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de la Plata, en lo que se llama el «bajo» en Buenos Aires, habrán podido conocer todo lo que ese paraje tiene de triste, de melancólico, y de impoLente al mismo tiempo. La mirada se sumerge en la extensión que ocupa el río, y apenas puede divisar á la distancia la incierta luz de alguno que otro buque de la rada interior. La ciudad, á dos ó tres cuadras de la orilla, se descubre informe, obscura, inmensa. Ningún ruido humano se percibe, y sólo el rumor monótono y salvaje de las olas anima lúgubremente aquel centro de soledad y de tristeza.

Pero aquellos que hayan llegado a ese paraje, entre las sombras de la noche, para huir de la patria cuando el decenfreno de la dictadura arrojó á la proscripción á centenares de buenos ciudadanos, esos solamente podrán darse cuenta de las impresiones que inspiraba ese lugar, y en esas horas, en que se debía morir al puñal de la Mazorca si eran notados; ó decir adiós á la patria, á la familia, al. amor, si la fortuna les hacía pisar el débil barco que debía conducirlos á tierra extraña, en busca de un poco de aire libre, y de un fusil en los ejércitos que operaban contra la dictadura.

En la época á que nos referimos, además, la salud del ánimo empezaba á ser quebrantada por el terror: por esa enfermedad terrible del espíritu, conocida y estudiada por la Inglaterra y por la Francia, mucho tiempo antes que la conociéramos en la América.

A las cárceles, á las «personerías», á los fusilamientos, empezaban á suceder los asesinatos oficiales ejecutados por la Mazorca; por ese club de bandidos, á quienes los primeros partidarios de