Orgullo y prejuicio/Capítulo L

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CAPITULO L

El señor Bennet había deseado muchas veces antes de este período ahorrar cierta cantidad anual para mejorar el caudal de sus hijas y de su mujer si le sobrevivieran, en vez de gastar todos sus ingresos, y ahora deseaba haberlo hecho más que nunca. Si hubiera procedido así, como era debido, Lydia no necesitaría estar en deuda con su tío por cuanto en la ocasión presente se hiciera por ella, así en cuestión de honra como de crédito. La satisfacción de tentar a alguno de los más valiosos jóvenes de la Gran Bretaña a que fuese su marido hubiera estado entonces muy en su lugar.

Hallábase en extremo inquieto porque un asunto de tan escasa ventaja para cualquiera fuese llevado a cabo sólo por su cuñado, estando decidido a averiguar, si fuese posible, el importe de los auxilios de éste y satisfacerlo en cuanto estuviera a su alcance el efectuarlo.

En los comienzos del matrimonio del señor Bennet la economía fué reputada por inútil en absoluto, porque, cual era natural, había de tener un hijo varón, quien heredaría el vínculo al llegar a la edad necesaria, y la viuda y las hijas menores quedarían así aseguradas. Mas vinieron al mundo sucesivamente tres hijas, y el varón aun estaba por nacer; y aunque la señora de Bennet, tres años después del nacimiento de Lydia, tenía por seguro que aquél vendría, al fin desesperó. Pero era ya demasiado tarde: la señora de Bennet carecía de dotes de economía, y el amor de su marido a la independencia sólo había impedido que se excediese de sus ingresos.

Cinco mil libras había aseguradas en las capitulaciones matrimoniales para la señora de Bennet y sus hijas; mas de la voluntad de los padres dependía la distribución de las mismas. Por fin este pun- to iba a decidirse por lo tocante a Lydia, y la señora de Bennet no vaciló en acceder a lo propuesto. En términos, pues, de grato reconocimiento por la bondad de su hermano, aunque expresado todo muy concisamente, confió él al papel su completa aprobación de todo lo hecho y su voluntad de cumplir los compromisos contraídos en su nombre. Antes, jamás había supuesto que de persuadirse Wickham a casarse con su hija se hubiera realizado esto con tan escasa incomodidad para sí propio como con el arreglo actual. Diez libras anuales era a lo más lo que iba a perder al dar las cien que debía entregarles, pues entre los gastos ordinarios fijos, el dinero suelto que él le daba y los continuados regalos en metálico que le llegaban por conducto de su madre, el gasto de Lydia era muy poco menos que aquella suma.

Otra sorpresa por él bien recibida fué que todo se hiciera además con tan insignificante molestia por su parte, pues su principal deseo era siempre tener tan pocas como pudiera en sus asuntos. Pasado el primer impulso de ira, que diera como fruto su actividad en buscarla, tornó de nuevo, como era de esperar, a su habitual indolencia. Despachó pronto la carta, eso sí, porque, aunque tardo en emprender asuntos, era rápido en la ejecución de los mismos. En ella suplicaba más detalles acerca de lo que era en deber a su hermano; mas estaba sobrado resentido con Lydia para decirle a ella nada.

Las buenas nuevas se extendieron velozmente por la casa y con relativa prontitud por la vecindad. Cierto que habría sido más ventajoso para dar que hablar que la señorita Lydia Bennet hubiera venido a la ciudad, o mejor aún, hubiera sido recluída en alguna granja distante; mas había mucho que charlar sobre su matrimonio; y los buenos deseos de que le fuese bien, antes expresados por todas las malévolas señoras viejas de Meryton, no perdieron sino muy poco de viveza por ese cambio de circunstancias, porque con semejante marido la desgracia se daba por segura.

Hacía quince días que la señora de Bennet no bajaba de sus habitaciones; pero en día tan feliz volvió a ocupar su sitio a la cabecera de la mesa con ánimo muy levantado. No enturbiaba su triunfo ningún sentimiento de vergüenza. El matrimonio de una hija, que fuera el principal objeto de sus anhelos desde que Juana tuvo diez y seis años, iba ahora a celebrarse, y sus pensamientos y sus palabras dirigíanse sólo a cosas relativas a bodas elegantes, muselinas finas y nuevos colores y servidores. Hallábase ocupadísima buscando en la vecindad morada conveniente para su hija, y sin saber ni considerar cuáles podrían ser los ingresos, rechazó muchas por falta de amplitud o de ostentación.

