No la quería publicar, y tampoco otras consideradas por ella primeros ensayos indignos. Por la gracia infinita que tienen a pesar de la forma todavía desigual y vacilante, yo le he suplicado que no dejara de incluirlas en su libro. Más tarde la crítica no dejará de hacer reflexiones atónitas; las estudiará entonces con atención asidua y a través de ellas acaso verá cómo germinaba, cómo empezó a vivir con su audaz lozanía el maravilloso árbol.
No, no es por cierto su edad la que podría asociarse, por una lógica ordinaria, al poderío artístico creador de imágenes, ni a la perfección que asumen tantos rasgos de este libro.
Porque, cosa extraña, sus composiciones pueden analizarse ya como las de un vigoroso y experimentado escritor. La frialdad del análisis que no tiene ojos para levantarlos hacia la pura gracia poética, ha de sorprenderse al encontrar, en estos versos, consistencia idiomática notable, novedad verbal, sabiduría, — todo lo intuitiva que se quiera — pero sabiduría evidente en el empleo de las palabras y en la forma expresiva. Es una sabiduría al principio tímida, pero que aumenta a medida que las fechas de los versos se acercan. La sinceridad absoluta de su alma — esa sinceridad donde residía, en suma, la Musa de los griegos — es la que le enseña expresiones insustituibles como las que abundan en su poema tríptico del fuego. (El fuego y la nieve, inmemoriales símbolos de pureza,