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Orgullo y prejuicio/Capítulo LII

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CAPITULO LII

Isabel tuvo la satisfacción de recibir contestación a su carta tan pronto como fué posible. Apenas se vió en posesión de ella corrió al sotillo, donde era menos probable que fuese interrumpida; se sentó sobre un banco y se preparó a la felicidad, pues el final de la carta la convenció de que no contenía repulsa.

«Calle de la Iglesia de la Merced, 6 septiembre.»

»Mi querida sobrina: Acabo de recibir tu carta y voy a dedicar toda la mañana a contestarla, pues pienso que poca escritura no podrá abarcar lo que tengo que comunicarte. He de confesarme sorprendida por tu pregunta: no la esperaba de ti. No te incomodes, pues sólo deseo hacerte saber que no imaginaba que semejantes indagaciones fuesen precisas por tu padre. Si no quieres entenderme, perdona mi impertinencia. Tu tío está tan sorprendido como yo, y sólo la creencia de que eras parte interesada le habría permitido obrar como lo ha hecho. Mas por si en realidad eres inocente o ignorante, habré de ser más explícita.

»El mismo día de mi llegada a casa desde Longbourn tu tío había tenido una visita muy inesperada. El señor Darcy vino y estuvo encerrado con él varias horas. Todo estaba arreglado cuando yo llegué; así que mi curiosidad no se vió tan horriblemente atormentada como la tuya parece estarlo. Vino a decir a Gardiner que había descubierto dónde se encontraban Wickham y tu hermana, y que los había visto y hablado a los dos: a Wickham, repetidas veces; a tu hermana, sólo una. Por lo que puedo colegir, él abandonó el condado de Derby sólo un día después que nosotros, viniendo a la capital con resolución de buscarlos. El motivo confesado era su convicción de que a él se debía que el descrédito de Wickham no hubiera sido tan bien conocido que hiciera imposible a toda muchacha regular amarle o fiarse de él. Con generosidad imputó todo a su ciego orgullo, confesando que antes había juzgado indigno de su persona poner a vista del público sus acciones privadas: su modo de ser había de hablar por él. Pero veía ahora que su deuda aumentaba, y trataba de remediar un daño acarreado por él mismo. Si tenía otro motivo, supongo que no sería deshonroso. Había pasado algunos días en la capital sin poder descubrirlos; mas disponía de algo que le podía guiar en sus pesquisas, lo cual era más de lo que nosotros teníamos, y el saberlo era también otra razón para seguirlas.

»Parece que hay una señora, una tal señora Young, que fué tiempo atrás aya de la señorita de Darcy y hubo de ser destituída de su cargo por algún motivo censurable, aunque él no nos dijo cuál. Al ocurrirle eso tomó ella una amplia casa en la calle de Eduardo, y desde entonces se venía sosteniendo con el alquiler de habitaciones. Esta señora Young hallábase, según él sabía, en íntima relación con Wickham, y a ella acudió en busca de noticias de éste en cuanto llegó a la capital. Mas pasaron dos o tres días antes de poder obtener de la misma lo que necesitaba. Supongo que no quiso ella hacer traición a su confianza sin soborno y corrupción, ya que, en realidad, desde el principio sabía dónde se encontraba su amigo. Wickham, en efecto, había acudido a ella a su llegada a Londres, y si ella hubiera podido recibirlos en su casa habrían tenido su alojamiento allí. Mas al cabo nuestro amable amigo consiguió la dirección que buscaba. Estaban en la calle de ***. Vió a Wickham, y después insistió en ver a Lydia. Su primer objeto cerca de ella era, cual reconoció, persuadirla a que saliera de su desgraciada situación del momento, volviendo a su familia en cuanto se pudiera conseguir que la recibieran, y ofreciéndole su ayuda hasta donde pudiera alcanzar. Pero encontró a Lydia resuelta por completo a seguir donde estaba. No se cuidaba ella de nadie de su familia; no necesitaba de la ayuda de él; no quería oír nada referente a abandonar a Wickham; estaba convencida de que se casarían una vez u otra, y no le importaba mucho saber cuándo. Siendo éstos sus sentimientos, él pensó que sólo restaba facilitar y asegurar el matrimonio, el cual, en su primer diálogo con Wickham, conoció él que no estaba en los planes de éste. Confesóse Wickham obligado a abandonar su regimiento por ciertas deudas de honor que le oprimían; no tuvo escrúpulos en hacer recaer sólo sobre la locura de Lydia todas las malas consecuencias de su huída, y en cuanto a su futura situación, poco podía prever de ella: tenía que irse a alguna parte, pero no sabía adónde, y conocía que no tenía nada para vivir.