—El parque de Haye—decía—podría servir si los Gouldings lo dejasen, o la casa de Stoke si el salón fuera mayor; ¡pero Ashworth está demasiado lejos! No resistiría yo el tenerla a diez millas; y en cuanto a la Quinta de Purvos, los áticos son terribles.

Su marido dejábela hablar sin interrumpirla mientras los criados estaban presentes. Mas cuando se marcharon le dijo:

—Antes de tomar alguna de esas casas, o todas ellas, para tu hija vamos a entendernos. Hay una de las casas de esta vecindad donde nunca serán admitidos. No excitaré la carencia de pudor de ninguno de los dos recibiéndolos en Longbour.

Larga disputa siguió a esa declaración; pero el señor Bennet se mantuvo firme. Pasóse de ese punto a otro; y la señora de Bennet vió con asombro y horror que su marido no quería adelantar ni una guinea para comprar vestidos a su hija. Protestaba que no recibiría de él ni la menor prueba de afecto con ese motivo. La señora de Bennet no podía comprenderlo; excedía a cuanto imaginaba posible el que la ira de su marido alcanzase tan inconcebible grado de resentimiento como el de retirar a su hija un privilegio sin el cual su matrimonio apenas parecería válido. Más sensible era a la desgracia que la falta de vestidos había de reportar a la boda de su hija que a ninguna suerte de vergüenza por la fuga de ésta y su vida con Wickham quince días antes de que semejante boda se celebrara.

Isabel sentía ahora de modo más profundo haber llegado, impelida por el pesar del momento, a hacer partícipe a Darcy de los temores por su hermana, pues ya que el casamiento iba a dar en breve término feliz a la fuga, debía suponerse que se ocultarían los desfavorables comienzos del asunto a cuantos no se hallaran inmediatos al lugar del suceso.

No temía que el hecho se propagase por conducto de él. Pocos habría en cuyo secreto hubiera puesto ella mayor confianza; pero, a la par, no había nadie cuyo conocimiento de una flaqueza de su hermana hubiérale mortificado tanto; y no por temor a que de ello se siguiera alguna desventaja individual para sí, porque, de todas suertes, parecía mediar entre ambos un abismo invencible. Aun habiéndose arreglado el matrimonio de Lydia de la manera más honrosa, no era dado suponer que Darcy quisiera emparentar con una familia que a todos sus demás reparos iba a añadir ahora la alianza y parentesco más íntimo con el hombre que con tanta justicia él despreciara.

Ante una cosa así no podía extrañar ella que él retrocediese. El deseo de granjearse su afecto, de que ella se había percatado juzgando los sentimientos de él en el condado de Derby, no podía sobrevivir razonablemente a semejante golpe. Veíase, pues, humillada, entristecida; arrepentíase, aun sabiendo con dificultad de qué. Ansiaba su estimación cuando ya no podía esperar obtenerla; necesitaba oírle cuando semejaba existir la menor probabilidad de avenencia; estaba convencida de poder haber sido dichosa con él cuando no era regular que se encontrasen más.

«¡Qué triunfo para él—pensaba a menudo—si supiera que las proposiciones que con orgullo des- precié sólo cuatro meses antes serían ahora alegre y gratamente recibidas!»

No dudaba de que era generoso como el que más de su sexo; pero mientras viviese, aquello tenía que constituir un triunfo para él.

Comenzó al presente a comprender que él era con exactitud el hombre que por su modo de ser y su talento le habría convenido más. El entendimiento y carácter de él, aunque no semejantes a los suyos propios, habrían colmado todos sus deseos. Hubiera sido una unión que por fuerza resultaría ventajosa para ambos: con la soltura y viveza de ella el carácter de él habríase dulcificado y sus modales mejorado; y del juicio, cultura y conocimiento del mundo que él poseía habría ella recibido beneficios de importancia.

