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Orgullo y prejuicio/Capítulo LVIII

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CAPITULO LVIII

En lugar de recibir Bingley carta ninguna de excusa de su amigo, como Isabel medio esperaba que le sucediese, pudo aquél traer a Darcy a Longbourn antes de pasar muchos días tras la visita de lady Catalina. Los caballeros llegaron temprano, y antes de tener la señora de Bennet tiempo de decir a Darcy que habían visto a su tía, cosa que Isabel temió al momento, Bingley, que necesitaba estar solo con Juana, propuso a todos salir de paseo. La señora de Bennet no tenía costumbre de pasear y María no podía nunca perder tiempo; pero los cinco restantes salieron juntos. Mas Bingley y Juana dejaron presto que los otros se les adelantaran, y quedáronse detrás, mientras Isabel, Catalina y Darcy siguieron delante reunidos. Poco habló ninguno; Catalina tenía al último sobrado miedo para hablar; Isabel hallábase formando en secreto una resolución desesperada, y acaso el otro estuviera ha ciendo lo propio.

Dirigiéronse hacia la casa de los Lucas porque Catalina deseaba ver a María; y como Isabel vió que eso no podía interesar a los demás, cuando Catalina se alejó continuó audazmente sola con Darcy. Llegó entonces el momento de poner en práctica su resolución, y provista de ánimo, dijo a aquél inmediatamente:

—Señor Darcy, soy una criatura muy egoísta, y por tratar de aliviar mis sentimientos no me cuido de cuánto he podido herir los de usted. No puedo evitar por más tiempo el agradecer a usted su bondad sin ejemplo para con mi pobre hermana. Desde que la supe me he visto muy ansiosa de hacer presente a usted la gratitud que siento por ella. Si el hecho fuera conocido por el resto de mi familia no habría yo de expresar a usted meramente la gratitud mía.

—Siento, siento muchísimo—contestó Darcy en tono de sorpresa y de emoción—que haya sido usted informada de lo que, erróneamente interpretado, pudiera proporcionar a usted alguna inquietud. No pensaba que la señora de Gardiner fuese tan poco de fiar.

—No censure usted a mi tía. La falta de discurso de Lydia me hizo saber a mí primeramente lo que usted se había interesado en el asunto; y como es natural, no pude sosegar hasta conocer los detalles. Permítame usted que le agradezca de nuevo una y mil veces, en nombre de toda mi familia, la generosa compasión que indujo a usted a tomarse tanta pena y a sufrir tantas mortificaciones para descubrirlos.

—Si me lo agradece usted—replicó él—, que sea sólo por usted. No he de negar que el deseo de proporcionar a usted una dicha pudo añadir fuerza a las otras razones que me impulsaron a ello; pero su familia de usted no me debe nada. Aun respetándolos mucho, yo no pensé sino en usted.

Isabel estaba sobrado embarazada para decir palabra. Tras una corta pausa, su compañero añadió:

—Es usted demasiado generosa para bromear conmigo. Si sus sentimientos de usted son aún los mismos que en abril pasado, dígamelo usted de una vez. Mi afecto y mis anhelos no han variado; mas una palabra de usted me hará callar en ese punto para siempre.

Isabel, consciente de lo terrible y ansioso de su situación, esforzóse entonces en hablar, y al punto, aunque no con rapidez, dióle a entender que sus sentimientos habían experimentado cambio tan absoluto desde el período a que se refería que le hacían recibir con gratitud y placer sus actuales aseveraciones. El estado de felicidad que semejante contestación proporcionó a Darcy fué tal como probablemente jamás lo había disfrutado, y se expresó en esta ocasión con todo el sentimiento y el calor que cabe suponer en un hombre violentamente enamorado. Si Isabel hubiera sido capaz de contemplar su mirada habría podido ver cuán bien se retrataba en su rostro la expresión de la delicia que experimentaba su corazón; pero si no le pudo mirar, le pudo escuchar, y él entonces le reveló sentimientos que, al demostrarle el interés que tenía por ella, hiciéronle por momentos más valioso su afecto.

Siguieron paseando sin cuidarse de la dirección que llevaban; había demasiado que pensar y que sentir y que decir para atender a nada más. Pronto supo ella que debían su actual avenencia a los afanes de la tía de él, la cual había visitado a su sobrino a su regreso por Londres y habíale contado su ida a Longbourn y lo substancial de su conversación con Isabel, insistiendo con énfasis en cuantas expresiones denotaban, en especial a juicio de Su Señoría, la perversidad y descaro de aquélla, en la creencia de que semejante relato le serviría de ayuda en su empresa de obtener del sobrino la promesa que ella había rehusado dar. Mas, para desgracia de Su Señoría, el efecto había sido en absoluto contrario.

