Nuestra Señora de París/9

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

III.

BESOS PARA GOLPES.


Transido de frio, tiritaba Gringoire cuando llegó á la plaza de Gréve. Habia tomado por el puente llamado de los Molineros para evitar el gentio del Pont-au-Change y las banderolas de Juan Fourbeault; pero las ruedas de todos los molinos del obispo le salpicaron al paso, de modo que el pobre diablo estaba empapado hasta los huesos: parecíale ademas que la derrota de su pieza dramática le hacia aun mas friolero. Apresuróse pues á llegar á la hoguera que ardia magnificamente en mitad de la plaza; pero la cercaba una multitud considerable.

— ¡Malditos parisienses! dijo entre si (porque Gringoire como buen poeta dramático padecia de achaques de monólogos) ¡ahora me obstruyen el fuego! ¡Pues bien sabe Dios que lo necesito de veras; mis zapatos beben, y todos esos arrastrados de molinos que han llorado sobre mi! ¡Diablo de obispo de Paris con sus molinos! Quisiera yo saber de qué le sirve un molino á un obispo; ¿piensa despues de obispo hacerse molinero? Si no necesita para ello mas que mi maldicion, se la doy á él, y á su catedral, y á sus molinos! ¡A qué no se menean de su sitio estos zoquetes! ¡Que estarán haciendo ahi!—¡Se calientan; vaya un gusto; miran arder un centenar de chamarascas; vaya un espectáculo!....

Pero ya mas próximo vió que el circulo era mucho mayor de lo necesario para calentarse á la hoguera del rey, y que la belleza de cien chamarascas encendidas no era el único objeto que motivaba aquella afluencia de espectadores.

En un ancho espacio despejado entre la muchedumbre y la hoguera, bailaba una mujer.

Si aquella mujer era un ser humano, una fada ó un ángel, eso es lo que Gringoire, por mas filósofo, por mas escéptico, por mas poeta irónico que fuera, no pudo decidir en el primer momento; tan fascinado quedó por aquella vision deslumbradora.

No era alta, pero lo parecia, tal era la soltura de su flexible talle; era morena, pero se adivinaba que su cútis, á la luz del dia, debia tener aquel reflejo dorado de las andaluzas y de las romanas; su piececillo era tambien andaluz, porque estaba juntamente oprimido y holgado en su gracioso calzado. Bailaba, giraba, volteaba aquella mujer sobre una vieja alfombra de Persia, tendida bajo sus pies; y cada vez que en su rápido giro pasaba delante de alguno aquella radiante fisonomia, sus grandes ojos de azabache le echaban un relámpago.

Todas las miradas estaban fijas, todas las bocas abiertas en torno de ella; y en efecto, mientras bailaba asi al són de la pandereta que sus dos puros y redondos brazos levantaban sobre su cabeza, sutil, aerea, viva como una avispa, con su cintura de oro sin un pliegue, con su brillante falda que se ahuecaba, consus espaldas desnudas, su linda pierna que dejaba entrever por momentos la flotante vestidura, con su pelo negro, con sus ojos de fuego, parecia una criatura sobrenatural.

— ¡Cierto, dijo Gringoire, que es un asalamandra, una ninfa, una diosa, una vacante del Monte Menaleo!..

Soltóse entónces una trenza de la cabellera de la «Salamandra» y cayó al suelo una pieza de cobre amarillo que estaba en ella.

— ¡Pues no! dijo, es una gitana.

Toda ilusion habia desaparecido.

De nuevo empezó á bailar, tomó del suelo dos espadas, cuya punta apoyó sobre su frente, haciéndolas girar en un sentido mientras giraba ella en otro, porque no era en efecto ni mas ni menos que una gitana. Pero por mas desencantado que estuviese Gringoire, el conjunto de aquel cuadro no carecia de mágia y de prestigio; iluminaba la hoguera aquella mujer con una luz cruda y roja que temblaba livida sobre los rostros de los circunstantes, sobre la frente morena de la gitana; despedia hácia el fondo de la plaza un mústio reflejo mezclado á las vacilaciones de sus sombras, por una parte sobre la vieja fachada negra y rugosa de la casa de los Pilares, y por otra sobre el brazo de piedra del patibulo.

