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L una figura hermosa, cuyo traje negro parecería escogido para hacer resaltar la reluciente blancura del seno y de los hombros, si su tela no revelase que era un vestido de duelo.

Daniel se aproximó á la mesa en el acto en que Amalia colocaba la lámpara, y tomando las pequeñas manos de azucena de su hermosa prima, le dijo:

—Amalia, en las pocas veces que nos veimos, te he hablado siempre de un joven con quien me liga la más íntima y fraternal amistad; ese joven Eduardo, es el que acabas de recibir en tu casa, el que está ahí gravemente herido. Pero sus heridas son «oficiales», son la obra de Rosas, y cs necesario curarlo, ocultarlo y salvarlo.

Pero, qué puedo hacer yo, Daniel?—le pregunta Amalia toda conmovida y volviendo sus ojos hacia el sofá donde estaba acostado Eduardo, cuya palidez parecía la de un cadáver, contrastada por sus ojos negros y relucientes como el azabache, y por su barba y cabellos del mismo color.

—Lo que tienes que hacer, mi Amalia, es una sola cosa; ¿ dudas que yo te haya querido siempre como un hermano?

¡Oh, no, Daniel; jamás lo he dudado!

—Bien—dice el joven, poniendo sus labios sobre la frente de su prima, entonces, lo que tienes que hacer, es obedecerme en todo por esta noche; mañana vuelves á quedar dueña de tu casa, y de mí como siempre.

—Dispón; ordena lo que quieres: yo no podría tampoco concebir una idea en este momento dijo Amalia, cuya tez iba volviendo á su rosado natural.

—Lo primero que dispongo es que traigas tú