Mas semejante matrimonio no habría de mostrar a la admirada multitud en qué consistía la felicidad conyugal; iba a efectuarse en su familia otra unión diferente que excluía la posibilidad de la primera.

No podía imaginar de qué modo Wickham y Lydia podrían sostenerse con tolerable independencia; pero conjeturaba con facilidad cuán escasa dicha estable podía darse en una pareja unida sólo porque sus pasiones eran más fuertes que su virtud.

***

El señor Gardiner volvió pronto a escribir a su hermano. Al agradecimiento del señor Bennet con- testaba con brevedad, asegurando su deseo de contribuir al bienestar de todos los de su familia, y terminaba con instancias para que el asunto no se volviera a mencionar. El principal objeto de la carta era para informarle de que Wickham había resuelto abandonar la milicia en que se hallaba.

«Mucho ansiaba yo que así fuera—añadía—en cuanto se ultimó el matrimonio; y creo que convendrás conmigo y considerarás la salida de ese Cuerpo como altamente provechoso así para él como para mi sobrina. La intención del señor Wickham es entrar en el Ejército regular, y entre sus antiguos amigos hay todavía quien puede y quiere ayudarle a conseguirlo. Se le ha prometido el grado de alférez en el regimiento del General..., ahora acuartelado en el Norte. Es una ventaja haberle de tener tan lejos de esta parte del reino. El promete resueltamente, y espero que sea así, que viéndose ante otra gente, entre la cual ambos deberán conservar su crédito, los dos serán más prudentes. He escrito al coronel Forster participándole nuestros arreglos y suplicándole que satisfaga a los varios acreedores del señor Wickham en Brighton y sus cercanías con seguridades de inmediato pago, al cual yo mismo me he comprometido. ¿Quieres tomarte la molestia de llevar iguales seguridades a los de Meryton, de los cuales te incluyo lista de acuerdo con la información de aquél? Nos ha confesado todas sus deudas, y espero por lo menos que no nos haya engañado. Haggerston tiene nuestras instrucciones, y todo se terminará en una se- mana. Entonces se unirá al regimiento, a no ser que primero se le invite a Longbourn; y sé por la señora de Gardiner que su sobrina abriga de veras deseos de veros a todos antes de dejar el Sur. Hállase buena, y suplica que os acordéis de ella tú y su madre. »Tu, etc.,

»E. Gardiner.»

El señor Bennet y sus hijas vieron las ventajas de la salida de Wickham de la milicia del condado tan claro como lo había visto el señor Gardiner; mas la señora de Bennet no se complacía tanto con ello. El que Lydia se estableciera en el Norte precisamente cuando ella había esperado mayor agrado y enorgullecimiento con su compañía, ya que no había prescindido del placer de que residiera en el condado, era disgusto grande; y además, era lástima que Lydia se separara de un regimiento donde era conocida de todos y tenía tantos admiradores.

—¡Quiere tanto a la señora de Forster—decía—que le será horrible en verdad el dejarla! Y además hay varios muchachos que le gustan mucho. No serán tan simpáticos los oficiales en el regimiento del General...

La súplica de su hija—pues como tal había que considerarla—de ser admitida de nuevo en la familia antes de partir para el Norte recibió pronto rotunda negativa; pero Juana e Isabel, que, mirando a los sentimientos y al porvenir de su her- mana, convenían en desear que diese cuenta de su matrimonio a sus padres, insistieron con tal viveza, y hasta de modo tan razonable y dulce, en que su padre recibiese a ella y a su marido en Longbourn en cuanto se casasen, que le persuadieron a opinar con ellas y a obrar conforme a su deseo; y así, su madre tuvo la satisfacción de saber que podría presentar a la vecindad a su hija casada antes de ser ésta desterrada al Norte. En consecuencia, cuando el señor Bennet volvió a escribir a su hermano dió su permiso para que aquéllos viniesen, determinándose que en cuanto acabase la ceremonia seguirían a Longbourn. Isabel quedó no obstante sorprendida de que Wickham consintiese en semejante plan, y, a consultar sobre su propio deseo, habría concluído que el último de los suyos era encontrarse con él.