Entre los mil semblantes que teñia de escarlata aquella luz, uno habia que mas que todos los otros parecia absorto en la contemplacion de la bailarina: era una fisonomia de hombre, serena, austera y sombria. Aquel hombre cuyo traje ocultaba la turba que le rodeaba, no parecia tener arriba de treinta y cinco años, y sin embargo era calvo; apénas tenia en las sienes algunos pocos cabellos que ya empezaban á encanecer: hondas arrugas surcaban su frente ancha y despejada; pero en sus ojos hundidos brillaban una extraordinaria juventud, una vida ardiente, una pasion profunda. Teníalos de continuo clavados en la gitana. y mientras la alegre niña de diez y seis años bailaba y revoloteaba dando contento á todos, la expresion del semblante de aquel hombre era cada vez mas sombria. Juntábanse de cuando en cuando sobre sus labios una sonrisa y un suspiro; pero la sonrisa era mas doloroso que el suspiro.

Paróse por fin cansada la bailarina, y el pueblo aplaudió con amor.

— ¡Djali! dijola gitana.

Llegó entónces una cabrita blanca, preciosa, lista, lustrosa, con sus cuernos dorados, con sus patitas doradas, con su collar dorado, y á quien aun no habia visto Gringoire, y que habia estado hasta entónces acurrucada en una esquina del tapiz mirando á su ama.

— Djali, dijo la bailarina, ahora tú.

Y sentándose en el suelo, presentó graciosamente á la cabra su pandereta.

—Djali, prosiguió, ¿en que mes del año estamos?

Levantó la cabra su pata delantera y dió un golpecito en el pandero. Era en efecto el primer mes del año: el pueblo aplaudió.

—Djali, repuso la gitana volviendo del otro lado su pandereta, ¡en qué dia del mes estamos!

Levantó Djali su dorada patita y dió seis golpes en el pandero.

— Djali, prosiguió la niña, repitiendo la misma operacion de antes, ¿que hora es?

Dió Djali siete golpecitos. En el mismo instante dieron las siete en el reloj de la casa de los Pilares. El pueblo estaba estupefacto.

— ¡Eso es cosa de brujeria! dijo una voz siniestra entre el gentio. Aquella voz era la del hombre calvo que no apartaba los ojos de la gitana.

Extremecióse esta y volvió la cara; pero los infinitos aplausos del pueblo cubrieron la adusta aclamacion y aun se borraron tan completamente de su ánimo que continuó interpelando á su cabra.

—Djali ¿como hace maese Guichard Grand-Remy, capitan de carabineros de la villa, en la procesion de la Candelaria?

Asentóse Diali sobre sus patas traseras, y empezó á bailar andando con tan gentil gravedad que el círculo entero de los espectadores aplaudió en vista de aquella parodia de la devocion interesada del capitan de los carabineros.

— Djali, prosiguió la gitana, alentada por aquellos aplausos, como predica maese Jaime Cliarmolue, procurador del rey en el tribunal eclesiástico?

Acomodóse la cabra sobre entrambas posaderas y empezó á balar, meneando las manitas de una manera tan particular, que á excepcion del mal frances y del peor latin, gesto, manera, acento, todo era ver á Jaime Charmolue.

Y el pueblo aplaudia hasta no mas.

—¡Sacrilégio! ¡profanacion! repuso la voz del hombre calvo.

La gitana se volvió de nuevo.

— ¡Ah! dijo, ¡es aquel hombre!—v luego empujando hácia adelante el labio inferior, hizo una especie de mueca que parecia serle familiar, y girando sobre un talon, empezó á recoger en la pandereta los dones de la muchedumbre.

Los blancos, los blanquillos, los targes, los ochavos llovian en el pandero, cuando pasó la gitana delante de Gringoire. Echó este la mano al bolsillo tan aturdidamente, que se paró la muchacha.

— ¡Diablo!—dijo el poeta hallando en el fondo de su faltriquera la realidad, es decir, el vacio. Entretanto la hermosa niña permanecia inmóvil, mirándole con sus rasgados ojos y esperando. Gringoire sudaba á mares.