»El señor Darcy le preguntó por qué no se había casado de una vez con su hermana. Aunque al se- ñor Bennet no lo imaginaba muy rico, algo habría podido hacer por él en aquel caso, y su situación habría quedado mejorada con el matrimonio. Pero en la contestación a esta pregunta entrevió que Wickham acariciaba todavía la idea de crearse más sólida fortuna casándose en algún otro punto. Con todo, en las circunstancias en que se veía no parecía irreductible contra la tentación de remedio inmediato.

»Entrevistáronse muchas veces, porque había mucho que discutir. Wickham, desde luego, necesitaba más de lo que podía obtener; pero al fin se redujo a lo razonable.

»Cuando todo se halló convenido entre ellos, el primer paso del señor Darcy fué hacer sabedor de ello a tu tío, y entonces vino por primera vez a la calle de la Iglesia de la Merced, en la tarde anterior a que yo llegase a casa. Pero Gardiner no le pudo ver, y el señor Darcy supo, gracias a mayores inquisiciones, que tu padre seguía aún con él, pero que iba a abandonar la capital a la mañana siguiente. No juzgó que tu padre fuera persona con quien poder tratar de esto tan bien como con tu tío, y al punto retrasó el ver a éste hasta después de la marcha de aquél. No dejó, pues, su nombre, y hasta el día siguiente se supo sólo que un caballero había venido por cuestión de negocios.

»El sábado volvió a venir. Tu padre se había ido, tu tío estaba en casa, y como te he dicho antes, tuvieron mucho que hablar reunidos.

»Juntáronse de nuevo el domingo, y entonces le vi yo también. No estuvo todo decidido hasta el lunes, y en cuanto lo estuvo se envió el propio a Longbourn. Pero nuestro visitante se mostró muy obstinado; ten por seguro, Isabel, que la obstinación es, después de todo, el verdadero defecto de su carácter. Ha sido acusado de muchas faltas en diferentes ocasiones, pero ésa es la única verdadera. Nada habría de hacerse que no hubiera de hacerlo él mismo; aunque estoy segura—y no digo nada para que lo agradezcas, y por consiguiente no hables de ello—de que tu tío habría arreglado todo muy al instante.

»Batallaron juntos largo tiempo, que fué mucho más de lo que ni el caballero ni la señorita interesados en ello merecían. Pero al cabo tu tío se vió obligado a ceder; y en vez de permitírsele que fuera útil a su sobrina se vió reducido a tener sólo la apariencia de serlo, aunque con repugnancia; y pienso en realidad que tu carta de esta mañana le ha proporcionado gran placer, porque necesitaba dar una aclaración que le quitase sus plumas prestadas y concediera la alabanza a quien es debida. Pero, Isabel, esto no salga de ti, o a lo más de Juana.

»Supongo que sabes suficientemente bien lo que se ha hecho por ese joven. Sus deudas, que creo que montan considerablemente más de mil libras, van a ser satisfechas; otras mil fijadas para ella como adición a lo suyo propio; y el empleo de él está conseguido. Las razones por las cuales el señor Darcy debía hacer todo esto son sólo las que te he expuesto con anterioridad: debíase a él, a su reserva y falta de conveniente consideración, que el carácter de Wickham hubiese sido mal conocido, y en consecuencia que hubiera sido él recibido y considerado como lo fuera. Acaso haya alguna verdad en esto, aunque dudo que su reserva, ni la reserva de nadie, pueda ser responsable del suceso. Mas, a pesar de toda su fina charla, mi querida Isabel, puedes quedar por completo segura de que jamás habría cedido tu tío si no hubiéramos prestado crédito a él por otro interés en el asunto.

»Cuando todo estuvo resuelto volvió otra vez cerca de sus amigos, que seguían todavía en Pemberley; mas prometió que estaría en Londres otra vez al efectuarse la boda y que todas las cuestiones de dinero se solventarían entonces.

