chos, está desprovista de aquel engañoso atractivo de la antigua física, cuyos dogmas y símbolos tan propios eran para perturbar la razon, dando libre curso á las imaginaciones mas ardientes. Antes del descubrimiento del Nuevo-Mundo, se creyó percibir por mucho tiempo desde lo alto de las costas de las Canarias ó de las Azores, tierras situadas al Occidente. Era ilusion producida, no por el juego de una refraccion estraordinaria, sino por el anhelo que nos arrastra á penetrar mas allá de nuestro alcance. La filosofía natural de los griegos, la física de la edad media y lo mismo la de los últimos siglos, ofrecen mas de un ejemplo análogo de aquella ilusion del espíritu que se forja, por decirlo asi, fantasmas aéreos. Parece como que en los límites de nuestros conocimientos, de igual modo que desde lo alto de las costas de las últimas islas, la vista turbada procura descansar en lejanas regiones; y que luego la tendencia á lo sobrenatural, á lo maravilloso, presta una forma determinada á cada manifestacion de ese poder de creacion ideal de que el hombre está dotado, ensanchando el dominio de la imaginacion, donde reinan como soberanos los sueños cosmológicos, geognósticos y magnéticos, en pugna constantemente con el dominio de la realidad.
Bajo cualquier aspecto en que quiera considerarse la naturaleza, ya sea como conjunto de séres y de sus desarrollos sucesivos, ya como la fuerza interior de movimiento, ó ya en fin, como el tipo misterioso al que se refieren todas las apariencias, la impresion que produce en nosotros tiene siempre algo de terrestre. Ni aun reconocemos nuestra patria, sino allí donde comienza el reino de la vida orgánica: como si la imágen de la naturaleza se asociase fatalmente en nuestra alma á la de la tierra adornada de sus flores y de sus frutos, animada por las razas innumerables de animales que viven en su superficie. El aspecto del firmamento y la inmensidad de los espacios celestes, forman