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salvo... la Providencia te envía un caballo, que era lo único que necesitábamos!

—Sí, me encuentro un poco reanimado, pero es necesario que me sostengas... no puedo estar de pie.

—No hagas fuerza—dice Daniel, que carga otra, vez á Eduardo, y lo sube al borde de la zanja.

En seguida salta él, y con esfuerzos indecibles, consigue montar á Eduardo sobre el caballo, que se inquietaba con las evoluciones que se hacían á su lado. En seguida recoge la espada de su amigo, y de un salto, se monta en la grupa; pasa sus brazos por la cintura de Eduardo, toma de sus débiles manos las riendas del caballo, y le hace subir inmcdiatamente por una barranca inmediata á la casa del señor Mandeville.

—Daniel, no vamos á mi casa, porque la encon traríamos cerrada. Mi criado tiene orden de no dormir en ella esta noche.

—No, no, por cierto; no he tenido la idea de querer pasearte por la calle del Cabildo á estas horas, en que veinte serenos alumbrarían nuestros cuerpos federalmente vestidos de sangre.

—Bien; pero tampoco á la tuya.

—Mucho menos, Eduardo; yo creo que nunca he hecho locuras en mi vida; y llevarte á mi casa sería haber hecho una por todas las que he dejado de hacer.

Y adónde, pues?

—Ese es mi secreto, por ahora. Pero no me hagas más preguntas. Habla lo menos posible.

Daniel sentía que la cabeza de Eduardo buscaba algo en que reclinarse, y con su pecho le dió un apoyo que bien necesitaba ya, porque en aquel mo-