»Creo que ya te he contado todo. Es una relación que, según me dices, te ha de sorprender mucho; pero, por lo menos, supongo que no te proporcionaré ningún desagrado. Lydia vino a nuestra casa y Wickham ha tenido constante acceso a ella. Este ha sido aquí exactamente lo que era cuando le conocí en el condado de Hertford; mas no querría decirte cuán poco satisfecha he estado con la conducta de ella durante su permanencia con nosotros si no hubiera notado por la carta de Juana del miércoles que su proceder al llegar a vuestra casa ha sido con exactitud el mismo, por lo cual lo que ahora te diga no habrá de sorprenderte. Habléle repetidas veces del modo más serio, re- presentándole la desgracia que había acarreado a su familia. Si me oyó, sería por casualidad, porque estoy convencida de que no me atendía. Algunas veces llegó a cargarme; mas entonces me acordaba de mis queridas Isabel y Juana, y por éstas me revestía de paciencia con aquélla.

»El señor Darcy fué puntual en su regreso, y, cual os dijo Lydia, asistió a la boda. Comió con nosotros al día siguiente, e iba a salir de la capital el miércoles o jueves. ¿Te incomodarás conmigo, querida Isabelita, si aprovecho esta oportunidad para decirte—lo que nunca me había atrevido a decir antes—cuánto me gusta? Su conducta con nosotros en todo ha sido tan agradable como cuando estábamos en el condado de Derby. Su entendimiento, sus opiniones, todo me es grato; no le falta mas que un poco de viveza, y eso, si se casa prudentemente, su mujer se lo podrá enseñar. Téngolo por muy disimulado; apenas pronunció tu nombre. Pero el disimulo parece estar de moda.

»Suplícote que me dispenses si he sido muy presumida, o por lo menos que no me castigues hasta el punto de excluirme de P. Nunca seré por completo feliz hasta que haya dado toda la vuelta al parque. Un faetón bajo con un lindo par de jacas sería el ideal.

»Pero no puedo escribirte más. Los niños me han estado echando de menos durante la última media hora.

»Tu muy afectísima

»M, Gardiner.»

El contenido de esta carta dejó a Isabel en una agitación de espíritu en que era difícil determinar si el placer o la pena tomaban mayor parte. Probado quedaba ser ciertas las vagas e indeterminadas sospechas que su incertidumbre sobre lo que Darcy hiciera para llevar adelante el casamiento de su hermana había hecho nacer, sospechas que ella había temido alentar por referirse a esfuerzos sobrado grandes de bondad para ser probables, y que a la par temió que fuesen fundadas por la pena que consigo llevaba la obligación. Habíales él seguido de propósito a la capital y tomado sobre sí toda la molestia y mortificación inherentes a semejante busca, en la cual había sido necesaria la súplica a una mujer a quien él debía abominar, y donde se había visto constreñido a tratar, a tratar con frecuencia, a persuadir, y a la postre a sobornar, al hombre a quien más habría deseado evitar y cuyo sólo nombre era para él castigo el pronunciarlo. Todo eso lo había hecho en beneficio de una muchacha por quien no podía interesarse y a quien no podía estimar. Su corazón le decía que lo había hecho por ella misma; mas esa esperanza era reprimida por otras consideraciones, y pronto conoció que holgaba su vanidad pretendiendo explicar el hecho por su afecto hacia ella, hacia una mujer que le rechazara, afecto que, de existir, tendría que ser capaz de sobreponerse a sentimiento tan natural como el del odio al parentesco con Wickham. ¡Ser cuñado de Wickham! Todo linaje de orgullo tenía que revolverse contra ese vínculo. Cierto que él había hecho mucho, y avergonzada se veía ella de lo mucho que era; pero había dado una razón para su intervención, la cual no exigía extraordinario esfuerzo para ser creída. Era razonable pensar que él se hubiera creído equivocado; era liberal, y poseía los medios de practicar la liberalidad; y aun sin tenerse ella por su principal móvil, cabía pensar acaso que cierto interés por ella que le quedase le habría aguijoneado a hacer esas inquisiciones en un asunto que tocaba sin embargo a la paz de su espíritu. Era penoso, extraordinariamente penoso, quedar obligados a una persona que jamás podría recibir el pago. Debían la salvación de Lydia, su reputación, todo a él. ¡Oh! ¡Cuán profundamente le entristecían todos los sentimientos ingratos que siempre había alimentado por él, todas las palabras insolentes que le dirigiera! Estaba avergonzada de sí misma, pero orgullosa de él: orgullosa, porque en un asunto de compasión y de honra no había podido quedar mejor. Leyó una y otra vez el elogio que de él hacía su tía; y aunque no lo encontraba suficiente, le agradó. Sentía placer, aunque mezclado con pena, al ver cuánta seguridad abrigaban ambos, su tío y su tía, de que subsistía afecto y confianza entre Darcy y ella.

