrambas manos sobre los hombros del mancebo, y miróle de hito en hito por algunos momentos, como hechizada de su gallardo continente y del auxilio que acababa de darla en su aventura. Luego, rompiendo el silencio la primera, díjole suavizando aun mas el suave acento de su voz.

— ¿Como os llamais, señor soldado?

— El capitan Febo de Chateaupers, para serviros, prenda mia,—respondió el oficial gallardeándose.

— Gracias,—respondió la gitana.

Y mientras el capitan Febo atusaba su mustacho á la borgoñona deslizóse ella del caballo como una flecha que cae al suelo, y desapareció.

No hubiera tardado mas un relámpago en desvanecerse.

— ¡Ombligo del papa! —dijo el capitan mandando apretar las correas de Quasimodo;—mejor hubiera querido quedarme con la mozuela.

— ¡Como ha de ser, capitan!—dijo un soldado;—volóse la alondra, pero nos queda el mochuelo.