Si hubiera tenido el Perú en su bolsillo, es seguro que se lo hubiera dado á la bailarina, pero Gringoire no tenia el Perú, y ademas, aun no se habia descubierto la América.

Un incidente inesperado vino afortunadamente en su ayuda.

—¿Cuando te vas, langosta de Egipto? gritó una voz de vinagre salida del rincon mas oscuro de la plaza. Volvióse la niña azorada; aquella voz no era la del hombre calvo; era la de una mujer, una voz devota y mala.

Pero aquella voz que asustó á la gitana, movió grande algazara entre una turba de muchachos que rondaba por alli.

— ¡Es la reclusa de la Torre-Roland! exclamaron riendo y alborotando; ¡es la penitente que gruñe! ¡Puede que no haya cenado; llevémosla algunos restos de la alacena de la villa!

Todos se precipitaron hácia la casa de los Pilares. En tanto Gringoire se aprovechó de la turbacion de la gitana para eclipsarse; el clamor de los muchachos le recordó que tampoco él habia cenado, por lo que incontinente se dirigió á la alacena. Pero los chiquillos tenian mejores piernas que el poeta, y cuando este llegó, ya lo habian rebañado todo. Solo quedaban sobre la pared las esbeltas flores de lis, interpoladas con rosales, pintadas en 1434 por Mateo Biterne; lo que constituia una cena fatal.

Cosa es muy importuna eso de acostarse sin cenar, cosa es ménos halagüeña todavia, eso de no cenar y de no saber donde acostarse. En este caso se hallaba Gringoire; sin pan, sin cama, acosado, estrechado por la necesidad; la necesidad le parecia muy impertinente. Mucho tiempo hacia que descubriera esta verdad; que Júpiter creó á los hombres en un arrebato de misantropia, y que durante toda la vida del justo, su destino tiene en estado de sitio á su filosofia. Por su parte, nunca habia visto el bloqueo tan rigoroso; oia á su estómago tocar á llamada, y pareciale muy indecoroso que su mala estrella sitiase por hambre á su filosofía. Absorto estaba profundamente en estas melancólicas reflexiones, cuando de pronto le arrancó de ellas un canto singular si bien lleno de suavidad y dulzura. La hermosa gitana habia empezado á cantar.

Era su voz como su baile, como su hermosura, indefinible y deliciosa; pura, sonora, aérea, alada por decirlo asi. Angélicas melodias, cadencias inesperadas y frases sencillas entre notas agudas, aceleradas y luego gorgoritos que no hubiera podido ejecutar un ruiseñor, pero en que nunca faltaba la armonia; y luego ondulaciones suavisimas de octavas que se alzaban y bajaban como el pecho de la gallarda cantora. Su hermoso rostro seguia con singular movilidad todos los caprichos de su cancion, desde la mas frenética inspirando hasta la mas casta dignidad. Ya parecia una loca, ya parecia una reina.

Eran las palabras que cantaba de una lengua desconocida á Gringoire, y á ella misma tambien probablemente, á juzgar por la poca relacion que tenia con el sentido de las palabras la expresion que daba á su cantar. Estos cuatro versos por ejemplo, respiraban en sus lábios una loca alegria:

Un cofre de gran riqueza
Hallaron dentro un pilar,
Dentro dél nuevas banderas
Con figuras de espantar.

Y un momento despues al oir el acento que dió á estos otros:

Alárabes de á caballo
Sin poderse menear,
Con espadas y los cuellos
Ballestas de buen tirar.

Se le saltaron las lágrimas á Gringoire. Su acento sin embargo, mas que otra cosa, respiraba alegria, y aquella mujer parecia cantar, como canta el ave, por serenidad y contento.

El canto de la gitana habia turbado la meditacion de Gringoire, pero como el cisne turba las aguas: escuchábale con una especie de éxtasis y de enagenacion completa. Aquel era el primer momento en que por espacio de muchas horas dejaba de sufrir.

Pero no fue largo este momento. La misma voz de mujer que habia interrumpido el baile de la gitana vino á interrumpir su canto.

— ¡Cuando callarás, cigarra del infierno!—gritó desde el mismo rincon oscuro dela plaza.