Levantóse de su asiento y salió de su meditación al notar que alguien se aproximaba; y antes de que pudiera llegar a otro sendero fué sorprendida por Wickham.

—Temo interrumpir tu solitario paseo, querida hermana—díjole en cuanto se le unió.

—Así es en verdad—replicó ella con una sonrisa—; mas no se sigue de ahí que la interrupción sea mal recibida.

—Mucho sentiría que lo fuese. Nosotros siempre hemos sido buenos amigos.

—Cierto. ¿Han salido los demás?

—No lo sé. Los señores de Bennet y Lydia han ido en coche a Meryton. Y bien, querida hermana, sé por nuestros tío y tía que has estado hace poco en Pemberley.

Ella contestó con una afirmación.

—Casi te envidio el placer, y aun creo que, si eso no fuera excesivo para mí, pasaría por allí en mi viaje a Newcastle. Supongo que verías a la anciana ama de llaves. ¡Pobre Reynolds! Siempre me quiso mucho. Pero, por supuesto, no me nombraría delante de vosotros.

—Sí, lo hizo.

—¿Y qué dijo?

—Que te habías marchado al ejército y que temía que no te hubiera ido bien. De tan lejos, comprendes, las cosas se saben mal.

—Cierto—contestó él mordiéndose los labios.

Isabel creyó haberlo reducido al silencio; mas pronto dijo él:

—Me ha sorprendido ver a Darcy el mes pasado en la capital. Estuvimos juntos muchas veces. Me intriga conocer qué podía estar haciendo allá.

—Quizá preparando su matrimonio con la señorita de Bourgh—dijo Isabel—. Debe de ser raro encontrarle allí en esta estación.

—Sin duda. ¿Le viste mientras estuvisteis en Lambton? Creo haber sabido por los Gardiner que sí.

—Sí; nos presentó a su hermana.

—¿Y te gustó ella?

—Muchísimo.

—Es verdad que he oído que ha mejorado extraordinariamente en este año o en estos dos. Cuando la vi la última vez no prometía mucho. Celebro que te gustase. Espero que le irá bien.

—Me atrevo a decir que así le irá: ha pasado la edad más difícil.

—¿Pasaste por el pueblo de Kimpton?

—No me acuerdo.

—Lo menciono porque es la morada que yo debía tener. ¡Qué sitio tan delicioso! ¡Excelente abadía! Habríame convenido desde todos los puntos de vista.

—¿Te hubiera gustado mucho componer sermones?

—Muchísimo. Lo habría considerado como parte de mis obligaciones, y pronto habría sido nulo el esfuerzo para componerlos. No debe uno quejarse; pero ten por cierto que eso habría sido a propósito para mí. La quietud, el retiro de semejante vida habrían colmado todas mis ideas de felicidad. ¡Pero no había de ser! ¿Has oído mencionar a Darcy los detalles de eso cuando estuviste en Kent?

—He oído, de testimonio que tengo por bueno, que eso se te dejó sólo condicionalmente y a voluntad del actual patrono.

—¿Has oído eso? Sí, algo había así; de esa manera te lo conté la primera vez; debes recordarlo.

—También oí que hubo un tiempo en que el componer sermones no era para ti cosa tan grata como parece serlo ahora; que entonces declaraste tu resolución de no ordenarte nunca, y que el asunto se zanjó en armonía.

—¡Sí!; no deja eso de tener fundamento. Debes recordar lo que te dije en cuanto a lo mismo cuando hablamos de ello la primera vez.

Hallábanse a la sazón ya casi a la puerta de la casa, pues Isabel había seguido paseando por desembarazarse de él; y no queriendo provocarle, en atención a su hermana, díjole sólo, con sonrisa de buen humor:

—Vamos, Wickham; somos hermano y hermana, ¿sabes? No disputemos sobre lo pasado. En adelante supongo que siempre pensaremos igual.

Dióle la mano; él la besó con afectuosa galantería, aunque apenas sabía qué cara poner, y penetraron en la casa.