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L Cromvell habrían mirado con repugnencia, y los amigos de Marat con horror.

El terror, pues, que empezaba á apoderarse de todos los espíritus, no podía dejar de ejercer su influencia eficaz en el ánimo de esos hombres que caminaban en silencio por la costa del río, en dirección á Barracas, á las once de la noche, y con el designio de emigrar de la patria, crimen de lesa tiranía que se castigaba irremediablemente con la muerte.

Nuestros prófugos caminaban sin cambiar una sola palabra; y es ya tiempo de dar á conocer sus nombres.

Aquel que iba delante de todos, era Juan Merlo, hombre del vulgo, de ese vulgo de Buenos Aires que se hermana con la gente civilizada por el vestido, con el gaucho por su antipatía á la civilización, y con el pampa por sus habitudes holgazanas.

Merio, como se sabe, era el conductor de los demás.

A pocos pasos seguíale el coronel don Francisco Lynch, veterano desde 1818, hombre de la más culta y escogida sociedad, y de hermosura remarcable.

En pos de él caminaba el joven Eduardo Belgrano, pariente del antiguo General de este nombre, y poseedor de cuantiosos bienes que había heredado de sus padres; corazón valiente y generoso, ć inteligencia privilegiada por Dios y enriquecida por el estudio. Este es el joven de los ojos negros y melancólicos, que conocen ya nuestros lectores.

En seguida de él, marchaban Olidon, Riglos y Maisson, argentinos todos.

En este orden habían llegado ya á la parte del Bajo que está entre la Residencia y la alta barran-