Calló la pobre cigarra, y Gringoire se tapó las orejas exclamando.

— ¡Oh! ¡maldita sierra mellada que viene á romper la lira!

Todos los espectadores murmuraban como él:—¡Al diablo la reclusa!—gritaba mas de una voz. Y la invisible aguafiestas hubiera podido arrepentirse de sus agresiones contra la gitana, si no hubiera distraido al publico en aquel momento la procesion del papa de los locos, que, después de haber recorrido mil calles y callejuelas, desembocaba en la plaza de Gréve, con todas sus hachas y su tumulto.

Esta procesion, que nuestros lectores vieron salir del palacio, se organizó durante el camino, reclutando cuantos pillos, ladrones, desocupados y vagabundos disponibles habia en Paris á la sazon, de modo que cuando llegó á la plaza de Gréve presentaba un aspecto respetable.

A su frente marchaba el Egipto, precedido por el duque de Egipto á caballo, rodeado de sus condes que iban á pié, llevándole la brida y el estribo; detras de ellos los egipcios y las egipcias formando un batiburrillo con la chiquilleria gritadora y llorona; y todos, duques, condes, gente menuda, cubiertos de andrajos y de oropeles. Seguia inmediatamente despues el reino de la Gemiania, es decir, todos los ladrones de Francia, formados por órden de dignidad, siendo los mas humildes los primeros. Destilaban asi de cuatro en cuatro con las diversas insignias de sus grados en aquella singular facultad, unos estropeados, otros cojos, otros mancos, los rateros, los peregrinos, los bellacos, los tumbones, los inválidos, los pillos, los hampones, los desechados, los capones, los andrajosos, los tunos, los huérfanos, los archipámpanos, los huraños; enumeracion capaz de cansar al mismo Homero. En el centro del conclave de los huraños y de los archipámpanos, distinguiase á duras penas el rey de la germania, el gran sacerdote acurrucado en un carreton tirado por dos perrazos. Despues del reino de los hampones, venia el imperio de Galilea, Guillermo Soussean, emperador del imperio de Galilea, marchaba majestuosamente envuelto en su ropon de púrpura manchado de vino, precedido de saltimbánquis que iban alborotando y bailando danzas pírricas, rodeado de sus moceros, de sus secuaces y de los escribientes del tribunal de cuentas. Y cerraba la marcha la Basoche, con sus manos coronadas de flores, sus manteos negros, su música ratonera, y sus hachones de cera amarilla. En el centro de aquella muchedumbre, los altos dignatarios de la cofradia de los locos llevaban sobre los hombros unas angarillas mas cargadas de velas que la urna de Sta. Genoveva en tiumpo de peste; y sobre aquellas angarillas resplandecia, con báculo, mitra y capa pluvial, el nuevo papa de los locos, el campanero de la catedral, Quasimodo el jorobado.

Cada una de las secciones de aquella grotesca procesion tenia su música particular. Los egipcios desentonaban sus panderas y sus tamboriles africanos; los hampones, raza muy poco musical, no habian pasado aun de la viola, de la corneta y de la gótica zambamba del siglo doce. Tampoco estaba mas adelantado el imperio de Galilea, en cuya música apénas se distinguia algun miserable rabel de la infancia del arte, no daria aprisionado en el re—la—mi. Pero en torno del papa de los locos, es donde se desplegaban en una maguitica cacofonia todas las riquezas musicales de la época: tiples, contraltos, bajos de rabel sin contar las flautas y las cornetas y serpentones. Pero ahora nuestros lectores recordarán que aquella era la orquesta de Gringoire.

Dificil seria formarse una idea del grado du espansion orgullosa y feliz á que habia llegado durante el tránsito del palacio á la Gréve, el triste y feo semblante de Quasimodo. Era aquella la primera satisfaccion de amor propio que gozó jamas; hasta entónces no habia conocido mas que la humillacion, el desden á su clase, el ódio á su persona, y por eso, sordo y todo como lo era, saboreaba, cual verdadero papa, las aclamaciones de aquella turba á quien aborrecia porque ella le aborrecia á él, y porque él lo sabia. Que su pueblo fuera una cálila de locos, de lisiados, de ladrones, de mendigos, ¿qué importa? siempre era un pueblo, siempre él era un soberano. Con mucha formalidad recibía todos aquellos aplausos irónicos, todas aquellas atenciones burlescas, á las cuales justo será decir que mezclaba la gente cierta dósis de respeto real y positivo; porque el jorobado era robusto, porque el patituerto era ágil, porque el sordo era malo, tres calidades que templan el ridiculo.