—Eso me hizo conocer—dijo él—lo que antes apenas me habría atrevido a esperar. Conocía lo suficiente su modo de ser de usted para saber que, de estar absoluta e irrevocablemente decidida en contra mía, lo habría hecho saber a lady Catalina con claridad y franqueza.

Isabel se sonrojó y rióse mientras contestaba:

—Sí, conocía usted suficientemente mi franqueza para creerme capaz de eso. Después de rechazarle a usted tan abominablemente cara a cara no podía tener escrúpulo en manifestar lo propio a todos sus parientes.

—¿Qué me dijo usted que no mereciese? Porque aunque sus acusaciones estaban mal fundadas, mi proceder con usted entonces merecía el más severo reproche. Aquello fué imperdonable; no puedo pensar en ello sin horror.

—No disputemos sobre quién merece mayor censura por lo de aquella tarde—dijo Isabel—. Mirándolo bien, no puede resultar irreprochable la conducta de ninguno de los dos. Pero me parece que ambos hemos ganado en cortesía desde entonces.

—No me es dado reconciliarme conmigo mismo con tanta facilidad. El recuerdo de lo que entonces dije, de mi conducta, de mis modales, de mis expresiones durante todo aquello, es ahora, y ha de serlo por muchos meses, inexplicablemente penoso para mí. No olvido nunca su frase de usted, tan bien aplicada: «Si se hubiera usted conducido más caballerosamente.» Esas fueron sus palabras. No sabe usted, no puede concebir cuánto me han torturado; por más que confieso haber pasado algún tiempo antes de ser lo suficientemente razonable para hacerles justicia.

—Bien cierto es que estaba yo muy lejos de suponer que causaran a usted tan triste impresión. No tenía la menor idea de que pudiesen sentirse jamás así.

—Fácil me es el creerlo. Me suponía usted a la sazón vacío de todo sentimiento elevado; estoy seguro. Nunca olvidaré tampoco su talante de usted al decirme que no podía haberme dirigido a usted de modo ninguno que le decidiera a aceptarme.

—¡Oh!, no repita usted lo que dije entonces; ese recuerdo no ha de perdurar. Aseguro a usted que hace tiempo que estaba muy de corazón avergonzada de todo ello.

Darcy mencionó su carta.

—¿Le hizo a usted—díjole—, le hizo a usted pensar mejor de mí? ¿Dió usted crédito a su contenido al leerla?

Ella explicó cuál había sido su efecto y cuán gradualmente habíanle ido desapareciendo sus anteriores prejuicios.

—Sabía siguió él—que lo que escribiera había de apenar a usted, pero era preciso. Supongo que habrá usted destruído la carta. Había en la misma una parte, en especial el comienzo, que temería que usted la leyese segunda vez. Recuerdo ciertas expresiones que justamente podían hacer que usted me odiase.

—La carta se quemará desde luego si usted lo cree esencial para conservar mi afecto; pero aunque ambos tengamos razón para pensar que mis opiniones no son por completo invariables, no creo que hayan cambiado con tanta facilidad como implica lo que usted dice.

—Cuando escribí semejante carta—replicó Darcy—me juzgaba tranquilo y frío en absoluto; pero después me convencí de que fué escrita con tremenda amargura de ánimo.

—Acaso comenzaba con amargura; pero no terminaba así; la despedida era la caridad misma. Pero no piense usted más en la carta. Los sentimientos de la persona que la escribió y los de la que la recibió son al presente tan diferentes de lo que eran entonces que cuantas circunstancias desagradables se refieran a ella deben darse al olvido. Ha de aprender usted algo de mi filosofía; piense usted sólo en el pasado cuyo recuerdo le sea grato.

—No me es dado creer en esa filosofía de usted. Las introspecciones de usted han de verse tan vacías de reproche que el contento que de las mismas le brota no proviene de filosofía, sino de lo que es mejor, de ignorancia; pero conmigo no se da ese caso: interpónense penosos recuerdos que no pueden, que no deben ser repelidos. He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, ya que no en los principios. Cuando niño enseñáronme lo que estaba bien, mas no se me enseñó a corregir mi temperamento. Se me inculcaron buenas normas, pero se me dejó seguir orgulloso y vano. Por desgracia, como hijo único—único durante varios años—, fuí echado a perder por mis padres, quienes, aun siendo en sí buenos—mi padre en particular era todo benevolencia y amor—, me permitieron, me alentaron, casi me enseñaron a ser egoísta y dominante, a no cuidarme de nadie fuera del círculo de mi familia, a pensar bajamente del resto del mundo, o por lo menos a desear pensar así del sentido y del valor de los otros en cotejo con los míos. Así fuí desde los ocho a los veintiocho años, y aun lo sería a no ser por usted, queridísima, amadísima Isabel. ¿Qué no he de deberle a usted? Me dió usted una lección, ciertamente dura al principio, pero muy provechosa; por usted quedé humi- llado como convenía, usted me mostró cuán insuficientes eran mis pretensiones para complacer a una mujer merecedora de ser complacida.

