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ventana, y se precipita á la puerta de la sala, de ésta a la de la calle, que abre sin cuidarse de hacer poco ó mucho ruido, y que, saliendo hasta la vereda, dice á Daniel:

— Entra!—pronunciando esta palabra con cse acento de espontaneidad sublime que sólo las mujeres tienen en su alma sensible y armoniosa cuando ejecutan alguna acción de valor, que siempre es en ellas la obra, no del raciocinio, sino de la inspiración.

Todavía no dice Daniel que ya estaba en tierra con Eduardo sostenido por la cintura; y de ese modo, y sin soltar la brida del caballo, llega á la puerta.

—Ocupa mi lugar, Amalia; sostén á este hombre que no puede andar solo.

Amalia, sin vacilar, toma con sus manos un brazo de Eduardo, que, recostado contra el marco de la puerta, hacia esfuerzos indecibles por mover su pierna izquierda, que la pesaba enormemente.

Gracias, señorita, gracias !—dijo con voz Ilena de sentimiento y de dulzura.

— Está usted herido?

—Un poco.

— Dios mío!—exclamó Amalia, que sentia en sus manos la humedad de la sangre.

Y mientras cambiaban estas palabras, Daniel había conducido el caballo al medio del camino, y poniendolo en dirección al puente, con la rienda al cuello, dióle un fuerte cintarazo en el anca con la espada de Eduardo, que no había abandonado un momento. El caballo no esperó una segunda señal, y tomó al galope en aquella direción.

—¡Ahora—dice Daniel, ¡adentro! — acercándose á la puerta, levantando & Eduardo por la cin-