— ¿Hay desgracia mayor que la mía?— murmuró sollozando.
—Se queja de vicio.
— ¡Sí, abandonar mi casa, mi profesión, mi bienestar modesto! Sabe Dios si lograré escapar de los patriotas... En situación tan aflictiva, Sr. D. Gil de mi alma, estoy sin recursos...
-¿Qué?
— Que no tengo dinero.
Gil de la Cuadra miró á su hija, que supo adivinar al instante la intención de la mirada. Soledad sacó un pequeño talego escuálido, dentro del cual sonaba algo.
En los ojos de Naranjo brilló un rayo de alegría.
— Dáselo—dijo D. Urbano.—Él lo necesita más que nosotros.
Soledad puso en las manos del infeliz preceptor todo su dinero.
— Gracias, amigos míos, gracias. ¡Bendita generosidad!... Dueños son ustedes de mi casa.
— Hasta el amanecer,—murmuró Gil.
— ¡Quién sabel ustedes son inocentes.
— Casi siempre lo he sido. Por lo mismo...
— Pueden tener esperanza* ¿Por qué no? — dijo Naranjo levantándose.
— ¡Esperanza! ¿Qué es eso?
— Se me figura que debo retirarme, ¿eh? ¡Si se les antoja venir antes del día...l
— Es probable.
—Adiós, amigo y amiga. Les daré noticias, mías.
—En el otro mundo.