—¿Y está usted persuadido de que lo merezco?

—Bien cierto que lo estoy. ¿Qué pensará usted de mi vanidad? Creía que usted deseaba, esperaba mi declaración.

—Mis modales tuvieron que ser malos, pero aseguro a usted que sin intención. Nunca pretendí engañar a usted; pero mi ánimo me conduce a menudo a errar. ¡Cuánto me ha debido usted odiar desde aquella tarde!

—¡Odiarla a usted! Quizá quedara resentido al principio; pero ese resentimiento mío pronto comenzó a encaminarse mejor.

—Casi me asusta preguntar a usted qué pensó al encontrarme en Pemberley. ¿Me censuró usted por ir allá?

—No por cierto. No sentí sino sorpresa.

—Su sorpresa de usted no pudo ser mayor que la mía al encontrarme con usted. Mi conciencia me aseguraba no merecer extraordinaria cortesía, y confieso que no esperaba recibir sino la que me era debida.

—Mi propósito entonces—contestó Darcy—fué demostrar a usted, con cuanta cortesía pudiera, no ser tan ruin que me hallara resentido por lo pasado; y esperaba obtener el perdón de usted y aminorar su mala opinión de mí haciéndole ver que sus reproches habían sido tomados en cuenta. Con dificultad puedo decir cuánto tardaron otros de- seos a mezclarse con ése; pero opino que eso ocurrió ya a la media hora de haberla visto a usted.

Al llegar aquí manifestó él la complacencia que tuvo Georgiana con su trato y el sentimiento que experimentó por la súbita interrupción del mismo, lo cual condujo, como era natural, a la causa de tal interrupción, y pronto supo Isabel que la resolución de él de marchar del condado de Derby en busca de Lydia habíala formado antes de salir de la fonda, habiendo provenido su gravedad y su aspecto pensativo no de otras luchas que las referentes a semejante propósito.

Volvió ella a expresarle su gratitud; pero ése era asunto en demasía penoso a ambos para insistir más en él.

Después de andar varias millas en completa libertad y sobrado ocupados para saber nada más, al examinar al cabo sus relojes vieron ser hora de regresar a casa.

—¿Qué habrá sido de Bingley y de Juana?

He ahí una exclamación que los llevó a tratar de los asuntos de aquéllos. Darcy estaba encantado de su arreglo, del cual su amigo le había dado inmediata noticia.

—¡Me permite usted preguntarle si le sorprendió?—díjole Isabel.

—De ninguna manera. Al marcharme comprendí que eso acontecería pronto.

—Es decir, que usted le concedió su permiso. Lo suponía.

Y aunque él protestó de semejante palabra, conoció ella que había estado muy en su lugar.

—La tarde anterior a irme a Londres—dijo él—le hice una confesión que debí haberle hecho desde larga fecha. Díjele cuanto había ocurrido para cambiar en absurda e impertinente mi anterior intromisión en sus asuntos. Su sorpresa fué grande: jamás había abrigado la menor sospecha. Manifestéle además haberme engañado al suponer, cual supusiera, que le era indiferente a su hermana de usted, y en cuanto pude notar que su afecto hacia ella no había disminuído no abrigué duda sobre su mutua felicidad.

Isabel no pudo menos de sonreírse por ese fiel modo de guiar a su amigo.

—Cuando le dijo usted que mi hermana le quería, ¿habló usted por observación propia o tan sólo por mi información de la primavera pasada?

—Por lo primero. Observéla minuciosamente durante las dos últimas visitas que hice aquí y quedé convencido de su afecto.

—Y supongo que su afirmación de usted convencería a él al punto.

—Así fué. Bingley es muy modesto, sin afectación ninguna. Su desconfianza ha impedido que se fiase de su propio juicio en caso de tal monta; pero su sumisión al mío lo facilitó todo. Tuve que confiarle una cosa que durante algún tiempo, y no sin justicia, le molestó. No pude permitirme ocultarle que su hermana de usted había estado tres meses en la capital en el pasado invierno, que yo lo sabía y que de propósito se lo oculté. Eso le enfadó. Pero estoy seguro de que su enfado no duró sino lo que permaneció en duda sobre los sentimientos de su hermana de usted. Ahora me ha perdonado de corazón.

Isabel habría deseado observar que Bingley había resultado muy delicioso amigo por lo fácil de guiar, que su valía era incomparable; pero se contuvo. Recordó que Darcy tenía que aprender a reírse de eso y que todavía era demasiado pronto para empezar. Hablando, pues, de la felicidad de Bingley, que, naturalmente, tenía que ser inferior sólo a la suya propia, continuó él su plática hasta que llegaron a la casa. En el vestíbulo se separaron.