Por lo demas lejos estamos de creer, que el nuevo papa de los locos se formase una idea clara así de las impresiones que recibia, como de los sentimientos que inspiraba. El entendimiento que se albergaba en aquel cuerpo disforme, debia tener tambien por su parte algo de incompleto y de sordo; de modo, que lo que sentia en aquel momento era para él absolutamente vago, incomprensible y confuso; pero en aquella mezcla de sentimientos, brillaba la alegria, dominaba el orgullo. Aquella sombria y triste figura centelleaba radiante en derredor.

Causó por eso grande sorpresa y no poco espanto ver de repente á un hombre, en el momento mismo en que Quasimodo, sumergido en aquella especie de vaga enagenacion pasaba en triunfo por delante de la casa de los Pilares, salir de entre el gentio y arrancarle colérico de entre las manos su báculo dé palo dorado, insignia de su loca dignidad.

Este hombre, este temerario era el personaje calvo que, un momento ántes, mezclado ai grupo que rodeaba á la gitana, habia helado de terror á la pobre niña con sus palabras de amenaza y de ódio. Iba vestido de eclesiástico, y apénas salió de entre el gentio, Gringoire, que hasta entónces no habia reparado en él, exclamó al reconocerle:—¡Calla! ¡si es mi maestro en Hermes D. Claudio Frollo, el arcediano! ¿Quien diablos le mete con ese picaro tuerto? ¡Le va á devorar!

Alzóse en efecto un grito de terror: el formidable Quasimodo acababa de precipitarse de su alto asiento, y las mujeres apartaron los ojos para no verle devorar al pobre arcediano.

Dió un salto hasta el sacerdote, le miró y cayó de rodillas.

El sacerdote le arrancó su tiara, le rompió el báculo y le hizo pedazos su capa de relumbron.

Quasimodo permaneció de rodillas, bajó la cabeza y cruzó las manos.

Establecióse luego entre ellos un diálogo singular de gestos y de aspavientos, porque ni uno ni otro hablaban palabra. Él sacerdote en pié, irritado, amenazante, imperioso; Quasimodo prosternado, humilde, suplicante. Y sin embargo es seguro que Quasimodo hubiera podido hundir al sacerdote con un solo dedo.

En fin, el arcediano sacudiendo con aspereza la espalda fornida de Quasimodo, hízole señal de que se levantára y le siguiera.

Quasimodo se puso en pié.

Y entónces la cofradia de los locos, pasado el primer estupor, quiso defender á su papa tan bruscamente destronado: los gitanos, los hampones y toda la estudiantina empezaron á ladrar enderredor del sacerdote.

Colocóse Quasimodo delante de él, puso en movimientos los músculos de sus atléticos puños, y miro á los agresores rechinando los dientes como un tigre enfurecido.

Revistióse el sacerdote de su sombria gravedad, hizo una señal á Quasimodo, y se retiró sin hablar palabra.

Quasimodo iba delante de él abriendo paso.

Luego que hubieron atravesado el populacho y la plaza, la turba de los curiosos y gente ociosa quiso seguirlos. Tomó entónces Quasimodo la retaguardia y siguió al arcediano andando hácia atras, agachado, arisco, monstruoso, herizado, recogiendo sus miembros, lamiendo sus colmillos de jabali, gruñendo como una fiera é imprimiendo inmenzas oscilaciones á la turba con un gesto ó una mirada.

Dejáronlos internarse en una calle estrecha y tenebrosa, por donde nadie osó seguirles; ¡tal terror inspiraba la horrible forma de Quasimodo!

— Eso es maravilloso,—dijo Gringoire—;—¿pero donde diablos hallaré de cenar?